por Bruno Cuneo I 25 Octubre 2024
Llamo “desubicados” a los libros que aparecen en ediciones imprevistas y constituyen por eso mismo una sorpresa. Una vez, por ejemplo, descubrí un libro que buscaba hace tiempo en una consulta médica, bajo una pila de revistas y folletos promocionales. Era la Historia del tratamiento de la melancolía desde los orígenes hasta 1900, de Jean Starobinski, que había sido publicado en 1962 por el laboratorio Geigy para promover un antidepresivo, el Tofranil, del que venía una propaganda pegada entre las páginas. Ahora el libro forma parte de La tinta de la melancolía (2012), que reúne la totalidad de los ensayos del historiador de las ideas helvético sobre las afecciones y las representaciones de la bilis negra, de la que la depresión, dicen, sería una variante deslavada y posmoderna.
Otro libro desubicado es uno reeditado hace poco: La sobrevivencia de Chile, de Rafael Elizalde Mac-Clure, que fue rescatado por la editorial Saposcat de una publicación del Ministerio de Agricultura de los años 1958/1970 y es un libro pionero de los estudios ambientalistas en Chile, aunque fuera concebido originalmente como un informe técnico. Con una prosa elegante, el autor desarrolla una tristísima historia ambiental del país, convocando para ello el testimonio de cronistas, naturalistas, poetas e historiadores.
Último ejemplo y con este me quedo: las conversaciones de Nicanor Parra con René de Costa, publicadas en 2016 por el Banco del Estado en una edición de lujo y fuera de comercio, por lo que muy pocos, como he podido comprobar, saben de su existencia.
Las conversaciones tuvieron lugar en Chicago, el año 1987; fueron transcritas por el poeta Adán Méndez, editadas por Andrés Braithwaite, y suman algo más de 300 páginas, en las que se abunda sobre los orígenes, los presupuestos estéticos y la evolución de la “antipoesía”, que cambió para siempre el curso de la poesía chilena. Parra, a sus 73 años, está sin duda en su mejor momento, con la suficiente madurez artística e intelectual como para dar cuenta de todos los matices de su poética, y sobresale en particular la inteligencia con que reflexiona sobre los aspectos formales de cada uno de sus libros o la manera en que se posiciona respecto de los grandes poetas que lo precedieron. Ni Huidobro, Mistral o De Rokha parecen ser un problema, pero el asunto se vuelve dramático tratándose de Neruda, que es invocado una y otra vez como una suerte de rival y amigo al mismo tiempo. Es a todas luces una relación neurótica, atravesada por un conflicto de ambivalencia, un caso paradigmático de lo que Harold Bloom llamó la “angustia de las influencias”. En un momento, por ejemplo, Parra advierte que un antipoeta debe cuidarse ante todo de no repetir las cosas de Neruda, pero antes ha dicho que la antipoesía no es más que una síntesis entre dos dimensiones contrapuestas: la lúdica de Huidobro y la dolorosa del poeta de Isla Negra.
El hablante lírico de Parra, en todo caso, siempre fue un neurótico, pero en este libro da un paso más y declara que la antipoesía misma debe entenderse como un “síntoma neurótico”. La explicación es la siguiente: algunos años antes de escribir Poemas y antipoemas, Parra habría sufrido un severo episodio de afonía y tartamudez, del que solo lograría curarse recurriendo al psicoanálisis y, después, a la escritura. Era un síntoma, dice, de que no podía hablar como un poeta establecido, de que el lenguaje hacía crisis y necesitaba inventar un discurso nuevo. En otras palabras, la antipoesía no fue en primer lugar el resultado de una iluminación literaria, sino de una crisis psicológica, una tortuosa transformación de una imposibilidad de hablar en una posibilidad de decir, y decir además como nunca antes.
El libro contiene varias otras ideas reveladoras y es tan ameno como cualquier otro de conversaciones con un artista de genio. Existen, dice por ejemplo Parra, dos tipos de poesía: la “ontológica”, que tiene que ver con el Ser, y la “lógica”, que tiene que ver con el Logos, y si bien la tradición occidental ha privilegiado la segunda, es la primera la importante. Un poema como “Soliloquio del individuo”, en este sentido, no sería en primer lugar un evento de lenguaje, sino una sonda lanzada hacia lo más profundo de la realidad moderna.
Otra idea reveladora: la antipoesía no es poesía personal, sino poesía social o pública, porque aspira a ser expresión de la voz de la tribu, pero también de su conciencia y sus problemas, como la crisis ecológica o la amenaza de la supervivencia del ser humano en el planeta, que sería, según Parra, el “archiproblema” de nuestro tiempo y el único del que debiese ocuparse un poeta. Por esta época, habría que recordar, la antipoesía ya se había transformado en “ecopoesía”, por lo que no es raro que este tema vuelva varias veces en el libro. La definición de Parra del ecologismo, por otra parte, es hermosa y dan ganas de suscribirla: “Un movimiento socioeconómico basado en la idea de armonía de la especie con su medio, que lucha por una vida lúdica, creativa, igualitaria, pluralista, libre de explotación y basada en la comunicación y colaboración de las personas”.
Reviso en mi biblioteca los libros de conversaciones con artistas chilenos que poseo y descubro que no son muchos, pero imagino de todos modos un listado de los mejores en el que figurarían estas conversaciones, pero también las de Matta con Eduardo Carrasco (Matta. Conversaciones, 1982) y las de Lihn con Pedro Lastra (Conversaciones con Enrique Lihn, 1980). Lo que emparenta a todos estos libros es, además de la calidad del diálogo, que avanza con fluidez entre las preguntas y las respuestas, la constatación de que las obras discutidas se asientan en una poética, esto es, en una intelección profunda de los principios estéticos y filosóficos que las sustentan.
El libro de Parra y el de Lihn coinciden, además, en que fueron concebidos en Estados Unidos, mientras ambos eran poetas residentes y los entrevistadores, académicos universitarios de la Universidad de Chicago y Nueva York, respectivamente. Hoy a los académicos se les exige que escriban papers —la forma más triste de producción intelectual: no los lee casi nadie— y no creo que tengan tiempo para concertar, transcribir y editar horas de conversaciones, que es donde mejor puede captarse lo que antes se llamaba el “pensamiento vivo” de un creador o creadora. Tal vez por eso mismo las conversaciones se han vuelto ahora último un tanto escasas, y un signo de esa escasez podría ser la proliferación de esos libros que simulan una conversación, pero que en verdad son un montaje de declaraciones extractadas de muchas entrevistas. Es una forma ingeniosa, pero faltan las preguntas y los comentarios del entrevistador, el juego dialéctico, sin el cual no puede existir el diálogo, ese examen de la verdad que inventara Sócrates y que perfeccionaran otros. Del mismo Parra existe uno de estos libros, se llama Chanchullos. Vale la pena leerlo, pero habría que tener en cuenta que la mente de un artista está hecha también de dudas, titubeos o lagunas, y es un tanto artificioso reducirla a una colección de máximas, frases rotundas o agudezas.