Años de oscuridad nebulosa: los ojos de Marta Brunet

Durante 17 años, la autora de Montaña adentro tuvo serios problemas a la vista, incluso para leer. Pasó casi una década sin poder ir al cine y los médicos decían que recién al llegar a las 20 dioptrías podría ser operada del cristalino. “Tuve que tomar una secretaria que me leyera, lo que para mí es muy cansador, porque me distraigo, me exaspero, me enervo, me adormezco. Vivía con dolor de cabeza, cuando no intoxicada con los analgésicos”, le cuenta la escritora a Gabriela Mistral, antes de ser intervenida en España por dos médicos. Es una crónica feliz, al menos en parte, porque comienza en la opacidad y poco a poco se va aclarando.

por Felipe Reyes F. I 5 Diciembre 2025

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En noviembre de 1961, en el puerto de Valparaíso se congregaron algunos fotógrafos y una multitud que esperaban ansiosos la llegada del barco Reina del Mar, que había zarpado en España. Entre ellos figuraban algunos amigos de una escritora chilena —una de las pasajeras—, quienes decían que para ella era más importante lo que le había pasado en España que haber obtenido, ese mismo ano, el Premio Nacional de Literatura. Después de 20 años de padecimientos, ella pudo someterse a una operación de cataratas, en momentos en que ya prácticamente no veía.

Uno de los que aguardaba en el puerto era el joven escritor José Donoso, por entonces colaborador permanente de la revista Ercilla, interesado en el nuevo estado visual de la escritora que volvía al país; y anotaba: “Con esto se terminaron para ella muchos años de oscuridad nebulosa, durante los que apenas podía escribir, y para mantenerse informada acerca del mundo literario tenía que pedir a sus amistades que le leyeran”.

En la nota escrita por Donoso y publicada en Ercilla algunos días después —fines de noviembre de 1961—, ya en tierra firme y luego de los saludos de bienvenida, la escritora Marta Brunet le cuenta que, desde niña en su natal Chillán, su vista había sido “endeble, pero no mala”; era una ávida lectora y siempre escribió.

Después de la publicación de su primer libro, Montaña adentro, se trasladó a Santiago para trabajar como periodista. Según ella, “la luz artificial, las largas jornadas y el humo” debilitaron su vista, y antes de los 30 años usó sus primeros anteojos. Así, sumergida en la escritura permanente de sus artículos o sus ficciones, en sus espacios de lectura o cuando desplegaba el mazo de cartas de Tarot sobre la mesa, padecía dolores de cabeza que le provocaban angustia, y cuando en 1938 Pedro Aguirre Cerda asumió la presidencia del país, quiso ayudarla: “Se compadeció de mi estado, y me hizo salir al extranjero como cónsul —relataba la escritora—. Durante 14 años serví en puestos consulares y diplomáticos en Argentina. A pesar de que allá el trabajo era menos duro, mi ceguera aumentó y me sometí a varios tratamientos; entre otros, un injerto de placenta. Cuando Ibáñez subió al poder [en 1952], yo tuve que abandonar mi puesto debido a mi antiperonismo, y se agudizaron mis cataratas. Viví durante 17 años rodeada de una nebulosa creciente, incapaz de ver perspectivas. Los objetos eran como sombras”.

En junio de 1946, 15 años antes de la operación a los ojos, desde Argentina Marta Brunet le escribe a Gabriela Mistral —asentada en Estados Unidos— sobre múltiples asuntos, entre ellos sus problemas a la vista: “Usted sabe que esa ha sido mi tragedia desde jovencita, agravada por los años, el trabajo, las malas condiciones de luz, de aire. Cuando llegué a Buenos Aires estaba tan mal, que desde hacía ocho años que no iba al cine; leía fatigándome a tal extremo que tuve que tomar una secretaria que me leyera, lo que para mí es muy cansador, porque me distraigo, me exaspero, me enervo, me adormezco. Vivía con dolor de cabeza, cuando no intoxicada con los analgésicos. Los médicos me decían que tuviera paciencia, me aumentaban el grosor de los cristales y me daban la remota esperanza de que, al llegar a 20 dioptrías, me operarían el cristalino, y posiblemente recobraría la vista”.

En medio de ese tormento visual, la escritora decidió probar el método alternativo del oftalmólogo estadounidense William Horatio Bates, autor del libro Perfect Sight Without Glasses (Vista perfecta sin anteojos, 1920), y quien atribuyó algunos de los problemas de la vista al estrés y la tensión de los músculos perioculares, y consideraba que aliviar ese apremio curaría los demás problemas. Para eso proponía un sistema de reeducación visual que incluía ejercicios oculares terapéuticos, como cubrir los ojos con las palmas de las manos (palming), balancear el cuerpo mientras se fija la mirada en un objeto estático, la visualización de tarjetas, exponerse al sol con los ojos cerrados, centralizar la mirada solo en un punto (pues creía que mirar la totalidad de una imagen crea tensión) y los “días de color” (pasar un día entero buscando colores específicos), los que, según él, podían corregir problemas visuales como la hipermetropía, la miopía y el astigmatismo, evitando así la necesidad de anteojos o lentes de contacto.

Según Bates, si los pacientes realizaban los ejercicios con frecuencia, al cabo de un tiempo no necesitarían anteojos. Entonces, por recomendación de Ruth Schneider —esposa de su amigo, el pianista Claudio Arrau—, Brunet se puso en manos de una mujer alemana especialista en el citado método, el que, al cabo de un tiempo, parece haberle producido cierta mejoría.

En la misma carta, Brunet le cuenta a Mistral: “Jamás padezco dolor de cabeza; puedo mover los ojos, rotarlos, mirar de reojo (a veces creo que voy a terminar echando ‘un pololeo de ojitos’); voy al cine y al teatro dos veces por semana; leo hasta tres horas diarias; uso unos cristales tres números más bajos que los que usaba al salir de Chile”.

A comienzos de 1960, la escritora viajó a España para someterse a una intervención. (…) Se trasladó a Madrid, donde se vinculó con parte del mundo literario local en la casa de María Baeza —viuda de quien había sido embajador de la extinta República española en Chile—, donde se enteró de la absurda censura franquista que afectaba a su obra. Curiosa, la escritora entró a una librería y preguntó si tenían cualquier libro de una escritora sudamericana llamada Marta Brunet. El librero contestó que no; al parecer, estaba censurada.

Sorprendida por la mejoría, le asegura a la poeta de los Sonetos de la muerte que “si el tratamiento solo me hubiera curado los dolores de cabeza, ya lo daría por excelente”. Brunet sabía de los cuestionamientos científicos al método de Bates —basado en principios psicológicos, contrarios a las teorías médicas—, pero no duda en recomendárselo a su colega, quien también padecía desajustes de la visión: “La medicina oficial no acepta las teorías del Dr. Bates, pero si puede hallar un oculista o nurse especializada que se lo haga, entréguese confiadamente, porque la mejoría será notable. Este sistema es el que curó a Aldous Huxley; su obra El arte de ver, es una esperanza para todos los miopes o que padecen cualquier impedimento que les mengüe la visión”.

En El arte de ver, Huxley narra su experiencia cuando, a los 16 años, sufrió un episodio grave de queratitis que le produjo una inflamación a la córnea. En una entrevista con The Paris Review, Huxley se refirió a los estragos de su dolencia: “Empecé a escribir cuando tenía 17 años, durante un período en el que era casi totalmente ciego y casi no podía hacer nada más. Escribí una novela por el sistema táctil; ni siquiera pude leerla”, declaró el escritor. Así estuvo durante varios años, y a pesar de los gruesos anteojos que utilizaba —al igual que Brunet—, la lectura resultaba difícil y agotadora, hasta que escuchó sobre el método del Dr. Bates y sus excelentes resultados: “La educación parecía completamente inocua, y como los lentes pronto me iban a ser insuficientes, decidí someterme a la prueba. En un par de meses pude leer sin lentes; y lo que es aún mejor, sin esfuerzo y fatiga. La tensión crónica y los vahídos, que me dejaban completamente agotado, pertenecían al pasado”, declaraba Huxley, asegurando que había escrito El arte de ver “ante todo, para responder a una deuda de gratitud, gratitud al precursor de la educación visual, el Dr. W. H. Bates, y a su discípula Mrs. Margaret D. Corbett, a cuya habilidad como maestra debo la mejoría de mi visión”.

Sin embargo, para Brunet la situación no fue tan positiva: los problemas visuales regresaron, acosándola hasta la desolación. “Los objetos eran como sombras —le dijo a Donoso—. Me trataron grandes especialistas chilenos, sobre todo el doctor Espíldora Luque. Cuando llegó el momento en que lo único posible era una operación (yo acababa de publicar María nadie), me recomendó ir a España a hacerme operar por los Barraquer. Yo llevaba para ellos una llave mágica: una carta del doctor Espíldora”.

A comienzos de 1960, la escritora viajó a España para someterse a una intervención. Una vez operada en Barcelona por los oftalmólogos José e Ignacio Barraquer, padre e hijo, Brunet se quedó más de un año en Europa. Se trasladó a Madrid, donde se vinculó con parte del mundo literario local en la casa de María Baeza —viuda de quien había sido embajador de la extinta República española en Chile—, donde se enteró de la absurda censura franquista que afectaba a su obra. Curiosa, la escritora entró a una librería y preguntó si tenían cualquier libro de una escritora sudamericana llamada Marta Brunet. El librero contestó que no; al parecer, estaba censurada. “Yo me sentí muy rara, como acomplejada —le contó Brunet a Donoso—. Le pregunté por qué, ya que los libros de Marta Brunet no hablaban de política ni de religión. El librero respondió que no se sabía nunca por qué prohibían los libros, a lo mejor porque el censor tenía indigestión ese día. Pero sacó un gran libraco con muchos nombres y se puso a examinarlo. Pronto encontró el nombre de Marta Brunet: Humo hacia el sur, prohibido, pero no Montaña adentro, ni La mampara. Pregunté por qué habían prohibido Humo hacia el sur. ¿Tal vez porque aparecían una casa de prostitución, y algún invertido? El librero respondió que no, que esas cosas no tenían importancia para los censores. Pero ¿aparecía un suicidio? ¿O un adulterio? Yo confesé que sí, y el librero dijo: Ah, por eso…”.

Entonces decide quedarse en Francia. En una carta de enero de 1961, Brunet le cuenta a Luis Merino Reyes que, además de detestar las cartas (“Siempre tengo miedo de que resulten amaneradas, literarias a la violeta, algo así para ser leídas en melopea”), no tiene claro cuándo podrá regresar a Chile. “Por ahora —escribe Brunet— continúo un famoso tratamiento de seis meses recetado por los Barraquer. Nueve medicinas y una inyección diaria. Demasiado para quien, como yo, detesta las medicinas y considera falta de respeto que le claven las nalgas”.

La autora prefiere seguir las recomendaciones médicas, añorando los remedios de su infancia en Chillán: “No tengo más que someterme, pensando melancólicamente y añorándola, en la Pomada de la Viuda, el bálsamo tranquilo y los Parches Porosos, tan de mi tradición campesina”, y luego hace un balance de los posibles resultados del procedimiento: “Sumas y restas: ver un poquito y regreso inmediato. Realidad: buena visión con un ojito y fotocoagulación y seis meses de tratamientos para mejorar el otro (que sigue casi igual)”.

Durante su estadía, la escritora quiso ver todo: fue al teatro y al cine, visitó museos y exposiciones, contempló la arquitectura de edificios y catedrales. “Vivo modestísimamente en un hotelito cercano a la Torre Eiffel —le cuenta a Merino Reyes—, troto por París llena de encantamiento”. El tratamiento visual la obligaba a cultivar la paciencia y, pese a las dificultades, permanecer en Europa y recuperar parte de su capacidad visual: “Llevo una vida solitaria que en el fondo me agrada —dice Brunet—. Leo muy poco y escribo nada. Esto de ver es tarea muy absorbente. La lectura no me agrada. Me habitué a lo auditivo. Tendré que pasar por un noviciado para volver a tomarle sentido a lo visual”.

Luego de un tiempo, ya podía distinguir los detalles de los rostros cuando caminaba por las calles, “donde ahora podía transitar sola, sin peligro de caer o ser atropellada, como más de una vez le sucedió en Santiago”, anota Donoso, quien concluye que, ya operada de los ojos y de vuelta en sus actividades, “Brunet, asombrada, se asoma de nuevo al mundo de la forma, del color, de la distancia —que antes debían explicarle—, sin más protección para sus ojos que un par de gafas negras contra la resolana”.

 

Imagen de portada: Gentileza del Archivo Fotográfico del Museo Histórico Nacional.

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