Supervivencia de las mariposas: Lumpérica 40 años después

La novela con la que Diamela Eltit debutó en 1983 apela no solo a la luz artificial como metáfora de tiempos difíciles, sino que, sobre todo, permite entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación: iluminar implica ver más, para desconocer aquello que fue aniquilado. A partir de esta paradoja, Eltit funda su poética y da cuerpo a uno de los proyectos literarios más radicales e innovadores en nuestra lengua. No en vano, el autor de este ensayo vincula Lumpérica con Fuerzas especiales, obra publicada con 30 años de diferencia.

por Javier Guerrero I 29 Septiembre 2023

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Ven acá, estoy confundiendo los haces de luz, los avisos, el grito salvaje de ella decadencia, no sé cuál será mi suerte”.
Malú Urriola

El 10 de marzo de 1983, hace ya 40 años, Diamela Eltit recibió una correspondencia sorpresiva. El Ministerio del Interior de Chile, por orden del ilegítimo presidente de la República, Augusto Pinochet, autorizaba la edición, publicación y distribución de su primera novela, Lumpérica. La apuesta literaria de la escritora traspasaba la censura para dar cuenta de la máquina censora de la dictadura. En una entrevista, la autora argumentó haber escrito la novela con un censor a un lado, lo cual no implicaba alineación alguna con la tecnología de la censura. Por el contrario, la opera prima de Eltit era capaz de burlar el estricto control establecido por la oficina estatal, a partir de la exposición de la máquina totalitaria que pretendía modelar el sentido.

Lumpérica apela a la luz artificial como alegoría del poder dictatorial. Su propia circulación a través de la burocracia censora expone los comprometidos modos de producción del texto, dado el enseñoramiento de la lógica totalitaria en Chile. Asimismo, la novela hace de la luz una alegoría que, además, tensiona las relaciones entre autoritarismo, iluminismo y poder. La luz que bana el lumperío, que define a los pálidos en la novela, constituye la única garantía de sujeción que posee el Luminoso, figura que ha sido ampliamente entendida como referente metafórico de la dictadura. Según ha señalado Sara Castro-Klarén, L. Iluminada es “la suma o posiblemente la resta de un cuerpo desgarrado que intenta encontrar una voz en el límite con la muerte. Paradójicamente, es la luz enceguecedora del Luminoso sobre la plaza, la que, al torturar el cuerpo, lo rescata del silencio total”.

Recordemos, L. Iluminada es una mujer a quien torturan toda una noche: cuerpo quizá violado en un espacio que ocupa la electricidad, vigilado y filmado para ser reducido, troceado. Pero este mismo cuerpo, radicalmente iluminado por el Luminoso, podría ser inscrito a partir de otras interrogantes que incluso cuestionen las operaciones alegóricas o metacríticas que han organizado la recepción de la novela. La luz también debe ser concebida como figura propia de los dispositivos audiovisuales; y, asimismo, como crítica al bio y psicopoder de la imagen que Diamela Eltit decide desplegar desde su primera novela.

Justamente, el complejo andamiaje que erige Lumpérica solicita entender cómo ambas figuras visuales, el cartel lumínico y la cámara, son capaces de alterar el cuerpo de L. Iluminada: “El luminoso no se detiene. Sigue tirando la suma de nombres que los va a confirmar como existencia”. De esta manera, la novela da cuenta sistemáticamente de la capacidad seductora del Luminoso, la fuerza orgásmica, en el sentido que le adjudica Paul B. Preciado, que imprime y requiere la mirada totalitaria inscrita en el ojo mecánico de Dios. Entonces, el dispositivo cinematográfico que se basa en el corte es también capaz de perpetrar sus cortes en el cuerpo de L. Iluminada.

En 1980, las compañías Osram, Philips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación en Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad de Chile, el Estadio Nacional: precisamente, los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura.

De acuerdo con Lumpérica, las mecánicas del cine echan mano del halo de luz y del corte para cercenar a los cuerpos lumpen. La oscuridad, basada en ese fuera de campo y en las zonas no iluminadas de la plaza, se convertirá en un espacio de posibilidades múltiples que, aún ambiguo, no transita por la disciplina bio, psico o necropolítica y el martirio del Luminoso. El laboratorio chileno del neoliberalismo ha enseñoreado el dispositivo audiovisual como figura que remarcará las nuevas retóricas imaginarias del totalitarismo.

En este sentido, la novela Fuerzas especiales, publicada 30 años después que Lumpérica, se instala en el desajuste que constituye el mismo espacio del cíber —lugar pornificado, de constante tecnología en falla, precarización máxima del trabajo y el cuerpo—, para comprender su capacidad de succión. Ya las ráfagas de luz eléctrica no deben solo ser instigadas por la fuerza orgásmica del cuerpo feminizado, sino que esta nueva temporalidad parapetada en los confines del cuerpo permite que la violencia visual sea ejercida por nuestros propios dedos, digitalmente. Por ello, la cíber-Lumpérica de Fuerzas especiales es capaz de autocapturarse. El Luminoso se ha escurrido al interior de su propio cuerpo.

Fuerzas especiales da cuenta de cuerpos encapsulados en los cubículos del cíber, atrapados en las prácticas telefotográficas, obligados a producir su propio exterminio: “Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la registraba tapándose la cara ante el espejo… Después yo me iba porque cuando descubrieran el enmarque en el celular se volvían en mi contra de una manera que me aterraba”.

Encapsuladas, las nuevas lógicas de la visualidad fuerzan el encerramiento voluntario: “Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la transparencia que irradia la pantalla”. Por esta razón, por esta consentida entrega a la transparencia lumínica, la falla del cíber, a media marcha entre prostíbulo, café con piernas y maquila tecnológica, constituye una catástrofe para muchas vidas.

La mujer de Fuerzas especiales afirma: “Me bajo mis calzones en el cíber, me los bajo atravesada por el resplandor magnético de las computadoras… Después abandono corriendo el cíber y me voy a consumir todo lo que puedo”. Las titilantes ráfagas lumínicas de la computadora doblan el cuerpo, lo atraviesan e instalan el dolor —encarnado en las células digitales— para, entonces, consumirse y, paradójicamente, poder consumir. Porque el cuerpo ha sido iluminado, devorado irreversiblemente. Fuerzas especiales reactiva y complejiza la teoría de los dispositivos audiovisuales que ya instalaba Lumpérica.

Pero quiero ir más allá.

Al igual que la imagen de portada, estas fotografías pertenecen al archivo de Diamela Eltit en la Universidad de Princeton.

En Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi-Huberman produce una sofisticada lectura ya no de la efímera danza de las luciérnagas a la que a comienzos de los años 40 hacía referencia Pier Paolo Pasolini, sino, por el contrario, de la desaparición de ellas que el cineasta italiano denunciaba en un artículo de 1975, donde afirmaba que se trataba de un error pensar que el fascismo había sido vencido. En su ensayo, Didi-Huberman cita un pasaje clave del artículo de Pasolini: “A comienzos de los años 60, a causa de la polución atmosférica y, sobre todo, en el campo, a causa de la polución del agua (ríos azules y canales límpidos), las luciérnagas comenzaron a desaparecer. Ha sido un fenómeno fulminante y fulgurante. Pasados algunos años, no había ya luciérnagas”. La desaparición de las luciérnagas, para Didi-Huberman, estaría ya no en la oscuridad nocturna como metáfora de tiempos difíciles, sino, por el contrario, en la cegadora claridad de los “reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión”. La hiperexposición lumínica se opondría a la “luz pulsante, pasajera, frágil” de las luciérnagas. La intermitencia de la luz y su carácter amatorio propondrían una metáfora capaz de denunciar el fascismo luminoso y plastificado que ocupa cuerpos y habita plazas en la segunda mitad del siglo. No obstante, Didi-Huberman demuestra que incluso luego de la muerte de Pasolini, entre 1984 y 1986, en Roma, existían robustas comunidades de luciérnagas. Para el teórico francés, se trataría más bien de comunidades anacrónicas y atópicas que necesitarían de condiciones especiales para ser experimentadas: “Para conocer a las luciérnagas hay que verlas en el presente de la supervivencia: hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche, aunque se trate de una noche barrida por feroces reflectores”.

Didi-Huberman finaliza su libro haciendo referencia a un mundo polarizado, a una parte del globo inundada de luz en contra de otra surcada por los resplandores diminutos de las luciérnagas: “Por un territorio infinitamente más extenso, caminan innumerables pueblos sobre los cuales sabemos demasiado poco y para los cuales, por tanto, parece cada vez más necesaria una contrainformación”. Y esta contrainformación cristaliza en lo que a fin de cuentas Didi-Huberman entiende como imágenes-luciérnagas, caracterizadas como “imágenes al borde de la desaparición, siempre cercanas a quienes… se ocultaban en la noche e intentaban lo imposible a riesgo de su propia vida”. Estas punciones contrainformativas, entonces, rechazarían “la gloria del reino y sus haces de dura luz” y, también, la desaparición de lo popular ante el avance del fascismo.

Ahora bien, a la luz de Lumpérica, es oportuno reconocer los límites de la teoría de las luciérnagas de Georges Didi-Huberman. Porque, pese a su sofisticación, termina proponiendo una metáfora que reproduce la oposición binaria oscuridad-claridad, ceguera-visión. La luz fascista pareciera cegar por su luz omnipotente, mientras que la orgiástica e intermitente bioluminiscencia de las luciérnagas permitiría contemplar la impredecible oscuridad. Allí los dos reinos permanecerían casi intactos, pese a haberse intercambiado sus ontologías. Sin embargo, aun si ignoramos este aspecto y condenamos los reflectores del fascismo, al igual que Pasolini y Didi-Huberman, la interpretación alegórica del teórico francés constituye uno de sus mayores límites y, sin duda, el más relevante inconveniente del ensayo y su imaginación crítica.

Como decía al principio, 40 años después Lumpérica reclama otras posibles lecturas. Mejor, resulta fundamental una revisión ya no de los modos de producción que la hicieron posible como anomalía —rara avis de las letras chilenas—, sino de los alcances materiales que inscribieron la luz 40 años atrás. Es decir, ¿puede Lumpérica alejarse de la postura de Didi-Huberman? ¿De qué luz habla la novela de Diamela Eltit? ¿Adónde irradiaría la gloria del reino y sus haces de dura luz? ¿Cuál es la fuente de la feroz luz del poder? Porque esta novela no solo instala la continuidad entre poder y luz, fascismo e iluminación, sino que los conecta materialmente. Entonces, es necesario indagar en la relación entre electricidad y totalitarismo, y comprender que la luz estaría mediada tanto por su electrificación como por su borramiento.

Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse.

En 1980, las compañías Osram, Philips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación en Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad de Chile, el Estadio Nacional: precisamente, los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura, a partir del golpe de Estado de 1973. Sobre el principal centro deportivo de Chile, por ejemplo, un aviso publicado en El Mercurio afirmaba: “El trabajo ya ha terminado y nuestro Estadio Nacional ya posee Luz de Día, el asombroso avance tecnológico logrado y aplicado en el mundo entero por Siemens y Osram… La intensidad de la luz que provee el nuevo sistema de iluminación incorporado al Estadio Nacional es de 2.000 lux, siendo la anterior de solo 460 lux”. Otro texto de El Mercurio insistía en que se trataba del mismo sistema de iluminación instalado en Moscú para los Juegos Olímpicos, siendo los centros deportivos de Santiago y Moscú los más recientemente iluminados por la corporación alemana Siemens.

Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse. La luz aniquila y esto no sucede por su condición cegadora, sino por su imperativo visual profundamente excluyente que sigue la lógica del dispositivo fílmico.

En su análisis de las luciérnagas, Didi-Huberman se engolosina con la prosa de Pasolini y no se percata de las razones que el cineasta italiano argumentaba para afirmar que las luciérnagas estaban siendo aniquiladas. El fascismo está instalado en la destrucción del mundo, en la extinción de sus ecosistemas, en la catástrofe ecológica. En Chile, durante el tiempo en que Eltit escribía Lumpérica, se publicó un artículo titulado “El ocaso de las mariposas”, que abordaba la progresiva extinción de los lepidópteros en el país: “Las mariposas tienden a extinguirse de la faz de nuestro territorio… atentan contra la supervivencia de estos hermosos animalitos los roces descontrolados que se realizan en los campos: la eliminación de la flora de la cual se alimentan; la competencia con otras especies que han sido introducidas al país; la acción de predadores e insectos entomófagos; la comercialización abusiva de los ejemplares y el uso bárbaro y generalizado de insecticidas residuales”.

El ocaso de las mariposas resulta similar a la extinción de las luciérnagas de Pasolini. Lo que no pudo ver Didi-Huberman era la magnitud destructiva que el totalitarismo dejó, ya no encarnada en la cegadora luz, sino en el pacto entre mercado y Estado a propósito de la electrificación de la memoria. Lumpérica escribe simultáneamente el pacto alegórico entre dispositivo y luz eléctrica, pero a la vez activa su materia electrónica. La escritora esperará 30 años para revisitar lo que Pasolini denunció en los 70 y que ya preveía en Lumpérica. No solo la electrificación del poder, sino las consecuencias ambientales que el enseñoramiento del fascismo tendría en la aniquilación de las luciérnagas. Vuelvo a Fuerzas especiales: “La mariposa fue solo una técnica que quise poner en práctica. La saqué de un sitio de sanación que aseguraba que el dolor no era exactamente real. Decía que el dolor no existía en sí mismo, sino que formaba parte de la imaginación humana y que requería de un esfuerzo mental para ahuyentarlo… Pensé que si me hacía una con sus alas podría evitarme a mí misma, huir, salirme de mí y dejarme afuera con todo el dolor por las clavadas del lulo. Pero la mariposa me falló porque lo que nunca pensé fue que la mariposa incentivaría mi dolor con sus alas que se movían amarillas tal como yo me muevo amarilla encima del lulo. No me imaginé que la mariposa iba a estimular mi dolor y la técnica resultaría un tremendo fracaso”.

La mariposa fosilizada en la pantalla de la computadora, la luminosa constatación de su aniquilación y su supervivencia como fósil electrónico se vuelve más que resistencia, una materia conductora de dolor. La falla humana de la trabajadora del cíber da cuenta de la asociación entre dispositivos electrónicos y deriva totalitaria, de la plastificación del pacto entre cuerpo, fascismo y electricidad. Lo que Didi-Huberman no vio, pero vieron sí Pier Paolo Pasolini y Diamela Eltit, fue que las consecuencias alegóricas de la incandescencia se hicieron materia, materia de la electricidad capaz de contaminar, aniquilar, fosilizar, electrocutar la bioluminiscencia de las luciérnagas italianas, pero también el aleteo de las sedosas mariposas chilenas.

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