El enemigo de las mujeres

por Rafael Gumucio I 31 Enero 2019

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Si esta fuera una película empezaría en un taxi, y el chofer le diría a su cliente: “Está a tres cuadras nomás, caballero”. El taxista insiste en que es más fácil caminar que atravesar la marcha en la Alameda, la avenida principal de la ciudad en que se desarrolla esta escena.

–Siga adelante, por favor –le ruega el pasajero.

–Lo veo difícil, caballero. Está parado el tráfico hasta Estación Central. Le va a costar muy cara la carrera.

–No importa, siga nomás.

Por la vereda se acercan dos estudiantes en jumper y el protagonista empieza a hundirse lentamente en el asiento. Sabe que las 150 mil mujeres que marchan (hay algunos hombres, eso sí) tienen poco en común, aparte de un odio concertado hacia él. ¿Qué pueden hacerle si lo reconocen? No pueden matarlo ni desnudarlo ni apedrearlo, porque saldría inmediatamente en la prensa, y la marcha de las mujeres procura ser pacífica y redentora. Pero esto no logra disuadirlo de que algo le puede pasar.

La película tendría que dar un salto en el tiempo, una semana antes, aunque quizás sería justo que se remontara a 42, 43 o 48 años atrás. La vida del enemigo de las mujeres ha estado colmada de ellas. Su madre, su abuela, sus compañeras de curso y, más tarde, de trabajo y de juerga. En ese taxi, el enemigo de las mujeres viaja justamente para almorzar con una mujer, su esposa, con la que tiene dos hijas. No hay en su casa más hombres que él.

La marcha que detiene la Alameda denuncia el poder de los hombres heterosexuales y blancos y privilegiados, y él sabe que cumple con esos atributos. Es hombre, aunque lleva años orinando sentado en el wáter para no salpicar. Es heterosexual, aunque pasó toda su adolescencia viendo Muerte en Venecia, escuchando a Bowie y leyendo a Proust. Es blanco, aunque su dentista afirma que el pH y la composición de su saliva sugieren un origen afroamericano. Su apellido suena a privilegio, pero su infancia fue rica en privaciones, como exiliado en el extranjero, esperando a su madre, asistente social en un centro para madres solteras.

No hay edad en que el enemigo de las mujeres no se haya cruzado con víctimas del patriarcado. Entre hombres, vive asustado. En el colegio evita las bandas de compañeros y se enamora, serial y platónicamente, de diversas mujeres.

Todo eso ocurrió en París, al final de la larga e interminable revolución sexual que iniciaron la píldora anticonceptiva y los libros de Simone de Beauvoir. De niño, el enemigo de las mujeres la ve despidiendo a su (no) marido Jean-Paul Sartre en sus funerales en la televisión. En las noticias escucha también las eternas discusiones sobre la legalización del aborto. Tiene siete años y no está seguro de entender muy bien lo que escucha ni lo que ve. En el centro de madres solteras donde trabaja su mamá hay una joven que tiene un párpado más caído que el otro, porque a causa del embarazo su pareja le enterró un tenedor en el ojo. Hay otra mujer que tiene peste cristal, y el enemigo de las mujeres no sabe por qué eso lo excita. Quizás, inconfesablemente, lo que le gusta es que una madre tenga la enfermedad de un niño, quizás porque no sabe que la edad que los separa es mucho menor de lo que imagina.

 

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No hay edad en que el enemigo de las mujeres no se haya cruzado con víctimas del patriarcado. Entre hombres, vive asustado. En el colegio evita las bandas de compañeros y se enamora, serial y platónicamente, de diversas mujeres. Una de ellas escribe poemas de Jules Supervielle en el pizarrón; otra lo ayuda a terminar sus tareas de francés. Se cambia de un colegio a otro y decide seguir los consejos de una profesora de educación física: en vez de vóleibol, toma danza aeróbica. Hay dos hombres en el grupo, un compañero vietnamita apasionado por el break dance y él. Nunca logra coordinar sus pasos, pero sí caminar de vuelta a casa con sus compañeras. Las escucha, las conoce y lo conocen; incluso una le pide consejos para conquistar a un imbécil de dientes torcidos que juega hockey. Todo esto en un país que ha aprobado las leyes que el feminismo clásico ha pedido, un país donde hay más perros que niños y donde las madres solteras del centro de madres solteras ya son casi exclusivamente magrebíes y senegalesas.

A los 14 años, el enemigo de las mujeres se establece en un país radicalmente opuesto, donde no hay aborto ni divorcio, y los hombres y las mujeres parecen pertenecer a universos dispares. Las mujeres en ese país no son menos poderosas que en el país del que viene, pero ejercen su poder de manera oculta. Los hombres mandan, pero las mujeres deciden. Aquí, sus compañeros se muestran obsesionados con verle los calzones a las mujeres, lo cual le parece un poco estúpido si en traje de baño se puede ver lo mismo.

El enemigo no va a fiestas y sigue enamorándose serial y solitariamente de las más lindas del curso. No se atreve a tocarles ni la sombra de un pelo. Para él, “no es no”. Entonces pasa los sábados en la noche con su abuela paterna, leyendo. No tiene amigos hombres porque le asustan o lo aburren (no sabe si es más paralizante el miedo o el aburrimiento). A menudo es testigo de toqueteos, punteos y conversaciones sobre culos y tetas, así como de películas, autos, fútbol, tenis y, sobre todo, de política. A fines de los 80 era un tema obsesivo y hasta peligroso.

Quizás era la dictadura lo que hacía que cualquier otra reivindicación pasara a segundo plano. Cada 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, los colectivos feministas organizaban la primera marcha del año. Las amigas de su madre decían que los carabineros muy pronto perdían el pudor y empezaban a perseguirlas con saña, mientras ellas huían por las calles aledañas a la Alameda. El feminismo tenía una voz tenue en medio de tantas otras urgencias, como el hambre y el frío y la tortura y la persecución. Al mismo tiempo, el enemigo de las mujeres frecuentaba la casa de Jorge Montealegre, casado con Pía Barros, una narradora que decía que escribía desde su vagina.

A los 19 o 20 años, el enemigo de las mujeres escuchaba religiosamente el programa que tenía su madre en la radio Tierra. Respecto de la casa La Morada, centro neurálgico del feminismo noventero, todo le parecía terapéutico, gentil, femenino en el sentido más pachamámico del término. No se sentía intimidado. Las especulaciones feministas lo aburrían intensamente, aunque las amigas de su madre le parecían muy coquetas y divertidas. Algunas de ellas, lesbianas militantes, le resultaban tan lejanas que tampoco lo intimidaban. Al final, aquellas que tenían hijos o maridos o las dos cosas, se comportaban como cualquier mujer chilena: esclavas y, al mismo tiempo, castradoras. Soledad Alvear, la primera ministra de la Mujer de la naciente democracia chilena, era una ferviente enemiga del aborto. Josefina Bilbao, su sucesora, fue severamente criticada por ir a un congreso en Beijing sobre “género”, un término que seguía siendo polémico. Por entonces se discutía si los hijos naturales podían considerarse legalmente iguales a los hijos dentro del matrimonio, que aún era indisoluble. Las feministas de La Morada, junto a los representantes de la diversidad sexual, parecían refugiados en una isla desierta. Y no podía ser de otro modo, en un país que ignoraba el valor de la feminidad, que silenciaba a la matria para darle toda la voz a la patria.

Si bien no participaba en tomas ni marchas, lo entusiasmaba incomodar a políticos, curas y militares, así como a uno que otro artista pedante. Decir en público lo que todos querían decir en privado era una compulsión que quizás tenía que ver con su pequeño tamaño y su necesidad de que las mujeres lo vieran.

Por ese entonces, el enemigo de las mujeres comienza a frecuentar a sus primeros amigos hombres. La mayor parte eran más o menos vírgenes, o lo habían sido hasta muy tarde. Existían aquellos que se habían refugiado en el periodismo, la televisión o la literatura, donde se podía ser raro y feo, pero aun así era posible conseguir mujeres. Tuvo muchas jefas, y nunca se le ocurrió que fuera extraño que ganaran más que él.

Tal como se lo prometieron, al trabajar en televisión y publicar artículos y libros, el enemigo de las mujeres pudo traspasar la barrera (sin tener que emborracharse mortalmente hasta las tres de la mañana) y llegar a los besos. Lo auxiliaron los mismos que él había evitado hasta entonces: una pandilla de hombres hambrientos, cuyas miradas evaluaban traseros, para luego reírse de sus propios fracasos y los del resto. Mucho de lo que decían era incorregiblemente misógino, pero las mujeres que los escuchaban no solo no los interpelaban, sino que añadían detalles y acentos a sus quejas y risotadas. A esas alturas, el enemigo de las mujeres había aprendido que su única herramienta para conquistarlas era escucharlas con atención y paciencia.

Después de algún beso, escuchaba historias horrendas, con curas y primos y tíos y desconocidos que las habían sometido a infinitas humillaciones antes de poder defenderse siquiera. Conoció relatos de violencia secreta y no tan secreta, testimonios de cuerpos friolentos, a los que alcanzaba a abrigar apenas. Así, el enemigo de las mujeres empezó a darse cuenta de que en Chile esas historias no eran la excepción sino la regla. En realidad, sus pocas novias lo habían escogido porque nunca las iba a obligar a hacer nada que no quisieran.

 

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Mientras el taxi continuaba hacia el poniente con extrema lentitud, el taxímetro subía despiadadamente. Sentía que estaba pagando por todos esos curas y primos y tíos abusadores. Si bien no participaba en tomas ni marchas, lo entusiasmaba incomodar a políticos, curas y militares, así como a uno que otro artista pedante. Decir en público lo que todos querían decir en privado era una compulsión que quizás tenía que ver con su pequeño tamaño y su necesidad de que las mujeres lo vieran. Quizás bastaba con decir la misma verdad en la cocina que en el salón, en el salón que en la calle, o viceversa. Quizás ahí estaba la esencia de la escritura, de su escritura: mirar el mundo desde su tamaño, su duda, su debilidad, sus ganas de no desaparecer completamente.

Y a esa misma compulsión recurre ahora, todas las mañanas, en un programa de radio en que el enemigo de las mujeres se permite comentar libremente la actualidad.

Esa misma compulsión lo convirtió primero en el enemigo de los animales. Todo empezó con el rey de España cazando rinocerontes en África, lo que provocó gran conmoción. Y él preguntó, ¿para qué están los reyes si no es para cazar rinocerontes en África? Llevaban miles de años cazando, qué hay de malo en que lo sigan haciendo. Le respondieron que la caza se justifica solo para fines alimenticios; de otro modo es un acto de crueldad. El enemigo de las mujeres respondió que esa era la gracia de la caza (sin nunca haberla practicado) y que la crueldad era un ritual ampliamente asumido.

Pero luego se incendió Valparaíso, y mientras ardían los cerros, acudió a Twitter para expresar su horror porque la montaña de alimentos y frazadas para los perros abandonados era mayor que la de los humanos. Era su falta de “empatía” lo que hizo que muchos animalistas desearan su muerte. El enemigo de las mujeres ya no era solo enemigo de los animales, sino de la juventud.

Empezó a entender que no estaba frente a una legión de hombres y mujeres con infantilismo, sino frente a una cultura nueva, que tenía problemas con la crueldad pero ningún impedimento para ejercerla virtualmente. El enemigo de los animales y de la juventud intentó explicar, a través de ensayos y artículos desperdigados por aquí y por allá, que esta nueva empatía era también una forma de crueldad. Había perdido la mitad de su encanto, porque lo que decía en broma era ahora instantáneamente replicado en serio, transformándose en polémicas electrónicas. El ritual de decir una tontera más o menos inteligente y después pedir disculpas, se convirtió en rutina.

 

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Yendo a almorzar con una de sus mejores amigas, lo llamaron de un diario para comentar la toma feminista de la escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Se sabía que un profesor le había tocado el pelo a una alumna (aunque pronto se sabría que había tocado un poco más) y que habían prohibido la entrada a cualquier cómplice pasivo, activo o neutral, es decir, a los hombres en general. Había escuchado de una de las voceras de la toma que la presunción de inocencia era un residuo patriarcal y que se debía creer a las víctimas por el solo hecho de denunciar.

Las niñas de la Universidad de Chile, dijo, son jóvenes sin hijos, que viven en la casa de sus padres; por ende, no las mujeres más sufridas del país. Y sus demandas apenas recogían el sufrimiento cotidiano y popular.

Estaba confundido. Llevaba años escuchando denuncias dudosas o viendo cómo Woody Allen era sindicado como pedófilo, mientras los tribunales lo absolvían. Respondió entonces la entrevista telefónica con impaciencia, explicando lo que le parecía quizás demasiado evidente: estas no eran las feministas de La Morada y la radio Tierra, ni las discípulas de Pía Barros. Estas feministas habían aprendido en YouTube, traduciendo con discutible pericia el feminismo de campus estadounidense.

Aquí empezaron los verdaderos problemas…

Su entrevista planteaba que la mujer chilena sufría de otro tipo más grave de marginación, que tenía que ver con los niños sin padre y los sueldos de hambre. Que esa era la violencia más común del hombre chileno: el abandono. Las niñas de la Universidad de Chile, dijo, son jóvenes sin hijos, que viven en la casa de sus padres; por ende, no las mujeres más sufridas del país. Y sus demandas apenas recogían el sufrimiento cotidiano y popular. Al concluir se sintió orgulloso de su hazaña, porque el enemigo de las mujeres, como ya lo hemos dicho, siempre ha necesitado dar que hablar.

–Ahora sí que dejé la cagada –le dijo a su colega en la radio al día siguiente.

–Te suicidaste, mejor dicho –respondió ella.

El enemigo de las mujeres sonrió, porque este era el único deporte que le gustaba practicar: suicidarse para volver a resucitar.

Cuando se publicó esa entrevista eran seis las universidades en toma. A los pocos días eran 20 o 30, incluida la casa central de la Universidad Católica. Su cuenta de Twitter se saturó de mensajes de odio cabal. No alcanzaba a contestar cuando llegaba otro y otro y otro más. Los diarios electrónicos le recordaron viejas declaraciones. Películas, libros y varios tweets de distintas edades geológicas salieron a flote. La directora de la carrera de periodismo donde trabaja le aconsejó no aparecerse por la universidad durante un tiempo: una delegación de feministas había pedido su cabeza y el patio de la escuela estaba empapelado con sus declaraciones.

–Tengo que tomar examen mañana –dijo el enemigo–, pero me da miedo ir. En Facebook sale que harán una funa contra mí.

–Tomas el examen rápido y te vas.

Fue ahí cuando el enemigo de las mujeres constató que el asunto no solo se circunscribía a estudiantes movilizadas que exigían que la universidad sancionara a los profesores y compañeros que se sobrepasaban. Tampoco a las que exigían revisar las bibliografías para que hubiera simetría de género: autores y autoras. En su petitorio de la toma, se leía en el punto octavo: “Exigencia de renuncia: debido a las reiteradas declaraciones públicas del profesor, tanto en medios de comunicación como en su cuenta personal de Twitter, las cuales violentan y minimizan las luchas históricas del movimiento feminista del cual somos parte, exigimos que la Escuela pida la renuncia a dicho docente…”.

Después de colgar el teléfono, supo además que era un poco enemigo de sus amigas, de su esposa y de su madre, aunque todas acordaban perdonarlo en secreto.

Por cierto, algunos valientes manifestaron el derecho inalienable del enemigo de las mujeres a decir estupideces. Y él perdía su tiempo argumentando que eran estupideces, si en Estados Unidos y Europa otras feministas y no tan feministas pensaban como él. La cuarta ola le parecía más posmoderna que feminista, y cometía el error de pasar por alto la lucha de clases.

 

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La generación que se tomaba las universidades era la que había vivido en el Chile menos patriarcal de la historia. Sus padres eran generalmente hippies o al menos liberales que no querían reproducir en sus hijos el autoritarismo ciego del pinochetismo. Y sin embargo, a pesar de la democracia y la prosperidad, el frío seguía siendo real, el abandono seguía siendo en Chile la regla y no la excepción.

 

La marcha que detenía al taxi donde el enemigo de las mujeres permanecía aún escondido fue noticia en el mundo entero. Se replicó a un grupo de estudiantes de teatro encapuchadas, con los pechos al aire, sobre varias estatuas, arengando a las masas. El mensaje estaba empapado de conceptos sociológicos del tipo: patriarcado, heteronormatividad, sexo no binario, lenguaje inclusivo. A eso se sumaba una antropología que apenas disimulaba la sed de justicia ancestral y el resentimiento millennial.

–Tienes que escuchar –le habían dicho muchas veces–. Hay algo que no entiendes.

Pero escuchó muchas veces lo mismo: “Tengo miedo y durante años la calle me da miedo, quiero ahora que tengas miedo tú. No me importa que no seas un violador, no me importa que hayas perdido la virginidad a los 26 años por no forzar jamás a nadie, no me importa tu mamá y el centro de acogida para madres solteras… No quiero que asumas que hay que reírse de tus chistes cargantes. Quiero que te sientas incómodo, profunda y totalmente desplazado en tu propia calle”.

Tras pedir disculpas públicas a las alumnas que demandaban su renuncia, el enemigo de las mujeres fue calificado de poco sincero. “Dicen que lo hiciste obligado”, escuchó decir a varios y varias, pero la verdad es que no recibió orden alguna. Más bien se sintió obligado. Pero también sabe que se equivocó en la entrevista y que a esas alturas la situación era más compleja que un grupo de jóvenes molestas porque no les gusta cómo las miran.

Comprendió de golpe que las mujeres ya no quieren que él las escuche; y quieren que se calle de una vez. Y se acordó de una conversación por teléfono que tuvo con su amiga Sonia, cuando era solamente el enemigo de los animales. Sonia lo había llamado para advertirle que perdía su tiempo razonando con los animalistas. Ella, en otra época se había gastado hasta 20 millones de pesos recogiendo perros vagos. Un día fue a terapia y se dio cuenta de que se estaba adoptando a sí misma por todas las veces que su padre la había abandonado. Tuvo hijos propios y, aunque le siguen gustando los animales, ya no pierde ni tiempo ni plata en recogerlos, curarlos, encontrarles casa.

–Tienes que decirles a los animalistas que tú no eres el papá que los abandonó –remató Sonia, y el enemigo de las mujeres piensa que eso mismo debería haberles dicho ahora a las feministas: la generación que se tomaba las universidades era la que había vivido en el Chile menos patriarcal de la historia. Sus padres eran generalmente hippies o al menos liberales que no querían reproducir en sus hijos el autoritarismo ciego del pinochetismo. Y sin embargo, a pesar de la democracia y la prosperidad, el frío seguía siendo real, el abandono seguía siendo en Chile la regla y no la excepción. Una nueva violencia no necesariamente patriarcal invadía sus fiestas. El porno era su educación sentimental. Quizás por eso se identificaban con perros huachos, es decir, con huérfanos que invaden las calles de cada ciudad con una mezcla confusa de traumas y teorías importadas.

Cuando la marcha se disolvió, el taxi reinició su avance y el enemigo de las mujeres llegó al Tavelli. De inmediato se sorprendió mirando a una mujer bonita. Hacía más de dos meses que no miraba a una desconocida, lo que le pareció terrible y a la vez saludable. Así era el mundo antes… Había una cierta manera de ser hombre y una cierta manera de ser mujer en la que él ya no tenía cabida. El mundo, su mundo, se había acabado. Mirando a esa mujer pagar su café antes de irse apurada, no le pareció mal quedarse él con los vestigios de ese mundo antiguo: los libros, las risas, los chistes, el frío.

 

Ilustración: Cristóbal Correa.

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