No existe otro novelista —plantea el autor de Matadero Franklin y Aguafuerte— que haya empujado los límites de la correlación entre relato, forma, lenguaje y temporalidad, como lo hizo el escritor peruano, fallecido este domingo a los 89 años, en obras tan admirables como Conversación en La Catedral y La ciudad y los perros. Y agrega: “Esto no quiere decir que lo considere el ‘mejor’ novelista, ni que otros autores no hayan podido alcanzar tal nivel de excelencia en este arte, pero creo que nadie como él fue capaz de autoimponerse determinadas fronteras en cada una de sus novelas, contornos que produjeron excelsitud, como si la libertad de creación y la superación de la novela como género dependieran intrínsecamente de los parámetros que el artista fija para cada nueva aventura narrativa”.
por Simón Soto I 15 Abril 2025
La obra de Mario Vargas Llosa funciona como un faro de creatividad y constante desafío para quienes deseamos atravesar el camino de la literatura. Este oficio no se trata simplemente de contar historias, porque para escribir también es imprescindible pensar la forma material en que el relato es diseñado y erigido sobre el papel. Y eso es lo que Vargas Llosa expone con singular maestría. Tal vez el arte de transmitir historias a otros sea la experiencia narrativa más remota de los seres humanos, pero la literatura como arte autónomo, y en especial la novela como su forma suprema, es estrategia, tiempo, andamiaje y decisiones de estilo, todo esto para intervenir disruptivamente en el estado de la realidad. Ni más ni menos eso es lo que provoca la novela en todos aquellos que observan críticamente el devenir del mundo, y para quienes la política, los credos, los sistemas económicos y cualquier otro dispositivo de sociabilidad son insuficientes para relacionarnos con nuestro entorno y con nuestra propia intimidad síquica.
Pienso que no existe otro novelista que haya empujado los límites de la mencionada correlación entre relato, forma, lenguaje y temporalidad como lo hizo Vargas Llosa. Esto no quiere decir que lo considere el “mejor” novelista —no creo que en literatura existan esta clase de jerarquías—, ni que otros autores no hayan podido alcanzar tal nivel de excelencia en este arte, pero creo que nadie como él fue capaz de autoimponerse determinadas fronteras en cada una de sus novelas, contornos que produjeron excelsitud, como si la libertad de creación y la superación de la novela como género, dependieran intrínsecamente de los parámetros que el artista fija para cada nueva aventura narrativa.
Por supuesto, no todas sus novelas consiguieron llegar a esa altura soberbia que el propio autor impuso con cada una de sus arquitecturas específicas, pero se me ocurren algunas que provocan, en su mismo desarrollo, un big-bang y la posterior creación de un universo prodigioso, desmesurado, atrevido, pero en todo momento coherente con sus reglas internas. Pienso en La ciudad y los perros —publicada cuando el autor tenía 26 años—, La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta, por mencionar aquellos tótems a los cuales vuelvo una y otra vez, en los que siempre encuentro sorpresa y maravilla. En todas estas novelas, tan distintas entre sí, pero donde el autor impone su voz y su condición de estilista único, se aprecia con claridad cuán importantes son esas predeterminaciones con las que trabaja Vargas Llosa, que son necesarias no solo para construir la novela, sino también para llevar ese artefacto narrativo hacia su máximo potencial de expresión.
La ciudad y los perros es un prodigio de madurez estilística, con esa multiplicidad de voces que se contraponen y se pasan la posta del relato para contarnos la experiencia brutal y violenta del Colegio Militar Leoncio Prado. Para dar con el efecto coral y de disociación aberrante que padecen los conscriptos, los capítulos parecieran sufrir una suerte de distorsión expositiva, en la cual el lector no es capaz de ubicarse en plenitud hasta que se adentra en la narración y va adquiriendo consciencia de lo que ocurre. Toda aquella prosa de ritmo incansable, al servicio de los múltiples puntos de vista, deudora, claro está, de Faulkner en primer lugar, da muestras de un talento y oficio deslumbrantes y precoces, sobre todo considerando —como el mismo Vargas Llosa expresó alguna vez— que la narrativa, a diferencia de otras artes (como la música o la pintura), no es prematura. Por el contrario, para madurar necesita experiencia, lectura, oficio, vida.
Este afán por el lenguaje crece todavía más en La casa verde, donde existe casi una simbiosis entre el estilo cargado de la prosa, con el entorno agobiante en el que se desarrollan los hechos, algo que también es trabajado en La guerra del fin del mundo. Uno se pregunta cómo llegaba a esos entramados, qué ocurría en la cabeza del escritor para encontrar el diseño estructural de Conversación en La Catedral, por ejemplo, donde las temporalidades se deforman, se pliegan y se abren en torno a esa jornada de cervezas y revelaciones, saltando al pasado y volviendo otra vez al que es posiblemente el diálogo más indeleble de la literatura latinoamericana, ese donde las palabras agrias de Zabalita y el negro Ambrosio exponen el horror latinoamericano como una condena persistente y arquetípica.
Está también el Vargas Llosa ensayista (al cual sus detractores progresistas han intentado minimizar, como una estrategia para cobrarle su viraje hacia el liberalismo), cuyas ideas y reflexiones se erigen como un camino paralelo al del novelista, exhibiendo tanta destreza y excelencia como demostró en la ficción. Y también el Vargas Llosa reportero (el escritor situado o, si se quiere, el intelectual público), el autor de teatro y el que firmó esa obra maestra del cuento llamada Los jefes. Todas estas versiones del creador dan para un extensísimo ejercicio reflexivo y de escritura, por cierto. Yo he querido aquí, con motivo de su fallecimiento, ensayar algunas líneas breves acerca de su supremacía en el arte de la novela, conseguida, pienso, gracias a su ambición y a esa disciplina férrea que plasmó tanto en su vida laboral como en las directrices que diseñaba para comandar cada uno de sus proyectos literarios.
Estoy convencido de que su obra tendrá un largo aliento. Todavía nos queda mucho por releer y descubrir no solo nuevas interpretaciones; también volver a maravillarnos con lo que antes ya nos había deslumbrado. No me imagino una cualidad más poderosa en una obra narrativa.