Alberto Fuguet: “El estallido me encontró con otra edad, otro ánimo, otras experiencias”

Ante la imposibilidad de continuar normalmente con su rutina de escritura, el autor de Mala onda y Missing reunió los textos que produjo entre julio de 2019 y julio del año siguiente en Despachos del fin del mundo, un libro donde el estallido social y la pandemia se miran desde la óptica de la cultura pop. En esta entrevista habla también de la reciente edición de las columnas de Enrique Alekán, el conocido personaje que contaba su vida sentimental y la noche santiaguina durante la Transición.

por Matías Hinojosa I 28 Enero 2021

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Primero fue el eclipse, después el estallido social y más tarde la pandemia. Todo en menos de 12 meses. Una sucesión de acontecimientos que abarcó, y al menos los últimos dos, siguen abarcando las conversaciones, las pautas de los medios de comunicación, las redes sociales y la vida cotidiana en casi todas sus dimensiones. En un momento de tal penetración de la contingencia en el mundo interior, siquiera pensar en la evasión parece un despropósito y, sobre todo después de la pandemia, readaptarse en mayor o menor medida a una nueva realidad ha sido el imperativo.

“La concentración fue una de las primeras víctimas del estallido y fue rematada y acribillada con la llegada de la pandemia”, escribe Alberto Fuguet en su último libro, Despachos del fin del mundo, una colección de textos producidos en el marco de esos meses álgidos –es decir, desde el eclipse de julio de 2019 hasta julio del año siguiente–, donde registra sus impresiones sobre el presente en una diversidad de géneros, como el cuento, el ensayo, la entrada de diario o la crítica de cine. La idea del libro le vino al autor precisamente ante aquella imposibilidad para sustraerse de los hechos. La agitación exterior lo bloqueó creativamente y frente a una serie de fracasos por continuar con su rutina de escritura, optó por la única vía que parecía fértil: poner todos los proyectos inconclusos entre paréntesis y enfocarse de lleno en lo que realmente ocupaba sus pensamientos. “Todo se estaba hundiendo (por fin, creo), por lo que había que esperar. La novela puede esperar, me dije. La novela debe esperar. No sé cómo escribir bajo estado de emergencia, capté un día cuando fui a ver si los jóvenes lograrían quemar o asaltar la torre del Costanera Center”, anota.

Esta determinación, sin embargo, no pondría fin a las inquietudes y una serie de nuevas preguntas se abrieron con ella: ¿cómo hablar de lo que estaba ocurriendo en simultáneo, quizás sin la distancia de tiempo que aconsejaba la prudencia? ¿Tenía sentido ficcionalizar cuando la realidad parecía superar con creces cualquier producto de la imaginación? La respuesta apareció un día bajo el chorro de la ducha: “Un libro en vivo”. Ese era el concepto; la obra que se creyó capaz de construir en dichas circunstancias. “¿Es posible escribir de la revolución, del estallido, usando trozos de la realidad, algo de ficción, entender todo como un híbrido?”, se pregunta el escritor en las primeras páginas del libro. “Quizás no hacía falta tener distancia. Cero distancia, toda libertad. Trozar, rescatar, remixear (…). Quizás no se necesitaba tiempo, necesitaba más droga, menos miedo, no pensar esto como un libro o un diario sino como un salvavidas. Las ganas eran de zafar. Lo que me erotizaba era terminar algo. Puse mis dudas por escrito, repasé mis textos, escarbé mis archivos. Hice un libro”.

El resultado es una combinación de géneros y temáticas, que aborda la actualidad social y política desde la óptica de la cultura pop. La idea de que en las películas, los libros, la televisión y las redes sociales se hallarían las pistas para entender el presente parece gravitar sobre todo el conjunto.

 

El proceso cívico en que estamos claramente tiene que ver o nació de la violencia. Me parecería raro que no hubiera existido un estallido sin que nada estallara. No todo es metáfora. No todo puede ser verbal o estético o moral. Hay algo concreto en quemar. Y provoca todo tipo de reacciones. Todo escritor debe mirar la violencia a los ojos y procesarla.

 

¿Por qué tomar el riesgo de escribir sin tener mayor perspectiva?
No quería distancia. Por lo general no tengo mucha. Escribo siempre desde adentro. Pero esta vez supe que distancia implicaba o no escribir esto nunca o escribirlo de otro modo. Incluso con nostalgia. U olvidando detalles. Escribir de octubre del 2019 en octubre del 2019 no es lo mismo que despachar o recordar desde el verano del 2025. El paso del tiempo cura heridas y calma la ansiedad. Ya fue, ya pasó, ¿te acuerdas? No quería recordar, quería en este caso despachar. Quería la perspectiva de la adrenalina que provoca “el fin del mundo”. Siempre he tendido a escribir del presente. Apenas tengo una novela de época, que sería Mala onda (ambientada 11 años antes de que apareció). Aquí la apuesta fue llevar lo contemporáneo al límite. Sin distancia, en vivo, con los errores sobre todo de mirada: me engrupí, estoy exagerando, ando arriba de un caballo. También me gustó no saber cómo terminar o buscar un fin. El fin era cómo terminaba julio. Pasara lo que pasara. Y en mayo del 2020 estaba claro que no tenía ni idea qué pasaría o cómo llegaríamos a este final que yo no podía controlar.

 

Dice que es “incapaz de rechazar del todo la violencia”. ¿Por qué?
Porque al final me dedico también a generarla. O procesarla. La violencia es ruptura. Eso es la base de la creación. La violencia llega a su cúspide estética y ética y política con el fuego. El fuego como espectáculo, como manifestación de la ira, como algo que purga y purifica quizás. La violencia puede ser reducida o sobreexplicada, pero en los dos casos provoca, altera, noquea. Y durante el estallido, el supuestamente rechazar la violencia para complacer la neura del gobierno y sus aliados me pareció imposible. Podría ser correcto y decirte: la rechazo, venga de donde venga. Yo me dije: mejor ver de dónde viene y por qué y qué simboliza y cómo están reaccionando ante ella de manera más violenta aún. Escribir es violento, leer a veces también. Despachos intenta ser honesto. Con cierta distancia uno puede llegar a discutir el rol de la violencia. Pero en ese momento, no era posible. El proceso cívico en que estamos claramente tiene que ver o nació de la violencia. Me parecería raro que no hubiera existido un estallido sin que nada estallara. No todo es metáfora. No todo puede ser verbal o estético o moral. Hay algo concreto en quemar. Y provoca todo tipo de reacciones. Todo escritor debe mirar la violencia a los ojos y procesarla. Hay que admitir que la base de la creación es la intensidad. Uno busca fuego. A veces me fascina y a veces me asusta, pero de que la violencia enciende el fuego interno, lo enciende y lo hace quemar, arder. Para crear, hay que destruir, aunque sean tus certezas, tu estética, tu pasado. Sin violencia, no se crea, a lo más se decora.

 

El estallido social, cuenta, hizo que por primera vez se interesara más por lo que pasaba afuera que en su interior. ¿Por qué la Transición no tuvo el mismo efecto?
No creo. Eso es leer mal mi obra anterior. Yo diría que es al revés: nunca he sido tan explícito. Me pareció que para que este libro/diario funcionara, era clave no narrar la calle como telón de fondo sino como tema principal. Yo siento que mis libros son políticos o captan un estado de las cosas. Mala onda es acerca de aquellos que votaron por la Constitución de 1980. Con Enrique Alekán, la idea era narrar un momento clave político desde la farándula, el mundo de las superficies. No creo que apostar por mi interior sea un error. Creo que no. El exterior modifica el interior. Yo siento que el libro es más acerca de mi estado interior en momentos de caos y rupturas. Creo que recién estamos procesando la Transición. De hecho, ando conectado literariamente con los inicios de los 90. La idea de la Transición es que nadie se diera cuenta. Y se logró: uno de los días menos épicos de nuestra historia fue el 11 de marzo de 1990. Fue un día normal cuando nada lo era. Pasar de dictadura a democracia, pero piola. El estallido me encontró con otra edad, otro ánimo, otras experiencias y como escritor. En 1990 estaba a punto de serlo, que no es lo mismo que tener ya una decena o algo así de libros en tu pasado.

 

¿Qué papel piensa que ha cumplido el arte, y especialmente el audiovisual, durante la pandemia?
Creo que poco relevante. Ha entretenido más que aterrado, modificado, abierto ojos. El cine se volvió el pasatiempo ideal, junto a las series y hasta la TV abierta. Es cierto: un sector ha aprovechado de ver más cine arte o más cintas curiosas, pero el arte se ha dedicado, guardando excepciones, a entretener. Para un filme que desea provocar conversaciones o debate, es complicado este nuevo panorama. Lo mejor del streaming es todo lo que existe; lo malo es que hay tanto que se vuelve entre inabordable y desechable. Sí, creo que se ha escrito y se ha leído. Se han leído mejor los libros que la realidad.

 

Alekán apostó por escribir del día a día y contar las cosas como eran. Su arma de seducción era la honestidad, no un deseo de no molestar al resto. Deseo que lo lean como otro personaje mío. Es, ya no me cabe duda, mi primera novela. Es parte de mi universo. Y si alguien desea tildarlo de cuico, como a veces se me ha tildado erróneamente a mí, pues respondo que están profundamente equivocados.

 

El yuppie que le tomó el pulso a la Transición

En 2020 se cumplieron 30 años desde que Alberto Fuguet diera vida a Enrique Alekán. Entre 1989 y 1990, el periodista publicó una crónica semanal en el suplemento Wikén de El Mercurio, desde la cual dio testimonio de la bohemia santiaguina en el contexto de la transición a la democracia. Bajo el nombre Capitalinos, la sección intentaba darle una vuelta al formato clásico de la crítica gastronómica o la recomendación de panoramas, apostando en su lugar por pequeños relatos en primera persona que tomaban lugar en aquellas discotecas, bares y restaurantes que por entonces se ponían de moda. Quien firmaba era Enrique Alekán, un gerente de marketing recién separado que semana a semana ventilaba su itinerario de fiestas y salidas a comer, pero sobre todo su agitada vida sentimental. El personaje despertó fascinación pero también anticuerpos y muchos lectores llegaron a pensar que se trataba de una persona real.

Tras esa máscara, Alberto Fuguet dio forma sin quererlo a una novela por entregas y, aunque durante años el escritor le dio una importancia secundaria a este trabajo dentro de su producción, ahora no tiene problemas en considerarla su primera obra. El conjunto de estas crónicas fueron publicadas por primera vez en 1990 bajo el sello editorial de El Mercurio y luego en el 2000 dentro de Primera parte, que recogía una selección del trabajo periodístico de Fuguet. Ahora, a 30 años de su aparición, Ediciones UDP vuelve a poner en circulación estos textos, que por petición estricta del autor aparecen esta vez bajo el título de Enrique Alekán. Un novela por entregas.

 

Opta por reeditar a Enrique Alekán en un momento en que “lo cuico” está siendo especialmente cuestionado, ¿cómo le gustaría que se leyera al personaje?
Como un observador. Como un tipo complejo, raro, distinto, con humor, que narra sus andanzas entre los cuicos y otros especímenes. Parte de lo que me ha fascinado de esta reedición es lo libre del personaje (o yo mismo) para tocar temas hoy considerados “complicados”. Alekán apostó por escribir del día a día y contar las cosas como eran. Su arma de seducción era la honestidad, no un deseo de no molestar al resto. Deseo que lo lean como otro personaje mío. Es, ya no me cabe duda, mi primera novela. Es parte de mi universo. Y si alguien desea tildarlo de cuico, como a veces se me ha tildado erróneamente a mí, pues respondo que están profundamente equivocados. O están reduciendo todo, algo que sí debe ser cuestionado. Me gustaría que se tomara como que expando o invito a portales para ir a lugares acerca de los cuales se escribe quizás poco.

 

Despachos del fin del mundo, Alberto Fuguet, Literatura Random House, 2020, 300 páginas, $15.000.

Enrique Alekán. Una novela por entregas, Alberto Fuguet, Ediciones UDP, 2020, 278 páginas, $14.000.

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