Este texto fue publicado por la académica colombiana en 2014, en el marco del Congreso Internacional SOCHEL 2014, y lo publicamos en memoria del cronista chileno fallecido en agosto de este año. Para la autora, las crónicas de Maturana (o Montañés, como firmaba) adhieren a lo que podría llamarse “realismo alucinado”, que en sus palabras sería “ese territorio casi indiscernible en que se transmutan las sensibilidades estéticas, las vivencias personales, la observación sociológica, e incluso los planos urbanos o topográficos de la experiencia, por medio de una voz que mira”.
por Mariana Serrano Zalamea I 17 Octubre 2023
La crónica condensa, en una línea fronteriza entre ficción y realidad, uno de los paisajes más fecundos que exploran las plumas latinoamericanas actuales. Una muestra de tal versatilidad es el chileno Marcelo Maturana Montañés (Londres, 1955 – Santiago, 2023). Durante casi dos décadas de exploración del género, indagó sobre la memoria y la identidad en la clave de la identificación e incluso desindentificación y ruptura de estereotipos a través del humor.
Marcelo Maturana fue un editor reconocido y solicitado por muchos escritores chilenos —durante algunos años trabajó en Alfaguara, luego de manera independiente— y, sin duda, con su destreza en el manejo de nuestra lengua mejoró muchos de los manuscritos de la narrativa chilena contemporánea. Además de sus piezas que están a medio camino entre la literatura y el periodismo, escribió ficción. “Las estaciones de la noche” fue el cuento con el que ganó el Concurso Paula en su edición de 2012. Sin embargo, otra serie de relatos, poemas e incluso una novela permanecen inéditos.
Maturana, que a veces firmó sus textos como Vicente Montañés —dos nombres “reales” para un solo escritor—, fue el autor de las columnas Corto de Vista y Nervio Óptico, difundidas en los periódicos chilenos La Nación y Las Últimas Noticias, respectivamente. Nunca publicó en vida un libro que reuniera un corpus significativo de sus piezas; esto es extraño hoy en día, cuando muchos compilan sus escritos que aparecen en la prensa. Actualmente, hay un proyecto de antología bastante adelantado que ojalá vea la luz más temprano que tarde.
En Corto de Vista y Nervio Óptico solía echar mano tanto a las remembranzas biográficas como a las referencias intertextuales para recrear, en lo que tal vez podríamos llamar “realismo alucinado”, ese territorio casi indiscernible en que se transmutan las sensibilidades estéticas, las vivencias personales, la observación sociológica, e incluso los planos urbanos o topográficos de la experiencia, por medio de una voz que mira. Es la suya, a menudo, una mirada anclada en la autorreferencialidad y la autoironía.
Maturana/Montañés es un ejemplo de una poética periodística dentro de la tradición literaria de la narrativa contemporánea. La prosa poética original e inconfundible del escritor chileno se caracteriza por su tonalidad humorística; con su expresividad evidencia la riqueza y la elasticidad del género en América Latina. En los textos de Corto de Vista y Nervio Óptico se activan mecanismos de identificación y desidentificación y en ellos el humor en el lenguaje ejerce como mecanismo que potencia los diversos engranajes creados en el texto. El humor en la escritura funciona como el recurso al cual se echa mano para expresar en otro tono las referencias a la realidad, y que se palpa en la reproducción de las voces cotidianas, en las exageraciones o caricaturas, en la fina ironía, por solo mencionar algunos ejemplos. En MM/VM, el humor es un guiño constante en las palabras, siempre presente entre líneas, a menudo obligando a una doble lectura por las alusiones que a primera vista son, valga la paradoja, invisibles.
Como títulos de sus columnas, Corto de Vista y Nervio Óptico aluden a la mirada. Una mirada autoirónica y aguda, insólita a ratos, con la que Marcelo Maturana (o Vicente Montañés) elaboró, entre los años 2005 y 2023, crónicas que condensan su expresividad sobre el contrasentido frecuente de las vivencias cotidianas. Asistimos a sus sensaciones de estar y no del todo en el tránsito por una existencia que a veces parece conmovedora y a veces absurda. Esta gama variada de textos configura un otero especialmente útil para explorar esa frontera siempre movediza entre el periodismo y la literatura.
El referente común en estos materiales diversos, publicados en La Nación de Santiago de Chile y en Las Últimas Noticias, LUN, en las columnas señaladas, es la experiencia personal y mental de la realidad cotidiana. Es, a menudo, una experiencia de la “derrota”, una suerte de pesimismo sonriente y escéptico que imprime una perspectiva particular de omnipresente melancolía a las columnas de MM/VM. Aparece la ciudad como territorio perdido y hoy degradado, la memoria, el paso del tiempo por los cuerpos, los habitantes de diversos espacios reales y alucinados, la inasible e inabarcable identidad mutante, la emocionalidad, el eros y la sensualidad.
Sus columnas están, quizás, mal caracterizadas como “de opinión” —aunque son escritos que cumplen todos los requisitos de estas: los textos de Maturana/Montañés van más allá de este formato, pues, en lo formal, conforman una poética que responde a una constante exploración estilística y a una afinación de la escritura. Podríamos decir que son más bien crónicas en el sentido laxo del término: lo externo pero también lo interno, lo verificable y también una suerte de asociación libre disparada hacia la invención. No se trata aquí de un “periodismo” que hace uso de técnicas literarias de composición narrativa para contar un suceso real o una noticia; más bien, estos textos están siempre (por estilo, por imágenes, por la elección del punto de vista y de los tópicos) estirando los límites de una columna de periódico convencional (si es que existe tal cosa, por otra parte), aun cuando eventualmente se refieran a sucesos reales. Aparece una innegable densidad poética que resulta de la creación de imágenes tejidas con filigranas entre palabras inimaginadas, de la unión de campos semánticos disímiles que luego casan de manera inusitada, o más bien mandan al lector en un vuelo hacia otros parajes de las palabras de nuevas metáforas o metonimias o figuras para atrapar sensaciones.
Así, MM/VM recurre, incluso al referirse a asuntos que suceden en la realidad, a diálogos insólitos, personajes convocados para la interlocución, atmósferas expresionistas, e incluso lo que el lector puede intuir como elementos ficticios que se amalgaman al referente real y facilitan su narración. Esos elementos se funden en los actos mismos que no sabemos a ciencia cierta si sucedieron efectivamente en la biografía de este escritor. Sería una suerte de trenza híbrida, un correlato real investido de cierta sutil irrealidad, pues ésta parece ser una escritura autorreferencial y experiencial.
La intertextualidad con la obra de otros escritores, o con narraciones ficcionales como películas u obras de teatro, casi siempre aparece en los textos de Corto de Vista o en los de Nervio Óptico. En este cronista chileno es posible encontrar expresiones que, sin explicitarlo, funcionan como “frases hechas” provenientes de la tradición de otras letras, o bien dichos de personajes políticos: por ejemplo, de Ciro Alegría, el propio Homero o Fidel Castro, fusionadas con un verso de un poema que, intuimos, ha sido escrito por el propio autor. Los referentes reales son aquí (en los párrafos citados) un incendio en Valparaíso hace años y una famosa visita del líder cubano a Chile en 1971. La conexión hacia ese pasado está dada por el grito de los queltehues (pájaros) y por las ensoñaciones de la madrugada: se unen así los años 2014 y 1971 en la experiencia mental simultánea del narrador insomne que añora, por otra parte, el antiguo ferrocarril que unía el norte y el sur del país.
En la crónica “Malos durmientes”, por ejemplo, se lee: “El verano me parece ancho y ajeno, y el mundo, ya está claro, es largo y ardiente como Valparaíso, cuyos viejos edificios ahora quemados deberían reconstruirse a la pata del ladrillo, y por dentro con fuentes y flores… En fin, quién dijo ‘aquí viene la aurora de rosados dedos’, si acá, en este pedazo de Santiago, la luz que se cuela por el ventanal es verdosa, anterior al sol. Oigo a unos queltehues que son tataranietos, o más, de aquellos que oí en la adolescencia segunda, cuando esta casa era nueva y un señor Allende recibía a otro que decía que alguna cosa debía hacerse ‘por la moral, por la moral, por la moral, por la razón, por la razón, por la razón’, mientras el que esto iba a escribir se dormía en unos pastos creo que de la Universidad Técnica de entonces, a media tarde de esa primavera del año 71, sin sacarse el uniforme secundario, incapaz de comprender nada, ni grande ni pequeño, aturdido de antemano por un sopor apolítico, insensible también a los aspavientos del amor, sentimiento revelado como ‘esa mentira / de la que juré ser cómplice un día’, según está escrito”.
El humor como artificio expresivo casi siempre está ligado a las más audaces búsquedas literarias —Bajtín habla de la bivocalidad—, por el doble registro que implica. En Maturana/Montañés se da como una autoironía que, a la vez que cuestiona el entorno, aparece como mecanismo que pone al “narrador” a dudar de sí mismo, a relativizar su propia mirada. Está, también, asociado a la ficción y al timbre de voces que recrean la oralidad. Así ocurre —en relación con los conflictos de pareja y a la ambivalente demonización de la sexualidad en el habla coloquial— en estas líneas, donde se oponen con sarcasmo la ficción de una novela “utópica” aún inacabada y el recuerdo de una anécdota de hace cuarenta años. Todo condensado en la célebre frase del “crimen que nos hace felices” del Marqués de Sade:
Los matrimonios eran (o serán) de a tres: dos mujeres y un hombre, o dos hombres y una mujer. Esto, según las autoridades, estimularía los celos: los ‘crímenes’ serían, mayoritariamente, pasionales y aplicados a alguien del mismo sexo. Y ocurrirían dentro del matrimonio, célula social primaria que, así las cosas, sobreviviría como núcleo procreativo pese a la muerte de uno de sus miembros… ¿Qué son, si no, los celos quemantes? Pero vamos a ello. Una distinguida profesional de la salud psíquica contaba que, cuando era adolescente, un año antes del golpe del 73 (que a tanto crimen institucional daría lugar), se divertía escuchando desde un segundo aparato los diálogos telefónicos de la asesora del hogar —la llamaremos Malva— con un cabo de la comisaría del barrio. ‘¿A qué hora sale hoy, Malvita?’, inquiría el funcionario de verde. ‘A las seeeis…’, decía la fámula. ‘Ya, a las seis nos juntamos… Y dígame una cosa, mijita, ¿cómo andamos pal crimen?’ ‘¿Pal qué?’, musitaba ella, como en la luna. El uniformado reía por lo bajo: ‘Usted sabe, Malvita, aquí en la comisaría somos muy maliciosos… Le llamamos el crimen a eso que…, usted me entiende’. Bueno, a eso que realmente nos hace felices. (“El crimen que nos hace felices”, 22-10-2008)
Hay textos que adoptan la fisonomía de un cuento que en este caso no es lineal. Maturana entrega una historia con duplicidad, como sucede en las narraciones cortas que siempre contienen un recuento oculto: el que suele ser, a ojos del lector, el más interesante, el que es necesario desentrañar, el que nos manda a otros mundos y abre otras miradas ocultas (Piglia). Es palpable esta cara que no es evidente en “Lisboa disuelta”, un texto donde la evocación pasa por la historia de la capital portuguesa, sus habitantes navegantes, y que de repente aterriza en un lugar clandestino de Santiago, donde dos amantes furtivos que se dan cita en un espacio que también llaman “Lisboa” para sus amores inconfesados y aparentemente condenados a una ficción:
Tengo un amigo que llamaba con ese nombre, ‘Lisboa’, a los aposentos secretos donde se reunía con una señora casada para obtener, a cambio de una historia ni triste ni alegre, la ilusión de tenderse en su camarote sentimental… Tomamos esa tarde muchas tazas de té, y me explicó, poniéndose cubitos de azúcar sobre la lengua, que aquella señora de ‘Lisboa’ le había ‘enseñado’ (es la palabra que usó) que el amor no existe, y que sus espejismos dulces son amargos entre los dedos, como azúcar disuelta. ‘Por lo menos, no existe en Lisboa’, agregó al ver mis cejas levantadas por el asombro… Hace años vi a la Lisboa real, calurosa y empinada, borroneada por el relumbre del sol en el agua, una ciudad-puerto donde se dice que desembarcó Ulises cuando se acercaba a las orillas del mundo conocido. Hoy Lisboa puede ser una frontera interior, cada uno sabe qué significa, y cada uno la construye sin darse cuenta, a su manera, quizás una ciudad que para sus habitantes de carne y hueso, si la vieran dentro de la cabeza del viajero que la busca, sería irreal o incomprensible.
En los textos de Nervio Óptico algunas veces el escritor deviene personaje que dialoga con una misteriosa prima llamada Raquel. Aunque los tópicos son variados, Vicente Montañés asume la postura de desmontar los lugares comunes en los que incurre la prima y para ello se pone él mismo en los márgenes, en la situación de no encajar en la ciudad, en las conversaciones con los amigos, en la familia y en la propia sociedad santiaguina. Expone sus dudas, sus debilidades, sus falencias y, en un juego autoirónico cuestiona las supuestas identidades que convocan a los diversos colectivos, como se lee en “Párpados a media asta”: “‘Qué te importa’, dijo [Raquel], ‘preocúpate mejor del país en que vives hoy en día’. O sea: oye, imbécil, ya estamos viejos para jugar a las escondidas. ‘Ok’, murmuré, ‘pero es que soñé que este país…’. Iba a contarle, también, que un experto chileno en educación confesó en la tele que detestaba la manera de ser de los chilenos. Pero me abstuve. A la siguiente noche apagué la lámpara, masticando un chicle conceptual. Este país en que vivo. Nicanor Parra dijo que Chile no era un país, sino apenas un paisaje. No sé adónde quería llegar con ese verso”.
Fabulaciones, soliloquios, recreaciones de escenas en espacios públicos y privados son los elementos de la ficción de los que echa mano para plantear preguntas sobre la “realidad” que lo interpela o situarse en un lugar del no lugar. En algunos recurre a la memoria de la infancia y la adolescencia de una época en la que aún el futuro se vislumbraba como una página en blanco, pero que al revisarla desde el presente le deja y nos deja a sus lectores la sensación de un tiempo vacío y nunca cumplido a cabalidad. Aunque a veces el referente sea, como en “Un manotazo en el pecho”, político y del todo real, suscitado por la inédita y catártica profusión de testimonios y debates sobre los crímenes de la dictadura, expuestos en la televisión chilena en 2013, al cumplirse 40 años del golpe de Estado:
Escuché testimonios espeluznantes de mujeres y hombres torturados en Tejas Verdes o en Villa Grimaldi, e inevitablemente me pregunté si mi persona hubiese resistido (probablemente no) sin enloquecer o degradarse un trance semejante. No sé si otros se preguntarán lo mismo. Es una maldita curiosidad y un extraño, injustificado sentimiento de ‘culpa’ por haber atravesado la dictadura prácticamente intocado. La única medallita en mi pecho es un fuerte manotazo ahí mismo, asestado durante una especie de allanamiento y acompañado de una pregunta bilingüe: ‘¡Anda diciendo dónde está my father!’. El padre buscado era el mío, por supuesto, no el de aquel advenedizo antropomorfo, agente-rata no sé si de la Dina o del Servicio de Inteligencia de la Fach, institución que interceptó y detuvo en otro lugar al autor de mis días.
Una obsesión recurrente en los textos de Nervio Óptico firmados por Vicente Montañés es la muerte. Esta aparece referida a sí mismo o a seres cercanos. Revive un encuentro pasado con su padre muerto —empático con otros más que con el hijo— en un café de una calle santiaguina pero que bien podría ser una ciudad francesa, en esos juegos infinitos como la cinta de Moebius a los que acude este cronista invitándonos a imaginar. Ese diálogo lo refiere, a su vez, a la novela Réquiem de Antonio Tabucchi, cuyos personajes gravitan en un estado entre la consciencia y la inconsciencia, lo onírico y lo real como la febrilidad de su propia escritura.
Recuerdo —escribe en “En un café de Lyon”— el episodio sobre ‘el padre joven’ del narrador en la novela Réquiem de Antonio Tabucchi. El padre soñado pregunta al hijo cómo fue su muerte. Puesto en los zapatos del narrador, yo diría: ‘No lo sé. Eso lo sabes tú, que —intuyo— la tenías pensada (…) Mi padre murió el año pasado, unas horas después de mi cumpleaños’.
Y, en el último Nervio Óptico que escribió Montañés —“Virar en U”— y que fue publicado el día de su propia muerte, el 19 de agosto de 2023, anuncia en forma profética: “Las docentes de la enseñanza básica o preparatoria no enseñaban lo básico: prepararse para morir. Este reproche solo tiene sentido ahora, medio siglo más tarde”.
Confluyen, entonces, en Marcelo Maturana/Vicente Montañés varios atributos propios de la crónica latinoamericana: una poética de la brevedad, el registro estilizado y elaborado de contextos locales y universales, y sin duda el cultivo cuidadoso de los diversos rasgos de este género textual. Este escritor logró crear atmósferas particulares en dos líneas, registró voces cotidianas, modismos, tonos que se oyen en la calle (demostrando un buen oído), en un muy corto espacio, se inventó pequeños relatos a veces coherentes o a veces inconexos pero que dan la sensación de que tocan los materiales profundos de la vida con gracia, humor lúdico y, al mismo tiempo, derrotismo y desesperanza. Hay, en suma, desde la lectura que propongo, dos voces que aparecen en las crónicas de Corto de Vista y los Nervio Óptico: el escritor que “fabula” como una voz irónica que recrea la vida, pero que parece saber que la sola estilización no es suficiente por sí misma, y la del cronista que sí conoce detalles “reales” del espacio que habita y que cuestiona esa ciudad que es insuficiente a todas luces por los desenlaces fatales de una modernización destructora del entorno y de la cual pareciera querer escaparse siempre. Entre las dos voces está el papel de los lectores activos que somos los responsables de reconstruir esa poética del espacio.
Memoria, ficción, realidad, narrativa… todas palabras que convocan el género textual de la crónica. Maturana/Montañés fue uno de los exponentes de las diversas perspectivas que se pueden explorar en América del Sur dentro del género. El columnista y narrador chileno se paró desde la orilla más próxima a la ficción, la perspectiva personal y la autoironía que se nutría de múltiples referencias a otros escritores, de las frases hechas a las que daba una vuelta insólita, de la sensorialidad de una conciencia escéptica puesta en el mundo.