Este martes falleció a los 93 años el último novelista de la Generación del 50. A pesar de su creciente revalorización, se trata de uno de esos escritores que suelen insertarse en el canon literario de manera incómoda: el clásico ejemplo del narrador y académico al que miran con recelo sus colegas, aunque demuestre, de sobra, su solvencia en ambos campos. Prueba de ellos son Job-Boj, La ley del gallinero, Ay mama Inés o Tahuashando: lectura mestiza de César Vallejo, libros que deslumbran por su erudición y polifonía de voces, así como por la capacidad para interrogarse acerca de eso que llamamos Chile.
por Pedro Pablo Guerrero I 25 Mayo 2024
Jorge Guzmán murió dos días antes que su amigo Guillermo Núñez, y a la misma edad. Ambos habían nacido en 1930 y estudiaron juntos en el Instituto Nacional, donde asistieron a la Academia de Letras que dirigía el escritor y profesor de castellano Juan Godoy, autor de Angurrientos, novela emblemática de la Generación del 38, que dio origen al angurrientismo: más que un movimiento, una voluntad de estilo caracterizada por su voracidad temática y el ansia de comerse todo: la realidad, la vida, el mundo, que caló hondo en la obra de los discípulos de Godoy.
No es casual que en su primera novela, Job-Boj (1967), uno de los protagonistas se encuentre en la calle con otro institutano —trasunto del compositor Leon Schidlowsky (1931-2022)— y lo arrastre a comerse un sándwich de pollo doble en un portal de la Plaza de Armas. Tampoco es de extrañar que luego decidan ir a buscar a otro condiscípulo, el pintor Guillermo Góngora (Guillermo Núñez ficcionalizado), quien le prestará al narrador, tiempo después, su casa en la playa, desde donde, a su vez, se irán a almorzar un patache de mariscos en el hogar de una familia de pescadores.
Esta hambre omnipresente en la novela de Guzmán se proyecta, primero, a los alimentos y las bebidas, y —en un grado de complejidad creciente— a la competitividad entre hombres: el póker, las discusiones, las grescas; la mujer deseada y, por sobre todo, a las ganas de escribir. Escribir pese a todo: los proyectos fallidos, los fracasos matrimoniales, las depresiones y los desengaños.
Más allá de las páginas del libro, los discípulos de Godoy compartieron un apetito por conseguir un reconocimiento a su obra. A la larga, lo alcanzaron tanto Núñez como Schidlowsky, ganadores del Premio Nacional de Artes Plásticas (2007) y el de Artes Musicales (2014) respectivamente. Galardón que no alcanzó Guzmán, a pesar de recibir otras importantes distinciones, entre ellas los premios Municipal de Literatura, Academia Chilena de la Lengua, Consejo del Libro y Manuel Montt por su novela Ay mama Inés (1993). Otro de sus libros, Cuando florece la higuera, ganó el Premio Jaén de Novela 2003.
Se pueden distinguir dos momentos en la obra narrativa de Jorge Guzmán. El primero se inicia con la publicación de “El Capanga”, texto ganador del concurso de cuentos de El Mercurio en 1956. Un relato ambientado en la selva boliviana que se inserta en esa corriente del proto-Boom latinoamericano en la que confluyen el relato de bandidos y el motivo del acoso, del que participan novelas como Eloy (1960), de Carlos Droguett. Una tradición narrativa que continuaría hasta el post-Boom en novelas como La danza inmóvil (1983), de Manuel Scorza. En el texto de Guzmán, la peripecia de un bandolero recorriendo, a la deriva, el río Mamoré, atado con alambres a una cruz de madera, a manera de cruel ordalía ideada por sus captores, recuerda la violencia de los relatos de Horacio Quiroga, pero también la angustia de Jesús en el Calvario, que en el texto de Guzmán adquiere reverberaciones existencialistas, como en las novelas de Pär Lagerkvist.
“Y entonces, por primera vez, morir le dio miedo, porque ya no era solo el fin de la vida, sino el fin del hacer, la imposibilidad eterna de actuar sobre las cosas odiadas, el aniquilamiento, la risa de los que le debían esa misma vida”, se dice el Capanga.
Un segundo relato de esos años es «La felicidad», escrito en 1955 y reescrito en 1998, año de su aparición junto a «El Capanga», en LOM Ediciones, que ha publicado casi toda la obra ensayística y narrativa de Guzmán, quien integraba el comité editorial del sello desde 2008, pese a vivir retirado en las Rocas de Santo Domingo. «La felicidad» transcurre nuevamente en Bolivia, pero en una mina. Su protagonista es un ingeniero francés que trabaja en ella para una gran compañía. Desengañado de la civilización tras las dos guerras mundiales y la amenaza nuclear, es el habitual caso del europeo goes native (que se vuelve nativo): corta con su familia europea; se amanceba con una indígena a la que maltrata; se alcoholiza y pierde todo interés en vivir entre los hombres blancos. Casi un cliché después de Joseph Conrad y José Eustasio Rivera, tópico al que Guzmán se las arregla para dar una vuelta de tuerca que revela las contradicciones del protagonista, sin caer en ciertos maniqueísmos que campearon en los años 60.
A esa primera fase de la narrativa de Guzmán pertenece también la novela Job-Boj que, ya desde su título palíndromo, anticipa tanto una alusión a la historia bíblica que intenta desentrañar el sentido del sufrimiento humano como el juego de espejos entre dos narraciones que se presentan en dos series de capítulos alternados. La primera cuestión la resume bien el personaje músico, cuando le cuenta a su amigo escritor que está trabajando en el Libro de Job: “Todavía no lo entiendo. Cada vez lo entiendo menos”. La estructura del libro, en tanto, forma parte de la introducción en la literatura latinoamericana de técnicas narrativas más complejas y exigentes para el lector, como las que utiliza por esos mismos años Mario Vargas Llosa en La casa verde (1966).
En Chile, el libro fue bien recibido. Ignacio Valente afirmó que su novela primeriza lo situaba en la “cercanía de los mejores”: Jorge Edwards, Carlos Droguett y José Donoso. El crítico elogia el oficio de Guzmán, aunque le reprocha cierta construcción vacilante y no le gusta su título, porque no está de acuerdo con que la historia bíblica de Job sirva de clave interpretativa. Leída desde el presente, más de 50 años después, otras son las cosas que llaman la atención. La prodigalidad del autor en referencias cultas, no solo literarias, que abarcan desde alusiones eróticas del Cantar de los Cantares hasta citas apenas disimuladas de Luis de Góngora. La riqueza y precisión de su léxico es otro punto alto: tecnicismos, americanismos y palabras soeces en las situaciones que lo ameritan.
El golpe de 1973 supuso un largo paréntesis en la ficción de Jorge Guzmán. “Yo trataba de escribir, pero no podía. Se me arruinó el órgano escribitivo”, explicó en una entrevista que dio a Angélica Rivera, de LUN, en 1998. Capeó esos años de plomo haciendo clases en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Publica por entonces los ensayos Diferencias latinoamericanas: Mistral, Carpentier, García Márquez, Puig (1984) y Contra el secreto profesional: lectura mestiza de César Vallejo (1991), reeditado en 2000 con el nuevo título de Tahuashando: lectura mestiza de César Vallejo.
Las lecturas latinoamericanistas de ese período se reflejarán en su retorno a la novela, después de 26 años, con Ay mama Inés (1993), subtitulada significativamente (Crónica testimonial). Por supuesto, no era una crónica al uso, sino una reinvención del género. La ficción se cuela en la recreación de sucesos históricos que va contando un narrador-cronista, asumiendo el punto de vista de los personajes: primero, de Pedro de Valdivia, pero luego predominantemente de Inés de Suárez. El lector asiste a la intimidad de su relación en Lima y, luego, los acompaña en el viaje hacia Chile. Se hace evidente, en los detalles, el fino trabajo de documentación que se tomó Guzmán para escribir el libro, sin que la veracidad histórica asfixie la verosimilitud literaria.
Deslumbra la erudición y amenidad del narrador-cronista, quien no pretende ser contemporáneo de los hechos que narra y hasta se da el lujo de citar a Engels: “El hombre hace la historia, pero no sabe cuál es la historia que hace”. Propone a un Pedro de Valdivia cercano al humanismo de Erasmo e incluso, en su juventud, lector de Joaquín de Fiore. En su audaz expedición a Chile, el conquistador ve una vía de escape al “marasmo moral” del Virreinato. La oportunidad de partir de cero. A medida que pasan los años, sin embargo, sus expectativas se estrellarán contra la realidad, como el autor se encarga de recordarlo desde el primer capítulo.
En su novela siguiente, La ley del gallinero (1999), Guzmán elige otro episodio fundacional de la historia de Chile. El relato parte con el asesinato de Diego Portales durante la sublevación de Vidaurre, pero en lugar de elegir el punto de vista de una celebridad, el narrador elige el del juez José Álvarez, llamado a presenciar la autopsia del todopoderoso ministro. La novela de Guzmán es, el fondo, una disección de su figura, proceso en el que se van incorporando, a medida que avanza la novela, personajes claves de su vida. Las ideas que manifiestan muchos de ellos revelan una lectura desmitificadora. “Ese asesino era repugnante, pero había librado al país de la tiranía de Portales, y al mismo Portales de convertirse en un dictador sangriento”, piensa el juez que investiga su homicidio. Contraponer perspectivas disímiles arroja nuevas luces sobre la historia, obliga al lector a replantearse creencias asentadas; dogmas y estereotipos construidos por el sistema educativo y la instrumentalización política.
Jorge Guzmán tenía talento para la polifonía. Vuelve a utilizarla en Cuando florece la higuera, novela situada mucho más cerca del presente, pero también en Deus machi (2010), que transcurre en el siglo XVII, un periodo que le interesaba particularmente al autor por esos años, incluso más que el Siglo de las Luces.
Antonia Viu, directora del Doctorado en Estudios Americanos de la Universidad Adolfo Ibáñez, es autora del ensayo Imaginar el pasado, decir el presente. La novela histórica chilena (1985-2003), donde analiza extensamente esta producción narrativa de Jorge Guzmán. En un texto, todavía inédito, que forma parte del IV volumen de la Historia crítica de la literatura chilena (LOM), coordinado por Grínor Rojo, Viu afirma lo siguiente: “La narrativa de Jorge Guzmán compone una obra vasta y relevante en un arco temporal que va desde los años 50, con sus primeros cuentos, hasta entrada la segunda década de este milenio, y que ha dado forma a preguntas imprescindibles sobre el entramado público y privado de eso que llamamos Chile, una obra escrita desde un oficio que logra mostrar los matices y las contradicciones que han forjado nuestro país, desde memorias personales y también desde la monumentalidad/precariedad de un archivo histórico en permanente construcción: a veces en diálogo con muchas otras lecturas, a veces desde una proximidad que no admite mediación alguna”.
Sobre los protagonistas de sus novelas, la investigadora observa: “Cada uno de sus personajes se instala desde una particular forma de ver el mundo en la que se cruzan cosmovisiones, circunstancias históricas y personales, afectos y carencias. La reflexión que proponen sus novelas, la que a nivel latinoamericano tiene contactos tanto con la literatura del boom como del postboom, es siempre interesante, sugerente, e irradia la generosidad de quien ha vivido una vida larga sin renunciar a imaginar otras”.
Último novelista de la Generación del 50, a la que se le adscribe con cierto desfase, Jorge Guzmán es, a pesar de su creciente revalorización, uno de esos escritores que suele insertarse en el canon literario de manera incómoda. El clásico ejemplo del escritor y académico que miran con recelo sus colegas, a pesar de que demuestre, de sobra, su solvencia en ambos campos. La incursión relativamente tardía de Guzmán en la novela —el género literario más apetecido por las editoriales—, pasados ya los 30 años, puede haber influido también en su relativo desconocimiento para el llamado lector común, sea lo que signifique esa entelequia creada por los departamentos de marketing.
Permítaseme, al respecto, contar una anécdota significativa de la que fui testigo. En 2003, al publicar Cuando florece la higuera, en un conocido suplemento literario de la prensa nacional decidieron asignarle la portada a su entrevista. Una diseñadora estaba diagramando su foto en la página cuando pasó su jefa y vio la pantalla del computador. “¿No puede ir otra foto?”, preguntó. Le parecía inconcebible que un “señor” de 73 años ocupara un lugar tan destacado en una página reservada habitualmente para escritores jóvenes y fotogénicos.
No sabía lo que uno de los protagonistas de Job-Boj dice en la novela: “Sin duda que se puede ser eternamente joven”.
Los buenos escritores no envejecen.