Cuando el amor y la locura se cruzan

por Andrea Kottow I 3 Agosto 2016

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Entender el amor como una especie de locura y comprender, por otro lado, esta última en tanto resultado del delirio amoroso, pareciera ser tan antiguo como las raíces de nuestra cultura occidental. Pero, ¿qué sucede si el cruce de amor y locura es subsidiario a ambos? Un segundo momento de los dos. Como si el personaje enamorado y el personaje loco fueran dos figuras nacidas de una sola. No se trata de un amor loco, ni de un amor que hace perder la razón; tampoco de cifrar el afecto desde la alienación. No se trata, entonces, de explorar tanto el sentimiento amoroso así como la sinrazón desde un modelo de interdependencia, sino a partir de experiencias paralelas que atraviesan a un sujeto. No a cualquier sujeto, sino a uno escritural. Este es el experimento que propone Wolf Wondratschek en su Cartas de Kelly, novela epistolar publicada en Alemania en 1998, y que ahora es puesta a disposición del lector hispanoparlante en una cuidada edición de Editorial Herder.

¿Qué es una carta de amor? ¿Una demanda de amor? ¿Exige toda carta de amor una respuesta? ¿Una que afirme a quien escribe que no está hablando solo? ¿Decir “te amo” es un requerimiento de reiteración de la misma fórmula? ¿Un “te amo” que regresa las palabras, confundiendo a los amantes en un loop potencialmente infinito de un amor que se dice a sí mismo?

En la novela de Wondratschek se problematiza este esquema, al momento de poner a disposición del lector las cartas de W a Kelly, pero imposibilitando la lectura de las respuestas de Kelly a W. No porque esta no le conteste; sabemos que lo hace, también porque las cartas de W a Kelly se colman de alusiones a la escritura de la amada. Las cartas están, pero son, al menos para nosotros, ilegibles. Son, entonces, un extraño injerto visual en el libro: dibujos, imágenes, curvas que suben y bajan, líneas que serpentean, borraduras y tachaduras que corrigen y rectifican. Fueron elaborados por la artista visual Lilo Rinkens para la novela de Wondratschek.

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Lo que sí leemos son las cartas de W a Kelly. W que se vuelve loco y es ingresado a un psiquiátrico. Tras excesos de todo tipo –hay drogas, alcohol, falta de sueño, lecturas y escrituras involucrados–, W se interna. Acá se siente bien y prefiere permanecer cobijado entre otros locos, cuyos delirios relata con cariño, y entre médicos, a los que insiste en su enfermedad para que no lo den de alta. ¿Está realmente loco W? ¿Será que este loco es quien escribe todas las cartas, respondiéndose las suyas con aquellas líneas y curvas, que solo su locura puede traducir a la inteligibilidad?

La novela renuncia a explicaciones, residiendo en su ambigüedad probablemente su mayor encanto. Es una novela extraña, peculiar y muy bella. Un texto en el que resuenan voces, como la de Georg Büchner o de Rainald Goetz, pero que al mismo tiempo reafirma el lugar que Wondratschek ocupa dentro del panorama literario alemán, resistiéndose a modas y tendencias, experimentando con formatos, voces y tonos. Una novela epistolar que nos obliga a interrogarnos respecto de la naturaleza de quién escribe cuando se escribe una carta. En este caso son cartas entre las que media una distancia enorme: tanto geográfica –W está en EEUU y Kelly vagabundea por diversas ciudades de Europa– como simbólica, porque Kelly quiere, si le creemos a W, que él vaya a buscarla, mientras que él desconfía de la presencia en tanto garante de una relación amorosa feliz. El amor de W a Kelly no tiene nada que ver con la presencia ni con la posesión. Hace recordar, en este sentido el amor que profesaba Flaubert a Louise Colet. Es un amor que parece residir en una profunda inscripción del otro en el yo.

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