“Hasta ahora había aprendido a escalar montañas, a bajarlas, a buscar caminos en ellas y a evaluar sus desniveles. Pero nunca las había mirado”, escribe Sylvain Tesson en La vida simple, una suerte de diario que registra sus días en Siberia y que refleja que más que un aventurero, el narrador francés es un aventuroso: ese que se mueve en estado de exploración por la exploración misma, es decir, en búsqueda de un estilo de vida que aspira, también, al contacto directo con la naturaleza. ¿Va por ahí la resistencia al consumo y a la hipertecnologización de la vida actual? ¿Es Tesson un nuevo Thoreau?
por Hernán Ronsino I 9 Febrero 2021
Georg Simmel publica en 1910 el ensayo Sobre la aventura. Allí plantea un paralelo entre el concepto de aventura y la obra de arte. Tanto la aventura como la obra de arte se escinden de la vida cotidiana, del fluir constante y repetitivo de lo cotidiano para volverse, dice Simmel, una isla. Y es, precisamente, en esa ruptura, en esa isla que se abisma y entraña riesgos, donde la aventura y la obra de arte se configuran como verdaderas y profundas experiencias vitales.
Sin embargo, Simmel pronostica que las pulsiones vitales que renuevan la experiencia de estar en el mundo, que nos enfrentan a lo desconocido y nos lanzan, así, a la aventura, tienden a reducirse. La vida moderna se perfila hacia una vida cosificada, que nos aleja de la naturaleza y que, a su vez, la modifica irremediablemente. Esta idea es la que, luego, Benjamin desplegará en torno al concepto de experiencia, al empobrecimiento de la experiencia en un mundo cada vez más mediado por la técnica y al, consecuente, empobrecimiento de la figura del narrar. “Ya no se cuentan experiencias”, dice Benjamin, “se transmiten datos, pura información”.
Esos pronósticos que se lanzan a principios del siglo XX, ¿cómo pueden ser pensados hoy? ¿Cómo pensar la posibilidad de la aventura cuando los embriones que imaginan Simmel y Benjamin no solo han brotado sino que, con ellos, se ha diseñado una sociedad gobernada por el algoritmo más sofisticado, una sociedad cada vez más radicalmente alejada de la naturaleza?
Cuando se presenta a Sylvain Tesson siempre se dice que es un escritor aventurero. Un francés nacido en 1972 que ganó el premio Médici y el Renaudot con una obra que no es otra cosa más que una condensación de sus experiencias. La clásica fórmula del viajero pareciera manifestarse en la obra de Tesson. Es decir, primero se vive, se sale a la aventura, se explora el mundo y luego o, al mismo tiempo, se lo escribe. El escritor así funcionaría como el doble del viajero.
Sylvain Tesson, por ejemplo, subió al Himalaya, recorrió en bicicleta el mundo entero, en sidecar el camino de regreso que hizo el ejército de Napoleón desde Rusia, hasta el propio palacio de los Inválidos en París. Amante, también, de escalar los tejados de las iglesias, Tesson sufrió un severo accidente que lo tuvo tres meses en coma y del cual salió con una parálisis facial que, sin embargo, no afectó sus capacidades intelectuales.
Es decir, Tesson es un hombre que trata de reinventar todo el tiempo la pulsión de la aventura. Esa pulsión la sale a buscar lejos de su hogar –en el Himalaya– o en los mismos tejados de las iglesias de París. De esta manera, la aventura funcionaría en Tesson en los dos sentidos que propone Simmel: como fuente de vitalidad y como obra de arte.
Pero nadie obliga a nadie a subir el Himalaya, dice Vladimir Jankélévitch en otro de los libros centrales para pensar este tema: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Allí Jankélévitch marca una diferencia entre la figura del aventurero (ese que avanza, explora con un fin lucrativo) del aventuroso (ese que se mueve en estado de exploración por la exploración misma, es decir, en busca de un estilo de vida). Tesson, no solo como lector de Jankélévitch sino también como pensador del tema en libros como Élogie de l’énergie vagabonde o en Un été avèc Homero, muestra claramente que sería, entonces, más que un mero aventurero, un viajero aventuroso.
En 2010 Sylvain Tesson emprende uno de sus nuevos desafíos. Pero, en este caso, hay algo diferente a las anteriores aventuras. Se trata de confinarse durante seis meses, de febrero a julio, en una cabaña junto al lago Baikal, en Siberia. Se llevará un puñado importante de libros y de alcohol. Tratará de hundirse en esa trama natural –con animales salvajes, con temperaturas bajísimas–, mimetizarse con el entorno y poder estar solo: que la soledad de la naturaleza se encuentre con la suya, ese pareciera ser el lema. En esta experiencia, entonces, a diferencia de las anteriores, Tesson buscará viajar estando quieto: “Hasta ahora había aprendido a escalar montañas, a bajarlas, a buscar caminos en ellas y a evaluar sus desniveles. Pero nunca las había mirado”. Y así escribe un diario que registra esa mirada, sus días en Siberia y que se llama Dans les forets de Sibérie o, como se publicó en español, La vida simple.
Algunos vieron en este viaje una especie de réplica de Thoreau, una réplica paródica. En 1854, Thoreau publica Walden o la vida en los bosques. Allí, como se sabe, cuenta su retiro en una cabaña, construida por él mismo, en tierras cedidas por Emerson en Walden Pond. Pasará un poco más de dos años, solo, en medio de una naturaleza que se ve, poco a poco, amenazada por el desarrollo de las fuerzas productivas del “progreso”. “La naturaleza, dice Thoreau, es el único sitio donde uno puede ser libre”. Y allí intenta, de alguna manera, como militante de la desobediencia, resistir en la naturaleza.
Si bien hay un profundo paralelo con la experiencia de Thoreau, lo que hace Tesson en Siberia es otra cosa. Y, fundamentalmente, es otra cosa porque sobre la aventura de Tesson están los efectos del desarrollo tecnológico y la sociedad de consumo. El 29 de marzo dice en el diario: “Recuerdo mis jornadas en la ciudad. A la tarde bajaba a hacer la compra. Deambulaba entre las estanterías del supermercado. Con gesto taciturno tomaba el producto y lo echaba en el carrito: nos hemos vuelto cazadores recolectores en un mundo desnaturalizado”.
Allí está el punto que marca una enorme diferencia con la experiencia de Thoreau. El mundo industrial se vislumbraba a mitad del siglo XIX como una amenaza irremediable, Thoreau huye y combate esa amenaza desde la naturaleza; en cambio, Tesson huye de los efectos y las ruinas que provoca la sociedad de consumo. “El retiro es rebelión. Irse es escapar de la sociedad de control”, escribe. Pero no solo será difícil encontrar espacios donde impere esa soledad anhelada; también será difícil encontrar una zona donde la naturaleza no esté alterada por la mano de las personas de un modo directo o diferido. Unos pocos días después de haber recorrido kilómetros, atravesado el lago congelado para llegar, finalmente, a destino, oye un ruido afuera de la cabaña, lo registra el 19 de febrero. Un grupo de Irkutsk seguidores del partido de Putin dan la vuelta al lago en ocho días y acampan cerca de la cabaña de Tesson con sus motores y su prepotencia: “Se abate sobre mi isla justo lo que me había hecho huir: el ruido, la fealdad, el gregarismo testosterónico”, escribe.
¿Hasta dónde puede retirarse, verdaderamente, el ermitaño en el mundo contemporáneo? Además de esos intrusos que irrumpen con su ruido, Tesson muestra la dificultad de mantener distancia del ruido informativo, de estar ajeno al movimiento del mundo. Una mañana, ya con el lago descongelado, una canoa se arrima a su cabaña. Es un ruso que quiere preguntarle si en París está ocurriendo una revolución. “¿Qué está pasando en las calles de París?”, le pregunta. Tesson no sabe lo que ocurre, pero imagina una hipótesis. “No es una revolución, arriesga, prenden fuego a los autos porque buscan un espacio en la vida burguesa”. El ruido no solo viene de afuera. La contradicción con la búsqueda del eremita se manifiesta en el propio Tesson. A lo largo de varios momentos de su retiro recibirá la visita de un par de realizadores que lo filmarán, dejarán registro grabado de su vida en la cabaña.
Ese registro se puede ver en un documental que lleva por título: 6 mois de cabane au Baïkal. De modo que el aislamiento profundo se da en pequeñas cápsulas de tiempo. Y el ermitaño se transforma, de esta manera, en una especie de actor. Por un lado, Tesson lee poemas chinos, escribe un diario, saca el agua de las profundidades y consigue su comida, “el ermitaño va a las fuentes”, dice; pero por otro lado un equipo documental rompe ese silencio para convertirlo en imagen exótica. Allí surge la contradicción. Y allí se ven las huellas de una época haciendo, pareciera ser, imposible la búsqueda original.
Cuando esas cápsulas de aislamiento se instalan en el relato del diario, la relación que Tesson traza con la naturaleza que lo rodea es deslumbrante. “El día tiene una sucesión de puntos fijos cuya recurrencia constituye un solfeo”, escribe a mediados de mayo cuando la primavera empuja desde adentro del lago. Podríamos decir que el confinamiento de Tesson va del invierno al verano. Y en esa secuencia desfilan diferentes animales, diversos pájaros de acuerdo con las temperaturas y de acuerdo con el deshielo del Baikal, el lago más profundo del mundo. Los ruidos que va lanzando desde fines de abril y el proceso lento de deshielo le ponen una intriga al relato. Tal vez en esas observaciones que registra, en los recorridos que hace, en la relación que construye con el entorno esté lo más destacado del diario y de su experiencia.
La vida simple plantea, de algún modo, la dificultad que posee la sociedad contemporánea de relacionarse con la naturaleza y con su propia intimidad de un modo distinto a los parámetros virtuales que impone. El aislamiento de Tesson es un intento de retorno a la experiencia. Y es un intento porque lo hace desde este siglo, desde la cultura francesa, desde su lógica. Pero hay, al menos, un intento de reconectar con lo perdido. En ese sentido, el gesto romántico de Tesson no es un gesto anacrónico sino un gesto hacia el futuro, un esbozo de utopía individualista que busca reconstruir un vínculo posible con una naturaleza que ya no existe. El 30 de marzo deja en claro cuál es su posición en relación a esa utopía: “El ermitaño no pide ni da nada al Estado. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Ser un lucro cesante debe ser el objetivo de todo revolucionario”. Y en esta cita que recupera de Walt Whitman termina de dejar en claro su postura: “No tengo nada que ver con este sistema, ni siquiera lo necesario para oponerme a él”.
La ruina de la aventura o la imposibilidad del eremita en el mundo actual atraviesan el experimento de Tesson. Pero es esa ruina o imposibilidad, curiosamente, la que gatilla la escritura del diario. Sospecho que es ahí, en la escritura –más allá de la búsqueda de vivencias extremas– donde habita, sigue habitando, una forma posible de aventura. En especial, en esa tendencia de escrituras contemporáneas que sitúan al yo o a lo autobiográfico como materia narrativa (Karl Ove Knausgård, Camila Sosa Villada, Édouard Louis, por dar algunos ejemplos); y creo que eso puede ser así porque vuelven a poner, no solo al cuerpo, sino a una vida como campo de experiencia, como fuente de vitalidad. En esa búsqueda pareciera inscribirse, finalmente, también la aventura imposible de Tesson.
La vida simple, Sylvain Tesson, Alfaguara, 2019, 240 páginas, $14.000.