La quebrada historia editorial de la poesía chilena

Los libros de poesía nunca están. Aparecen para desaparecer. Operan como ecos, escuchamos de ellos a lo lejos y cuesta tanto atraparlos. O los buscamos en las librerías de usados, arriesgándonos a precios imposibles, o esperamos a editores de ambiciones patrimoniales. No: olviden la palabra patrimonial. No solo porque tiene un costado profundamente soporífero, sino porque pocas veces se trata de ir a desenterrar libros. El tiempo no ha pasado por ellos.

por Roberto Careaga C. I 6 Julio 2017

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Después de varios años escribiendo los poemas, Yanko González se ensució las manos para publicarlos en su primer libro, Metales pesados. Con ayuda de expertos y el editor Ricardo Mendoza, trabajó en cada una de las 555 copias que salieron de imprenta. Fueron tres meses de labores. Decir que fue un trabajo artesanal sería exagerar, pero el poeta estuvo implicado en cada proceso del volumen: optar por un formato apaisado de amplias dimensiones para el libro, definir espacios inusuales para la puesta en página de los poemas y jugar con letras con relieve para las que tuvieron que usar cuños secos. El libro apareció en 1998 al alero de la editorial Kultrun, en Valdivia, y lo que siguió fue un destino paradójico: mientras se agotaban los ejemplares hasta desaparecer, Metales pesados se convertía en un mito de la poesía de los 90. Un estallido lingüístico que alguna vez había estado y ya no estaba.

Pero estaba. La poesía nunca se va del todo y en el caso chileno sigue una ruta ya naturalizada: la fotocopia. El mismo González recuerda que él también debió echar mano de unas fotocopias de su libro en un par de ocasiones para leer sus poemas en algún recital. “Era un poco triste”, recuerda el poeta, aludiendo a todo el esfuerzo que había hecho para que el libro existiera. Quizás era solo lo de siempre. Acaso lo esperable para un título de poesía en el borde de lo experimental, publicado en provincia y distribuido de mano en mano, lejos de los circuitos literarios centrales. Y, sin embargo, su ruta es lo opuesto a lo triste: rompiéndole la mano a su destino fantasmagórico, Metales pesados se volvió una referencia para los lectores de poesía que, enterados de su existencia, lo buscaron por todas partes hasta llegar a unas páginas que eran fotocopias de otras fotocopias y entraron en ellas para salir sorprendidos.

Exploración etnográfica por las jergas de las tribus urbanas noventeras, Metales pesados tuvo a su favor que cuando en 2003 el poeta Sergio Parra decidió abrir una librería en Santiago, acudió al nombre del libro para bautizarla. Por años, ir a la tienda era saber de donde venía su nombre y, en ese mismo momento, saber que el poemario de González no estaba por ninguna parte. O estaba donde ahora está todo, en internet. A pedido del poeta argentino Martín Gambarotta, el libro fue colgado en su sitio web y, ya sabemos, seguía fotocopiándose de vez en cuando. Hace algunos años, González rechazó un par de propuestas para reeditar el libro, hasta que hace poco dijo sí: fue necesario que se unieran dos editoriales, Alquimia y Montacerdos, para que Metales Pesados existiera de nuevo. A fines de abril, de hecho, tuvo un lanzamiento y el autor divisó entre los asistentes algo que no esperaba: jóvenes que quizás no habían nacido cuando se publicó el libro por primera vez.

Como el mercado del libro soporta un número reducido de libros de poesía –de Nicanor Parra, de Bertoni, seguramente aún de Neruda–, las editoriales de poesía son generalmente aventuras perpetradas por poetas y escritores, nunca con fines comerciales. Siempre con tiradas restringidas, que no superan las 500 copias.

“Cada generación que llega, me redescubre”, decía Fogwill. Sucede un poco lo mismo con la tradición de la poesía chilena. Esos jóvenes de 18 o 19 años que se asomaron en el lanzamiento de Metales pesados, seguro, hoy también se están enterando de que la escritura de González está en tensión con una época literaria en que se encadenan Bruno Vidal, Rodrigo Lira, Juan Luis Martínez, Gonzalo Muñoz, Paulo de Jolly, Gonzalo Millán y Diego Maquieira, entre otros, y que a veces llegar a cualquiera de ellos puede volverse inexplicablemente complejo. La mejor opción es internet y es la que ya todos usamos, pero ahí está todo fragmentado y disperso, están todos los poemas sueltos, casi siempre lejos de la unidad que se propuso originalmente en el libro. Ese es el asunto: los libros de poesía nunca están. Aparecen para desaparecer. Operan como ecos, escuchamos de ellos a lo lejos y cuesta tanto atraparlos. O los buscamos en las librerías de usados, arriesgándonos a precios imposibles, o esperamos a editores de ambiciones patrimoniales.

No: olviden la palabra patrimonial. No solo porque tiene un costado profundamente soporífero, sino porque pocas veces se trata de ir a desenterrar libros. El tiempo no ha pasado por ellos. No por todos. “Hay que reconstruir el catálogo”, dice Matías Rivas, el director de Ediciones Universidad Diego Portales, y eso es exactamente lo que él ha estado haciendo: desde 2003 su colección de poesía ha significado, fundamentalmente, la restitución de títulos ausentes de Enrique Lihn –¡tantos de Lihn!–, Bertoni, Millán, Nicanor Parra, Cecilia Vicuña, Gonzalo Muñoz, Ronald Kay, Roberto Merino, incluso de Vicente Huidobro o Pablo de Rokha. Salvo de estos últimos, se trata de libros publicados básicamente durante los 70 y los 80 que –repitamos– aparecieron para desaparecer. Es lo de siempre, es una tradición: es la quebrada historia editorial de la poesía chilena.

Es así: en 2013, la UDP publicó Proyecto de obras completas, de Rodrigo Lira, estableciendo un record particular: era la tercera edición del libro en 30 años. Publicado originalmente en 1984, por los sellos Minga y Camaleón, en 1998 tuvo una segunda versión al alero de Ediciones Universitaria (aplaudámoslos a ellos también por cuidar la tradición poética), no especialmente restringida pero que también se agotó lentamente, en 15 años, hasta salir de circulación. A veces el tiempo pasa muchísimo más rápido: en 2003 Quid Ediciones publicó Mudanza, el segundo volumen de poemas de Alejandro Zambra, y apenas cinco años después tuvo que ser reeditado por Tácitas. Y ya que estamos en los poetas de los 90: ¿alguien sabe dónde encontrar La insidia del sol sobre las cosas (1998) o Calas (2001), de Germán Carrasco? Ambas fueron publicadas por JC Sáez. Desde el año pasado, al menos, tenemos la antología Imagen y semejanza (Lumen), para leer bien y en papel a Carrasco.

Pero se trata del estado de las cosas nomás. Como el mercado del libro soporta un número reducido de libros de poesía –de Nicanor Parra, de Bertoni, seguramente aún de Neruda–, las editoriales de poesía son generalmente aventuras perpetradas por poetas y escritores, nunca con fines comerciales. Siempre con tiradas restringidas, que no superan las 500 copias; a veces solo llegan a 200. A inicios de los 90, Roberto Merino y Carlos Altamirano echaron a andar el sello Carlos Porter, a través del cual publicaron títulos como Sentado en la cuneta de Bertoni y Arte marcial de Bruno Vidal. La historia editorial de Bertoni ha tenido sus bemoles, pero con Vidal bordeamos el secreto pese a su lugar central en la poesía actual: después de Arte marcial, un paseo salvaje por los paisajes oscuros del Chile dictatorial de los 80 en clave de vanguardia, en 2004 Vidal se puso en la piel del torturador y lanzó Libro de guardia, un título que publicó en una edición privada, que no se vendía. La única forma de llegar a él era recibirlo de sus manos. Él escogía a sus lectores.

La edición de Rompan filas de Vidal por la UDP, el año pasado, ha sacado al poeta del ámbito de lo oculto, pero no del todo. O, mejor, ha catapultado su leyenda: antes que ese volumen, existen otros dos desconcertantes y salvajes, pero inaccesibles.

No es un caso único: antes que Vidal decidiera digitar su leyenda, estuvo Juan Luis Martínez. Los dos libros que publicó, La nueva novela y La poesía chilena, eran excesivamente caros y solo se le podían comprar a él. El primero es el más clásico libro fotocopiado de los estudiantes de literatura o aspirantes a poetas de las últimas décadas, como lo documentó Zambra en su artículo “Elogio de la fotocopia”. Hasta hace poco, aquellos libros objetos aún eran vendidos por la viuda de Martínez, pero desde el 2016 La nueva novela ingresó al círculo de las reediciones: la Galería D21 hizo una reimpresión del volumen en una versión facsimilar y la puso a la venta a 70 mil pesos. Es muchísimo, pero la original hoy puede llegar a costar cinco o seis veces esa cifra.

¿Qué es realmente Las ferreterías del cielo (1964) de Arturo Alcayaga Vicuña? ¿Un libro de poesía o una pieza de arte, hecha artesanalmente en la cárcel de Valparaíso? Está en la Biblioteca Nacional, vayan a mirarlo: es una sorpresa.

La Galería D21 no es una advenediza en el tema. Su dueño, el coleccionista de arte Pedro Montes, es uno de los creadores de la editorial Pequeño Dios. Tienen un lema directo: “Rescatar a nuestros héroes olvidados”. Su catálogo incluye una serie de autores no del todo obvios en el panteón: José Santos Chocano, Claudio Giaconi, Antonio Avaria, Francisco Casas, Juan Cameron y Sergio Parra, entre otros. De este último, por ejemplo, rescataron su poemario de culto, La manoseada, publicado en 1987 por la desaparecida editorial Génesis. Reapareció en la colección Serie Popular, un formato sencillo, pequeño, de páginas de roneo (que, tema aparte, es un papel que se está dejando de producir), que en librerías se vende a $1.000. En esa colección, el sello ha publicado a dos surrealistas clásicos del universo de los descatalogados: Braulio Arenas (Luz adjunta) y Jorge Cáceres (René o la mecánica celeste).

Cada uno a su modo, Cáceres y Arenas fueron unos malditos: el primero vivió poquísimo (se suicidó a los 26) y el otro tanto, que terminó pinochetista. En el mejor momento de sus vidas se encontraron en el grupo La Mandrágora y usaron el surrealismo como una plataforma para acechar la oficialidad literaria. Junto a Enrique Gómez Correa y Teófilo Cid tuvieron una revista, hoy obsesión de coleccionistas, y cada uno publicó varios títulos hoy totalmente desaparecidos: ¿dónde encontrar Nostálgicas mansiones, de Cid, publicada por esa hermosa colección Viento en la Llama? O al menos una antología: ¿dónde está El a, g, c de la Mandrágora, la recopilación del grupo que publicó Arenas en 1957? Y ya que estamos en esos años y en esos círculos subterráneos: ¿ya nunca veremos por ahí Sonatas del gallo negro o Las leyendas del Cristo negro de Mafhúd Massís, quien alguna vez se describió como “el heresiarca de piel negra, / el loco, el desertor, el papanatas helado bajo la nieve”?

Al menos desde hace unos años, el periodista Marcelo Mendoza empezó a reeditar títulos de Gómez Correa en Mandrágora Ediciones. De eso se trata: el tejido de la poesía chilena debe ser enmendado una y otra vez. Antes de que nos demos cuenta, se abren los agujeros: desaparecen de las estanterías títulos que alguna vez dejaron entrar una luz desconocida. Quizás haya que conformarse (¿en serio?) con que de los 50 o más libros que lanzó enfervorizado Pablo de Rokha –en su propio sello, Multitud– hoy día apenas contemos con unos 10. Pero no deberían perderse tan pronto poemarios que salieron hace apenas una década: si lo pilla por ahí, no duden en comprar una copia de El baile de los niños (2005) de Diego Ramírez, acaso el mejor título de ese grupo tan ruidoso que fueron los Novísimos.

Es verdad que el tiempo termina siendo el mejor juez, pero aquí pasa algo distinto: son las condiciones estructuralmente precarias de la poesía chilena y de la industria editorial la que condiciona a grandes libros a una vida breve. Su hábitat es la intemperie.

El libro de Ramírez fue publicado por El Temple Ediciones, sello hoy ya fuera de funciones, que también editó Exquisite de Gustavo Barrera Calderón o An Old Blues Songbook de Carlos Henrickson o Vírgenes del Sol Inn Cabaret de Alexis Figueroa. Libros excelentes, hoy en peligro de extinción.

Podría existir una lista de las especies amenazadas. O recomendaciones: compren cualquier libro de Andrés Anwandter, también los de Kurt Folch y de Javier Bello; si se encuentran con Aniversario de Matías Rivas tómenlo y, por supuesto, no duden ni un segundo ante la edición de Universitaria de Los Sea Harrier, de Diego Maquieira, o cualquiera de los originales de José Ángel Cuevas, que ya ni sabemos exactamente cuáles son. Eso pasa, ¿no?: hay cosas que ni sabemos que existieron. ¿Qué es realmente Las ferreterías del cielo (1964) de Arturo Alcayaga Vicuña? ¿Un libro de poesía o una pieza de arte, hecha artesanalmente en la cárcel de Valparaíso? Está en la Biblioteca Nacional, vayan a mirarlo: es una sorpresa.

Es verdad que el tiempo termina siendo el mejor juez, pero aquí pasa algo distinto: son las condiciones estructuralmente precarias de la poesía chilena y de la industria editorial la que condiciona a grandes libros a una vida breve. Su hábitat es la intemperie. Y el papel en los descampados vuela a merced del viento hasta que ya no está en ninguna parte. No hay drama en eso. No hay tragedia en que un poema que una vez iluminó un territorio se vuelva apenas el reflejo de otro tiempo. Un eco que, a veces, puede tomar la forma de una nota como esta, que exagera la desventura de las extinciones en el borde del fetichismo. Otras veces, toma la forma de un impulso vivo y lleva a algunos editores a traer de vuelta esos textos antes del olvido: si recién fue Metales de pesados, de Yanko González, durante julio vienen al menos dos reediciones a las que estar atentos: Lecturas Ediciones publicará Transmigración, que Roberto Merino lanzó en 1987, mientras que La Calabaza del Diablo en alianza con Cuneta pondrá nuevamente en la calle Criminal (2003), de Jaime Pinos. A veces no es fácil desaparecer.

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