Oro en polvo

La correspondencia entre José Donoso y Carlos Fuentes traza un puente de contacto entre el vértice más glamoroso del Boom literario de los 60 y el vértice menos reconocido y atormentado. Hasta el día de hoy es un enigma que caracteres tan distintos llegaran a ser tan amigos. No solo eso: que llegaran a respetarse y a quererse tanto.

por Héctor Soto I 17 Febrero 2025

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El libro de la correspondencia entre José Donoso y Carlos Fuentes es fascinante. Fascinante incluso teniendo en cuenta que a lo menos un tercio de estas páginas, si no más, corresponden a la anecdótica de los viajes de dos sujetos que no se quedan nunca quietos, a la logística de las estrategias editoriales de uno y otro, a los chismes literarios del momento, a la inagotable agenda social de Carlos Fuentes y al no menos inagotable repertorio de achaques de Donoso. Sin embargo, como mirada a la literatura latinoamericana de esos años y en términos de rasgos de carácter de uno y otro, en términos de verdades explícitas, de verdades sugeridas y de verdades hundidas, estas cartas son simplemente oro en polvo.

Es difícil imaginar dos caracteres más distintos que los de Donoso y Fuentes. Uno, extrovertido, seductor, exitoso como nadie, frívolo, mundano, un poco oportunista, socialité, macho alfa donde lo pusieran; el otro, depresivo, introvertido, inseguro, obsesivo, paranoico, un poco doble y resueltamente maniático. Fuentes florecía en salones, en los medios, ante las cámaras y en los congresos: una polilla. Donoso aborrecía las multitudes, “sobre todo cuando no son anónimas”. Fueron, eso sí, grandes amigos. Lo teníamos claro por lo que había escrito Donoso en su Historia personal del Boom y por las sinceras percepciones de su mujer, Pilar Serrano, que decía que Carlos Fuentes era quien ella más quiso de todo el grupo de escritores del Boom. No lo teníamos tan claro por el lado de Fuentes, entre otras cosas porque era muy diplomático y pertenecía a esa raza que dice tener un millón de amigos y de quererlos a todos por igual. Es decir, a nadie. Pero no. A Donoso lo quiso entrañablemente, y es posible que por eso se haya sentido en permanente deuda con él. Es un sentimiento que recorre todas sus cartas. Aunque lo ayudó muchísimo, se sentía siempre con las cuentas al debe. Lo veía menos de lo que quiso. Le escribía con más retraso del que toleraba su conciencia. Es curioso el caso suyo: siendo cuatro años menor que Donoso, se impuso a sí mismo la responsabilidad de apoyarlo, motivarlo, pastorearlo, solo porque lo veía más débil.

Es misteriosa la amistad. Los editores Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos hicieron un trabajo espectacular, de un rigor ejemplar. No hay nota que no sea iluminadora. Muchas explican situaciones que los amigos comentan de pasada y que el lector jamás hubiera imaginado o entendido sin el aporte de los editores. La correlación epistolar hace que el libro por momentos se lea como una novela.

Otro misterio de estos amigos: se escribieron mucho más de lo que llegaron a verse. Lo han hecho ver los editores. ¿Habrían tenido estos lazos de respeto y cariño si hubieran tenido que convivir más? ¿Si hubiesen pasado verano tras verano juntos, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de los Donoso y los Vargas Llosa? ¿Habrían tenido punto de encuentro, al menos en la conversación, entre las noches, los días, las semanas y los meses salvajes de Fuentes (mujeres, tragos, bailes, fotógrafos, reflectores, cámaras, beautiful people, cruceros, fiestas de amanecida) y la vida más bien oscura, recoleta, de Donoso?

Es misteriosa la amistad. Los editores Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos hicieron un trabajo espectacular, de un rigor ejemplar. No hay nota que no sea iluminadora. Muchas explican situaciones que los amigos comentan de pasada y que el lector jamás hubiera imaginado o entendido sin el aporte de los editores. La correlación epistolar hace que el libro por momentos se lea como una novela.

Es verdad que en la adolescencia ambos pasaron por el Grange. Pero como Donoso era cuatro años mayor, nunca supo que más atrás estudiaba quien llegaría a ser uno de sus grandes amigos. Es más: cuando Fuentes viene a Chile en 1962, con ocasión del Congreso de Escritores que organizó Gonzalo Rojas, Donoso, que estaba en la fila de quienes aguardaban un autógrafo de Fuentes con su ejemplar de La región más transparente bajo el brazo, no tenía la menor idea que ese escritor había pasado por las misma aulas que él.

Quizás el rasgo que más sorprende es que no se escribían solo para echarse flores. Se quisieron, pero no se adulaban. Por supuesto que hay momentos en que se elogian y en que incluso se sobregiran. Fuentes dice que en Coronación se puede reconocer en Donoso al Thomas Mann latinoamericano. En otro momento, le dice a su amigo Pepe cosas preciosas a raíz de Este domingo: “Nadie entre nosotros, como tú en los capítulos en bastardilla, ha logrado asimilar a ese grado de evocación y refinamiento las lecciones de Proust; nadie, en ese mundo de cuartos de criadas y celdas de prisión, la lección de Dickens, y nadie, sobre todísimo, en el conjunto, la lección de James, la lección del punto de vista y la distancia exacta frente a lo narrado”. Eso es bastante más que decirle, como se lo comenta en octubre de 1977, la siguiente frase de funcionario internacional: “No necesito decirte que considero nuestra amistad como de las relaciones más valiosas de mi vida”.

No es muy efusivo. ¿Una de las muchas? ¿Valiosas, qué quiere decir con valiosas? Donoso, siendo en cambio más cauto, va lejos en materia de sentimientos. Al margen de considerar que La región más transparente es la grandiosa novela pionera del Boom y para la cual solo tiene palabras de admiración, el novelista chileno le cuenta a su amigo que le gustó La muerte de Artemio Cruz, pero no tanto. Le dice que Aura no está mal y, tiempo después, finge que le gustó mucho. Donoso advirtió posiblemente antes que nadie que el trabajo novelístico de Fuentes iba a envejecer mal, como de hecho ocurrió. La región más transparente, por la cual, por ejemplo, Juan Emilio Pacheco y con él un largo cortejo de escritores latinoamericanos se cortaba las venas en los años 60, 70 e incluso en los 80, ya no es lo que fue. Por eso Donoso es muy franco, demasiado franco quizás, cuando en 1992 se fascina con el poderoso ensayo de Fuentes El espejo enterrado, publicado ese mismo año: “En cama he leído El espejo enterrado, que me deslumbra quizás más que todos tus demás libros, desde Aura. Tiene un horizonte magnífico, con esa España entre dorada y monacal de los Austrias y esa América de llano y esmeraldas”. Es duro decirle a un amigo: me deslumbra más que “todos tus demás libros”, porque “tus demás” son por lo bajo unas 20 novelas, unos 12 libros de cuentos y no menos de 25 libros de ensayos. Vaya franqueza. Poco menos que se los tira a la basura. “¡Qué estupendamente manejas los contrastes, que no son jamás juicios maniqueos, y en cambio se prestan mutuamente sombras y blancos!”. Más adelante, en la misma carta y respecto del mismo ensayo, remata: “Estoy realmente emocionado. Quisiera abrazarte para sentir físicamente tu ser, tal como me has hecho sentir la variedad palpitante de los tiempos infinitos de que hablas. Estoy feliz”.

Carta de Carlos Fuentes a José Donoso.

Donde sí Fuentes fue muy importante para Donoso, incluso decisivo, fue en un acceso —precario, errático, no muy exitoso en realidad, a la larga frustrante— a las redes de la industria editorial internacional. Fuente se movía como pez en el agua. Tenía astucia y olfato. ¿Habría sido tan amigo de Juan Goytisolo de no haber sabido que era el lector de Gallimard para la literatura latinoamericana? ¿No será por eso que le dedicó no uno, sino tres ensayos a su obra? ¿Habría tomado Fuentes tan en serio a Severo Sarduy si no hubiese sabido que tenía la llave en Éditions du Seuil? Donoso algo logró en este plano gracias al apoyo incondicional de Fuentes. Al menos se pudo zafar de las cadenas que lo ataban a Nascimento y Zig-Zag. Al menos pudo tener un agente literario, Carl Brandt, que miraba más allá de los Andes y que consiguió traducciones y ediciones importantes en otros idiomas. Después lo canceló y se fue con Carmen Balcells. Pero antes de eso alcanzó a ilusionarse con la posibilidad de que Gallimard lo editara y de que nada menos que Buñuel —viejo de mierda, porque lo ilusionó una y otra vez— lo llevara al cine, primero con El obsceno pájaro de la noche, después con El lugar sin límites. Ambas expectativas dieron lugar a frustraciones, hospitalizaciones, cuentas médicas, decepciones, derrotas. Es decir, todo aquello que Donoso llevaba fatalmente, al parecer, inscrito en sus genes.

¿Cómo un escritor tan político como Fuentes —en realidad no lo era tanto, aunque sí tenía el olfato político de un mandarín— pudo entenderse tanto con un escritor para quien la política significaba menos que la jardinería? Bueno, esos son los misterios de la amistad. Fuentes fue de los primeros aduladores de la revolución cubana, fue en Nicaragua nada menos el décimo comandante de la revolución sandinista y fue uno de los últimos que firmaron la protesta contra el régimen cubano a raíz del vergonzoso caso Padilla. A pesar de la relevancia que tuvo este sórdido incidente en las letras latinoamericanas el año 1971, este no es tema en la correspondencia con Donoso. Obviamente, fue un asunto casi traumático para Fuentes, pero curiosamente de ese episodio aquí no hay rastros en este libro. Fuentes, además de escritor, era un hombre de poder. No es por escribir bien que se captura la amistad de Bill Clinton, Jacques Chirac, Felipe González, Ricardo Lagos o Carlos Slim.

Con todo lo diferentes que pudieron haber sido, hubo, sin embargo, actitudes y fatalidades que compartieron y terminaron por atarlos.

Fuentes se sentía tan asfixiado e incómodo en México como Donoso en Chile. Las sentían como sociedades retrógradas, pueblerinas, pacatas y endogámicas. “Fuera de México —escribe Fuentes— mis energías se triplican, encuentro las amistades, la libertad y el respeto que quiero y necesito. Vivir en México es un acto de masoquismo, nada más”. Donoso, a su vez, no solo detestaba Chile. También llegó a odiar a España y llegó el momento en que no pudo más con los catalanes y por eso decidió devolverse a su patria. Vivió un tiempo en México, pero a muy corto andar salió huyendo. Portugal también lo sintió como una pesadilla y nunca disfrutó realmente su vida en las universidades gringas. Donoso fue hombre de ninguna parte. Fuentes, en cambio, se desenvolvía como nadie donde lo pusieran: en Nueva York, París, Barcelona, Cannes, Cambridge, Roma, Beverly Hills…

Odiaron la crítica literaria de sus respectivos países. Se sintieron despreciados, excluidos, incomprendidos. Alone admiró los primeros cuentos de Donoso, pero puso algunos reparos a Coronación. Ni Guillermo Blanco ni Ariel Dorfman ni Silva Castro quedaron satisfechos con Este domingo. E Ignacio Valente, a pesar de reconocerle varios méritos, ninguneó El obsceno pájaro de la noche, posiblemente la mejor novela chilena de todo el siglo XX.

Fuentes dice que en Coronación se puede reconocer en Donoso al Thomas Mann latinoamericano. En otro momento, le dice a su amigo Pepe cosas preciosas a raíz de Este domingo: ‘Nadie entre nosotros, como tú en los capítulos en bastardilla, ha logrado asimilar a ese grado de evocación y refinamiento las lecciones de Proust; nadie, en ese mundo de cuartos de criadas y celdas de prisión, la lección de Dickens, y nadie, sobre todísimo, en el conjunto, la lección de James, la lección del punto de vista y la distancia exacta frente a lo narrado’.

Fuentes también consideraba que la crítica mexicana era una manada extraviada de miopes e ignorantes. Lo fueran o no, puede ser discutible. Pero es imposible no recordar la exaltación que hace Christopher Domínguez Michael, uno de los críticos literarios más agudos de la región, de la obra de José Donoso, del cual dice que, sin ser un escritor especialmente dotado (“en él todo es trabajo y trabajo pesado”); sin tener el encanto y la frivolidad de Cortázar; sin ser tampoco el genio de la prosa como García Márquez ni ser “un geómetra de la novela como Vargas Llosa” —la observación es perversa, pero no deja de ser exacta—, “tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera ‘este manuscrito no, querido Carlos’”.

Hay momentos particularmente emotivos en este libro, y corren casi siempre por cuenta del autor de El obsceno pájaro, no obstante ser un sujeto de sentimientos complejos y encontrados, que a veces odiaba, lo amaba y no se entendía ni siquiera a sí mismo. El 10 de diciembre de 1967 Donoso le cuenta a su amigo: “Hemos adoptado una hija de tres meses, María del Pilar Donoso Serrano, que hace caca verde y tiene los ojos fijos y negros como dos botones recién cosidos”. Y cuatro años más tarde, en mayo del 71, a raíz de la muerte del padre de Carlos Fuentes, le larga la siguiente reflexión que prueba el gran escritor que fue y que sigue siendo: “Tu padre, según entiendo, era el gran afecto dado para ti, el que no tenías que cortejar ni rogar ni adornarte para merecer. Huérfano es una palabra dura y que nadie se merece, pero me imagino que, de alguna manera, a nuestra avanzadísima edad, es más dura y más definitiva. Le dije a Rita el otro día (Rita Macedo, actriz, primera esposa de Fuentes) que lo que tú necesitabas más era hundirte, deshacerte, tocar fondo. Es una crueldad decírtelo, pero quizás la muerte de tu padre, si eres el hombre que siempre he creído que eres, te hará tocar fondo. Perdóname si no puedo ser más efusivo y compadre. Te debo demasiado y eres de las pocas personas que quiero de veras, aun a pesar de nuestros frustrantes encuentros, para decirte lo siento mucho, Carlos, de veras. En cambio, sí, espero de veras que hayas tocado fondo y que vuelvas a salir. Un abrazo”.

Los dos vivieron de modo muy distinto un momento irrepetible de la historia literaria latinoamericana. Hasta Donoso, que era un pesimista sin vuelta, creyó que se podía tocar el cielo con las manos. Para qué decir Fuentes, que creyó por un asunto de puro espejismo haberlo tocado. El nouveau roman estaba por entonces en el suelo, bien merecidamente, por lo demás. La novela como género parecía fatigada en medio mundo. Y de pronto Hispanoamérica irrumpe sorpresivamente con la fuerza de un huracán. Las placas subterráneas estaban chocando. Comenzaban a emerger autores de una región hasta ese momento casi invisible si no fuera porque Darío, Vallejo y Neruda habían salido de ahí. Versos de atardeceres rosa, de llanuras salvajes, de barriadas miserables y de bosques oscuros, lluviosos, impenetrables y de fin de mundo. Pero faltaba que este Nuevo Mundo entregara sus historias. Eso fue lo que trajo el Boom. Largas, notables, singulares historias. Fue como un torrente que arrastró consigo todo lo que encontró a su paso. En estas cartas se escuchan el ruido y el ímpetu generados por ese torrentoso caudal. Debe ser eso lo que las vuelve tan vibrantes e ineludibles.

 

Imagen de portada: De izquierda a derecha: Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Donoso, en diciembre de 1972.

 


Correspondencia, José Donoso y Carlos Fuentes, edición de Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos, Alfaguara, 2024, 368 páginas, $22.000.

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