El eriazo y presuntuoso Chile

Además de los años de publicación y la relativa omisión de las que fueron objeto, las novelas El rincón de los niños de Cristián Huneeus y Cátedras paralelas de Andrés Gallardo, ofrecen una visión crítica de la élite social y tienen, como telón de fondo, la dictadura militar. También salpican de un humor fino e inteligente escenas que, de lo contrario, harían llorar por su patetismo. Pero lo más importante: complejizan cualquier definición de lo “chileno” y de “verdad”, porque parecen escritas con más silencios que énfasis, desde los pliegues, develando una identidad que siempre ha sido más compleja, móvil y diversa que lo que se define en los manuales de literatura y los libros de historia.

por Antonia Torres Agüero I 20 Octubre 2020

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La historia de la literatura es, en algún sentido, una historia de omisiones. Algunas más deliberadas que otras. Desde el punto de vista de la idea de canon y su raíz teológica, habrían algunos textos auténticos y otros apócrifos. Resulta sugerente pensar que los textos que quedaron fuera del canon son considerados falsos o fingidos, como insinúa el término. ¿Pero falsos en relación a qué clase de autenticidad?

El campo literario chileno, como cualquier otro, tiene una idea de autenticidad sobre sí mismo que a veces asusta. La novela criollista chilena, por ejemplo, quiso rescatar no solo un mundo rural, popular y salvaje, sino también los supuestos valores identitarios que este poseía: una supuesta “chilenidad” que reivindicaba al hombre sencillo, ya sea del campo o la ciudad, con la intención de reproducir su mundo y hasta su habla de manera por momentos absurdamente mimética. La literatura canónica se yergue así en una voz autorizada y autoritaria que identifica y reivindica temas, espacios y sujetos en un intento por configurar una épica que dé sentido a una comunidad, según dicten los intereses de un tiempo determinado.

En los años 80 la literatura chilena vivía momentos de inestabilidad. Neruda había muerto y con él toda una forma de entender el rol de la literatura (y del escritor) en la sociedad. Un puñado de escritores huyeron al exilio y los pocos que se quedaron contaban con pocas posibilidades para publicar. A la precariedad del circuito editorial se agregaba la censura. Tal vez por ello, entre otras cosas, el canon chileno de entonces casi condena al olvido dos novelas que, pese a ser muy locales, abordaron formas de una “chilenidad” nada de épicas, carentes de héroes y menos de una identidad clara: El rincón de los niños  (1980) de Cristián Huneeus y Cátedras paralelas (1985) de Andrés Gallardo.

El rincón de los niños: una guarida imposible

El rincón de los niños de Cristián Huneeus, reeditada el 2008 por Sangría Editora, fue y sigue siendo una novela heterodoxa. Como sus personajes, Huneeus fue también un sujeto más bien excéntrico: además de cronista, profesor de literatura, fundador y por varios años director del Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, fue agricultor y cadete militar.

La biografía de Huneeus tiene símiles con la de ciertos personajes de su novela, cuya historia se articula por medio de dos narradores principales. Por un lado, una suerte de narrador omnisciente cuenta la historia del proyecto de Gaspar Ruiz (¿proyecto literario, histórico o cronístico?), cuyo tema y objetivo nunca quedan del todo claros. Por el otro, tenemos al propio Gaspar Ruiz, quien articula los apuntes sobre su vida en común con un grupo de amigos de la clase alta entre mediados de los 50 y los 70 (años en los que Ruiz, además, se encuentra desaparecido).

Tenemos noticia, entonces, de la frívola y pretenciosa vida de unos jóvenes acomodados que, creyéndose los reyes del mundo, viajan a Europa, seducen chiquillas y se farrean carreras universitarias. Resulta innegable que esta mirada crítica es posible gracias a la intromisión de este metanarrador no identificado (presumiblemente un miembro del grupo) que va articulando esta suerte de crónica a partir de una serie de papeles, cartas y archivos sobre la vida y los proyectos literarios de Gaspar Ruiz, a quien conoce muy bien y parece amar y odiar al mismo tiempo. Se trata de un archivo heredado a la fuerza, constituido por documentos que se presume fueron acopiados por Ruiz como material de una futura y nunca concretada novela autobiográfica.

Al igual que Huneeus, Gallardo sugiere lo absurdo del pensamiento académico en un país tan lleno de desajustes y destiempos modernizadores como Chile. Durante su paso por la chacra Rojas comprobará que ‘su tesis sobre la transformación nerudiana del espacio en tiempo por el quiebre interno del significante’ no le ha servido de nada y que ha ido a parar a un frío caserón, sintiéndose un idiota ‘para maldecir su boda, su miserable vida, para odiar con toda la fuerza de su alma la literatura chilena’.

Sin embargo, la intervención de este metanarrador resulta por momentos un lastre para la lectura y la interpretación de una historia de por sí confusa. En un exhaustivo despliegue de conocimiento teórico literario, y de una pedantería a ratos insufrible, analiza, disecciona, critica y hasta se permite de manera paternalista digresiones eternas sobre las connotaciones de ciertas palabras empleadas en las notas. La novela parece querer enfatizar en la idea de espectáculo de toda literatura.

Con todo, la novela logra hacer transitar el tema de la identidad  desde la clase, la familia, la nación y la sexualidad, hacia vertientes más heterogéneas, plurales y desdibujadas, que se expresan justamente por medio de este narrador omnisciente que es incapaz de fijar casi ningún elemento de su relato.

Cátedras paralelas o cómo pensar desde la chacra

Además de cuentista y novelista, Andrés Gallardo (1941–2016) fue lingüista, profesor emérito de la Universidad de Concepción y miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua. Cátedras paralelas (publicada originalmente en 1985 y reeditada por el sello Overol el 2018), su primera novela, cuenta la historia de Juan Pablo Rojas Cruchaga o “Rojitas” (llamado así recurrentemente por el narrador), un solitario profesor de teoría literaria en una innominada universidad de provincia que es despedido repentinamente y por razones desconocidas. En lugar de averiguarlas y para vadear la cesantía, Rojitas abre un inverosímil taller de semiótica en su propia casa. Bajo la mirada escéptica de la Nana, la empleada doméstica de toda la vida, desfilarán por la casa del ahora exprofesor personajes variopintos y muy alejados de lo que se esperaría de una audiencia ilustrada y selecta. Rojitas se ve así de pronto apartado de un mundo universitario “complaciente”, de “impasibilidad boba” y colegas “patanes” que escriben “artículos eruditos que nadie lee”. Pese al drama económico y social que esta exclusión conlleva, el narrador insinúa el alivio de su personaje al poder apartarse al fin de “los mismos gastados comentarios que insistían en sonar sesudamente académicos” en medio de “pasillos malolientes”, “sillas que cojean” y “café instantáneo tibio”. Con todo, Juan Pablo Rojas Cruchaga tendrá que vérselas con sus poco prácticos conocimientos en el mundo de afuera. Así, algunos críticos, unos pocos artistas, señoras interesadas en cultivarse y hasta artesanos irán a dar al inefable taller que a duras penas les permitirá pagar el arriendo y el sueldo de la Nana en cuotas.

Luego del fracaso del taller, el exacadémico se las emplumará a Rinconada de Tromén, una suerte de “tierra prometida” o, más bien, paraíso perdido, herencia de la familia materna. En un nuevo arranque de ingenua idealización, Rojitas cree que en el campo y viviendo del “trabajo de verdad”, podrá hallarle sentido a una vida que se ha vuelto errática y, de paso, emprender un prometedor negocio de exportaciones frutícolas no tradicionales, una idea muy propia del Chile dictatorial que promovió la libre empresa y la iniciativa privada. No obstante, entre las paredes de la casa patronal y la chacra toda reina el olor a humedad, el polvo de las telarañas y la hediondez de los baños de palo.

Como la burocracia no tiene nombre y en sus enrevesados laberintos nadie es responsable de nada, será la cuasi suegra (una mujer con influencias) quien averigüe las razones del despido y lo revierta: un artículo “destemplado”, “exaltado” o “extremado”, adjetivos que varían según quien los invoque, pero que coinciden en acusar “actitudes reñidas con la convivencia académica”. Una arbitrariedad nada extraña en un país sitiado y con universidades intervenidas. Sin embargo, nada de la contingencia histórica y social de la época es referida explícitamente en Cátedras paralelas. Gallardo parece querer ahorrarnos lo obvio y mostrarnos lo camuflado. La pobreza material e intelectual del medio resultan evidentes, así como lo pretencioso y absurdo del esfuerzo del irrisorio taller por crear una especie de comunidad intelectual: “Nunca creí que hubiera  tanto patán en este mundillo”, le comenta Rojitas a un amigo. “Si cada diez pintores nueve son patanes, de cada diez artesanos nueve y medio son patanes, de cada diez músicos ocho son patanes y los dos restantes resentidos, de cada diez críticos nueve son patanes y el otro un inepto (…) estos palurdos oyen la palabra esfuerzo y se mean”.

Al igual que Huneeus, Gallardo sugiere lo absurdo del pensamiento académico en un país tan lleno de desajustes y destiempos modernizadores como Chile. Durante su paso por la chacra Rojas comprobará que “su tesis sobre la transformación nerudiana del espacio en tiempo por el quiebre interno del significante” no le ha servido de nada y que ha ido a parar a un frío caserón, sintiéndose un idiota “para maldecir su boda, su miserable vida, para odiar con toda la fuerza de su alma la literatura chilena”.

Sobre todo ambas ponen una exquisita y hasta preciosista atención al lenguaje que recorre desde un sinnúmero de chilenismos y sus implicancias ideológicas, hasta el uso magistral de largas frases-párrafo estructuradas de manera tan perfecta que omiten (sin tropiezos) puntos seguidos y hasta comas, en una forma musical casi perfecta que permite la infiltración de otras voces y hasta de acontecimientos completos en los pliegues de su prosa interminable.

Cátedras y rincones chilenos

Además de los años de publicación y la relativa omisión de las que fueron objeto, las novelas de Huneeus y Gallardo ofrecen muchas semejanzas que valdría la pena revisar con atención en otro lugar. Grosso modo: ambas observan detenida y críticamente la clase de la cual provienen sus protagonistas: una élite social, cultural y económica terrateniente y arribista. Ambas tematizan de manera elíptica, pero significativa, la dictadura militar. Ambas salpican de un humor fino e inteligente escenas que, de lo contrario, harían llorar por su patetismo. Ambos autores conocen bien y desde dentro el mundo académico. Ambas están más preocupadas de lo estrictamente literario de su proyecto escritural, que de la elaboración de tramas efectistas, testimoniales y programáticamente “comprometidas”, como se hubiera esperado de la producción de la época. Pero sobre todo, ambas ponen una exquisita y hasta preciosista atención al lenguaje que recorre desde un sinnúmero de chilenismos y sus implicancias ideológicas, hasta el uso magistral de largas frases-párrafo estructuradas de manera tan perfecta que omiten (sin tropiezos) puntos seguidos y hasta comas, en una forma musical casi perfecta que permite la infiltración de otras voces y hasta de acontecimientos completos en los pliegues de su prosa interminable.

Mención aparte merecerían las escenas en que un cándido pero vehemente Rojitas insiste en leerle en voz alta las obras de algunos “maestros del cuento chileno” a don Venancio, el viejo y harto ladino capataz de la chacra. El veterano lo deja perorar, libro en mano, tarde tras tarde, sin expresar una pizca de emoción sino más bien escepticismo. Don Vena sí que ha visto verdaderas pasiones, hazañas y mucha sangre. Su natural cuestionamiento abre un antiguo y aun no zanjado capítulo de la teoría literaria: el rol de la ficción para hablar de la verdad:

-¿Y por qué quiere que yo le crea esos cuentecitos?

-Pero si no hay nada que creer, don Venancio.

-Entonces, ¿para qué los leemos?

Rojitas, el futrecito, insiste en quedarse en la chacra y creer que “la verdadera poesía está en el surco húmedo que espera la semilla”. Don Vena, en cambio, huaso inexpresivo, ríe por dentro mientras lo empuja soterrada pero astutamente de regreso a su lugar: la universidad.

Así, el orden es restablecido y la frase inculpadora (“en qué momento se jodió Chile”), la inocente paráfrasis de lo que en verdad decía una novela y no Rojas, deja de pronto de ser una sentencia atentatoria contra la patria. Al menos no contra esta. Las cosas y los sujetos vuelven a su cauce tradicional histórico, por lo que no hay épica criollista ni revolucionaria ni vital. Tanto El rincón de los niños como Cátedras paralelas son el trasunto de un Chile que, como Venancio, no sabe para qué lee, porque espera hallar en los libros “la verdad” o “lo real”, y no encuentra más que confusión o una especie de realidad deformada.

Tal vez eso explique la escasa atención que recibieron estas dos novelas en su momento: porque lo que dicen está escrito en sus pliegues, en sus vacíos y en unos silencios que deben ser reconstruidos y completados por un lector que sospecha: esa especie de historiador que somos cuando leemos. Y esos espacios hablan de asuntos vergonzantes, poderes oscuros, descuidos y hasta de extravíos imperdonables. Hablan de ese eriazo remoto y presuntuoso pedazo de tierra que quiere ser fundo.

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