El autor de Poeta chileno escribió el prólogo —que se reproduce a continuación— a la reciente edición de El obsceno pájaro de la noche para el mercado anglosajón, editada por New Directions en una traducción revisada por Megan McDowell. En él recuerda sus primeras lecturas de Donoso, el efecto de lo que puede llamarse la “operación Bolaño”, además de hacer dialogar la novela con los diarios de Donoso y el libro de su hija Pilar. Al momento de indagar en los temas, es elocuente: “Anormalidad, esterilidad, enfermedad, deformidad, herencia, paternidad, identidad, monstruosidad (…). El listado de temas de esta novela demuestra tanto su riqueza como la inutilidad de reducir a contenidos una obra que aspira a describir la complejidad abigarrada de la experiencia humana”.
por Alejandro Zambra I 16 Agosto 2024
José Donoso solía decir que para él las palabras casa y novela eran prácticamente sinónimas, y tal vez tenga sentido colgarse de esa metáfora, en apariencia tan sencilla, a la hora de abordar El obsceno pájaro de la noche, una novela-experiencia tan compleja como fascinante, que quizás cabría comparar con esas enormes casas abandonadas a las que alguna vez entramos con el corazón en la mano, temerariamente, conscientes de que era posible que nos perdiéramos para siempre en sus habitaciones.
Desde su publicación en 1970, la recepción de El obsceno pájaro de la noche ha combinado numerosos elogios apasionados con una que otra defenestración tajante —la más notoria en las últimas décadas se la debemos a Roberto Bolaño, quien calificó la novela como “ambiciosa e irregular”, que es más o menos lo que suele decirse de todas las novelas voluminosas, incluidas las indiscutibles obras cumbre del propio Bolaño. (Me acuerdo de la chistosa defensa de Pablo Neruda que hizo Nicanor Parra: “Para algunos lectores exigentes / el Canto general es una obra dispareja / La Cordillera de los Andes / Es también una obra dispareja / Señores lectores exigentes”).
En cualquier caso, no parece que la breve pieza que el autor de 2666 le dedicó a Donoso tuviera otra intención que revolver el gallinero, molesto ante la unanimidad con que el medio literario local —al que Bolaño, que se fue de Chile en la adolescencia, no pertenecía— celebraba y consagraba a Donoso: “Desde los neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de la derecha hasta los matones de la izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman sus discípulos”, sentenció, y sus palabras consiguieron generar un escándalo al menos momentáneo.
Por fortuna ya parece lejana esa sobresimplificación del espacio literario que transforma a los escritores en boxeadores eternamente dispuestos a agarrarse a combos o a hacer el amor. Más allá de las tensiones canónicas —zanjadas, de todas formas, para el caso de esta novela, por el mismísimo Harold Bloom—, efectivamente a lo largo de su trayectoria fue frecuente que Donoso fuera catalogado o erigido como un “escritor nacional” o un “clásico chileno” o un “escritor unánime”, categorías de por sí complejas, que generan malentendidos y suspicacias. Bolaño entendía que Donoso era, por así decirlo, un “profeta en su tierra”, y quizás tenía razón, aunque estos asuntos son tan resbalosos; es muy probable que el propio Donoso, ausente de Chile durante buena parte de su vida, hubiera discrepado, pues son muchos los indicios de que su relación con el medio local era difícil y de que consideraba que el reconocimiento de su obra había sido esquivo o tardío.
En cuanto a mi generación, no teníamos edad ni credenciales para reclamarnos discípulos de Donoso y nos acercamos a sus libros con suma naturalidad: su figura parecía haber estado siempre en el canon y sus libros comparecían en las listas de lecturas escolares, lo que pudo habernos espantado pero el hecho es que sus novelas aguantaban nuestras preguntas, nuestros prejuicios, nuestras eventuales miopías y veleidades.
Debo haber tenido 12 años cuando un pasajero despistado olvidó en el taxi de mi tío Fidel ejemplares de Poemas de un novelista y El jardín de al lado, dos libros de Donoso que no alteraron mi adolescencia pero que leí con interés. No eran, por cierto, las obras ideales para ingresar al universo donosiano, quizás por eso afronté luego con cierta desconfianza su novela Coronación. Recuerdo que la comentamos larga y minuciosamente, en clases que prometían ser tediosas pero fueron, en cambio, apasionantes. También leí para el colegio algunos relatos de Donoso y sus Tres novelitas burguesas (que nuestro profesor eligió para contrariar a sus colegas, que querían que leyéramos, justamente, El obsceno pájaro de la noche). Y en adelante lo seguí leyendo por mi cuenta, sin la perspectiva de controles de lectura ni jornadas de análisis. Mentiría si intentara precisar qué me atraía de sus libros entonces, simplemente me gustaban. Conjeturo que en ese mundo de la clase alta chilena, para mí tan distante, llegaba yo a reconocer conflictos y personajes dolorosamente cautivadores y próximos.
Solo una vez vi a Donoso. Una tarde de 1993, a los 17 años, con un amigo un poco mayor, que ya estaba en la universidad, Enrique Saldaña, nos colamos en un homenaje no a Donoso sino a Antonio Skármeta, que se celebraba en la Biblioteca Nacional. Ni siquiera sabíamos que José Donoso participaría del homenaje, y verlo en el escenario de la Sala Ercilla fue emocionante por partida doble, porque justo estaba yo leyendo su novela Casa de campo, que tenía en la mochila.
—Ando con una novela de Donoso —le dije a mi amigo cuando ya pensábamos en irnos, pues llevábamos como media hora adheridos a la pequeña multitud que disfrutaba del cóctel posterior al evento.
—Aprovecha de pedirle una firma —me dijo Enrique.
Parecía fácil, la verdad. A 10 o 20 pasos de nosotros, copa en mano, el escritor conversaba con unas señoras o más bien las escuchaba y asentía.
—No me atrevo —confesé.
—Pídesela, huevón, si a los escritores les encanta firmar sus libros, parecen tímidos, pero son todos súper egocéntricos.
—De verdad no me atrevo, me da pánico.
—Pásame el libro a mí y yo le digo que me llamo como tú —me propuso Saldaña.
Así que eso hicimos. Saqué el libro de la mochila, se lo di a Enrique, y nos acercamos a Donoso con toda la escasa elegancia de que éramos capaces. Mi amigo, muy canchero, le pidió la firma sin preámbulos.
—Encantado —respondió Donoso, sacando un lápiz bic del bolsillo—. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Alejandro Zambra.
—No —dijo Donoso, con una semisonrisa, mirándome de reojo pero apuntándome con el índice de la mano derecha—. Él se llama Alejandro Zambra.
Donoso firmó mi ejemplar de Casa de campo valiéndose de alguna fórmula rutinaria y no dijo nada más. Durante un tiempo convertí el recuerdo de esa escena en una especie de señal imprecisa. Pero no había nada extraño, por supuesto, en la reacción de Donoso: con solo entrever el momento en que yo le entregaba el libro a mi amigo, el escritor había descifrado nuestra precaria estrategia. De seguro le parecimos una dupla digna de interés: un chico uniformado de escolar y su amigo vestido de hippie, infiltrados en una fiesta más bien modesta y aburrida que solo para nosotros era extraordinaria.
Recuerdo que terminé de leer Casa de campo con la sensación a la vez cálida e intimidante de que el autor estaba ahí presente. Aún hoy, 30 años después, cuando leo y releo sus libros, por momentos siento que Donoso sigue ahí, a 10 o 20 pasos de mí, mirándome de reojo.
Leí finalmente El obsceno pájaro de la noche a los 20 o 21 años, es decir, en los tiempos en que quería leerlo todo y leerlo bien, por amor a los libros pero también para ahuyentar de una vez y para siempre esa penosa sensación de ignorancia que nos echaban en cara nuestros profesores.
Estudiar literatura es hermoso y peligroso. Decidimos ese destino porque fuimos simplemente incapaces de refrenar el entusiasmo, pero para algunos la Facultad funcionó más bien como un Sanatorio y dejaron de escribir y empezaron a leer de otra manera. Una obra como El obsceno pájaro de la noche era para mí, en este sentido, una prueba de fuego; conocía bien la obra de Donoso y sin embargo pensaba que no podía solamente limitarme a leer su presunta obra maestra sino que además debía estudiarla.
Casi por osmosis, a esas alturas, sabía cosas de la novela; digo que “sabía cosas” porque, como suele suceder con las obras singularmente difíciles de resumir, mi idea previa de la novela se asemejaba, más bien, a la que tenemos de una persona acerca de la cual hemos escuchado cientos de rumores en los pasillos. Sabía, por ejemplo, de esas sirvientas ancianas que, después de criar a los hijos de la aristocracia chilena, viven amontonadas en una casa de reposo, dedicadas a custodiar celosamente sus cajones repletos de chucherías inservibles. Y sabía que esas viejas esperaban la llegada de un niño santo y que pasaban las horas distraídas en pelambres y en el discutible alivio de sus numerosos achaques. Y conocía también la historia del patriarca que, al conocer a su hijo deforme, piensa en matarlo, pero enseguida decide recluirlo y convertirlo en protagonista de un mundo a la medida, rodeado de gente deforme, con monstruos de primera, segunda y tercera clase, de manera que el niño crezca creyéndose normal.
A pesar de estas informaciones previas (quiero decir: a pesar de que sabía en lo que me estaba metiendo), recuerdo mi impresión ambigua al emprender la lectura. A la altura quizás de la página 100 tuve que admitir que el prurito de detectar técnicas y trucos estaba estropeándolo todo. Y el pensamiento acerca de la presunta grandeza de la novela me distraía de la lectura. El problema, por supuesto, no era de la novela, sino mío: lo estaba pasando pésimo, así que retrocedí, diría que doblegado, y reemprendí la lectura con una especie de renovada humildad. Quizás este falso arranque me sirvió para resituarme en el lugar de quien presencia un sueño ajeno y por momentos, con el libro abierto, apoyado transitoriamente en el pecho, siente que experimenta un sueño propio. (Esto no tiene ninguna importancia, pero no puedo evitar consignar aquí que, durante estas últimas semanas, mientras releía y repasaba la novela, he soñado dos veces que estaba leyéndola, lo que en cierto modo me alivia, porque de haber soñado que estaba viviéndola, esos sueños habrían sido, casi con total seguridad, pesadillas).
Al segundo intento sí logré entrar a ese mundo ya familiar del Donoso que conocía de otros libros, un mundo reconocible pero elevado a una potencia diferente, disidente, extrema; liberado, sobre todo, de esas señales amistosas que en sus otras novelas —y en la amplia mayoría de las novelas, por cierto— son como discretos carteles según los cuales orientamos nuestros pasos. En El obsceno pájaro de la noche Donoso no suaviza, no edulcora; más bien caricaturiza y descaricaturiza enseguida a sus personajes, como si en eso consistiera el bordado, de manera que más temprano que tarde aceptamos ese realismo consciente y consistentemente imperfecto, y esa extrañeza se proyecta a lo largo de una novela en que los mitos y brujerías y creencias son parte de una cosmovisión que incluye elementos proteicos plenamente incorporados a la experiencia del mundo.
Anormalidad, esterilidad, enfermedad, deformidad, herencia, paternidad, identidad, subalternidad, monstruosidad, explotación, paternalismo, locura, paranoia, senectud, incomunicación… El listado de temas de esta novela demuestra tanto su riqueza como la inutilidad de reducir a contenidos una obra que aspira a describir la complejidad abigarrada de la experiencia humana. Aunque es posible clasificar El obsceno pájaro de la noche como “realismo mágico” —una categoría que Donoso detestaba, probablemente por reductiva y simplificadora— o cotejarla con la conceptualización de Alejo Carpentier acerca de “lo real maravilloso” o meterla en varios otros cajones, la novela se resiste de antemano a ser clasificada y hasta es refractaria a su mera condición de “novela”. Esta disidencia se vincula principalmente con la figura de Humberto Peñaloza, aka el Mudito, el personaje-narrador que también podemos entender como vacilante protagonista y que es quizás quien lo imagina todo en un solo delirio entrecortado que podemos llamar “monólogo interior”, aunque, de nuevo, los conceptos aquí ayudan poco; quizás, eventualmente, nos ahorran algunas palabras, que es para lo que sirven los conceptos, pero en ningún caso son suficientes para encauzar la lectura, que por largos pasajes fluye sin que distingamos los afluentes ni los emisarios de la corriente principal.
Naturalmente, El obsceno pájaro de la noche es la novela que más veces expuso al autor a la ingrata situación de tener que explicarse. Para un escritor explicar un libro propio es casi igual de incómodo que para un comediante explicar un chiste, pero Donoso afrontó el problema con hondura y decoro y sentido del mito. “Yo no escribí esta novela, esta novela me escribió a mí”, dijo en 1970, con el libro recién publicado, una frase que suena solemne y hasta melodramática y efectista (además de repetida, pues varios autores han apelado a la misma fórmula), pero a la postre parece pertinente. “En esta novela creo que me desbando completamente y lo que me interesa es darles caza a los fantasmas, o no darles caza a los fantasmas, sino que ver qué es fantasma y qué soy yo”, explicó, y remató: “Como lo diré… escribí esta novela un poco para saber quién soy”. Donoso solía hablar de este libro como un convaleciente o directamente como un sobreviviente, aunque por momentos también parecía un simple enamorado recordando los años dorados de un noviazgo difícil pero espectacular.
Él mismo se encargó de difundir en entrevistas y en una larga crónica titulada “Claves de un delirio”, la versión oficial del proceso de escritura, que es una novela en sí misma, espectacular y casi insoportablemente burguesa. A grandes rasgos, la historia comienza en los años 60, cuando Donoso acababa de casarse y la pareja vivía provisoriamente en las afueras de Santiago, a la espera de que unos amigos arquitectos terminaran de edificar una espléndida casa en Los Dominicos, regalo de matrimonio de los padres de la novia. Los días de Donoso transcurrían entre su trabajo como periodista y su afición por dibujar a su mujer desnuda, y la lectura admirada de las novelas recientes de Alejo Carpentier, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que le parecían ambiciosas y originales y le despertaban y confirmaban la convicción de emprender en el futuro aventuras similares, aunque por lo pronto, cuando miraba su flamante máquina de escribir —otro regalo, esta vez de sus padres, tras un viaje reciente a Europa— se prometía más bien escribir una novela “muy sencilla y muy clara”, “algo no muy corto, que no me tome más de un mes”, que le permitiera volver a publicar pronto y no quedarse atrás.
Sin embargo, cuando Donoso finalmente se sentó frente a la máquina de escribir, le salió este espléndido e impactante fragmento ominoso, que no es el primero de El obsceno pájaro de la noche, pero figura tres veces —con mínimas variantes— en la novela, y funciona como el comienzo de una de sus tramas: “Cuando Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí mismo: ese repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba, ese rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos… era la confusión, el desorden, una forma distinta pero peor de la muerte”.
Muy lejos de facturar la novela expedita y descomplicada que se proponía, Donoso emprendió su monstruosa novela sobre monstruos, cuya escritura lo acompañó o más bien lo arrastró a lo largo de siete u ocho años, durante los cuales parecía que la novela conseguiría poseerlo, aniquilarlo, como en teoría estuvo a punto de ocurrir hacia el final de la escritura. Obligado por la necesidad económica —es tan frecuente la opulencia en el mundo de Donoso que me cuesta tomar en serio la insistencia en la falta de dinero, pero bueno, aceptemos este dato; aceptemos que Donoso, como él dice, necesitaba ese trabajo “para sobrevivir”—, obligado por la (presunta) necesidad económica, digo, Donoso se va a Fort Collins, Colorado, a enseñar durante un trimestre, pero nada más llegar sufre una hemorragia de úlcera, la tercera de su vida, y debe ser intervenido de urgencia, y tras una operación complicada le dieron morfina, sin saber que era alérgico a ese medicamento.
“Tuve, relata Donoso, un increíble acceso de locura, con alucinaciones, paranoia y, sobre todo, un terror más ancho que la vida, cada dolor, cada humillación, cada agravio estalló en un algo enorme. Era la esquizofrenia. La política, el sexo, los prejuicios raciales enterrados, todos esos elementos adquirieron en esas alucinaciones otra vida… más grande”. De esa experiencia surgió, según el autor, la estructura final de la novela.
Hay evidencias de que las elaboraciones autobiográficas de Donoso estaban salpicadas de amables exageraciones y oportunos acomodos que no deberían sorprendernos, por supuesto, tratándose de un novelista. Gracias a la reciente edición de sus diarios, por ejemplo, realizada estupendamente por Cecilia García-Huidobro, encontramos que la idea original de El obsceno pájaro de la noche es anterior en dos o tres años a la fecha declarada por Donoso en las entrevistas, puntualmente de comienzos de 1959, cuando no estaba casado y vivía en Buenos Aires en una situación que le permitía menos proyecciones que la versión literaturizada que decidió propagar.
La lectura de esos mismos Diarios y de Correr el tupido velo, el hermoso y devastador retrato de Donoso que realizó su hija Pilar, confirma que El obsceno pájaro de la noche copó la cabeza de Donoso al punto de volver insoportable su vida y la de su familia. Y en particular la insistencia odiosa e injusta del autor en los presuntos “defectos” de su hija, que más bien suspenden las ganas de leer a Donoso, es evidencia suficiente de que al menos la paranoia y la egolatría no eran rasgos ajenos a su carácter (por pura casualidad acabo de encontrar estas frases de García Márquez en una carta a Carlos Fuentes: “Carlos Barral leyó la novela de Pepe Donoso y me dijo con las barbas crispadas que es colosal. Lo creo: la neurastenia, cuando es de ese tamaño, tiene que servir para algo”).
En su meticulosa edición de los Diarios, Cecilia García-Huidobro antologa 50 páginas que corresponden a las entradas en que Donoso registra, a lo largo de los años, sus inquietudes y frustraciones acerca de esta novela. Abundan los momentos en que Donoso realmente parece totalmente perdido; es una batalla de años para darle forma a esta novela, aunque el propósito de Donoso parece que hubiera sido, por así decirlo, quitarle forma: luchaba, en cierto modo, contra su propio talento, como si la amenaza real fuera sucumbir a las lecciones ya aprendidas, a las rutinarias y tentadoras destrezas de un escritor en pleno dominio de su oficio.
Todas las grandes novelas, al fin y al cabo, son casas construidas por arquitectos caprichosos que, en lugar de habitar los plácidos edificios existentes, prefirieron empezar desde cero y proceder en soledad. En alguna página de El obsceno pájaro de la noche se habla de “un dios un poco inferior”, que se dedica a reemplazar y destruir incesantemente sus juguetes nuevos, “una deidad arteriosclerótica que cometió la estupidez, al crear el mundo, de no ponerse al resguardo de los peligros que podían gestarse en su propia creación…”. Escojo esa imagen, pues no son pocos los momentos en que sobreviene la impresión absurda y contradictoria de que la novela ha triunfado y el novelista ha perdido. Y digo que es absurdo porque la representación magistral y minuciosa y excesiva, personal y coral, delirante y razonada, del fracaso humano es, por supuesto, el triunfo más radical, el triunfo mayor de esta novela feroz.
Fotografía: cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.