Etnografía, mitos y versos

por Rodrigo Pinto I 11 Marzo 2025

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1. El antropólogo francés Marcel Griaule (1898-1956) fue uno de los pioneros en el uso de las herramientas metodológicas de su disciplina para el estudio de las culturas que abordó a lo largo de su vida de trabajo. Se lo considera uno de los fundadores de la etnografía, método de recolección de datos de distintas fuentes directas, que permite la descripción completa de una cultura local. Fue especialista en los dogón, un pueblo que vive en la región central de Mali, allí donde el río Níger interrumpe su marcha hacia el norte desde las montañas que se alzan entre Sierra Leona y Burkina Faso. Donde el desierto impone su ley, el río vira bruscamente hacia el sur y se precipita en diagonal hasta su desembocadura en el golfo de Guinea.

Los dogón viven al sur de la curva. Griaule los conoció en su segunda gran expedición etnográfica por África, que se extendió entre 1931 y 1933. La gran riqueza cultural de los dogón, que se expresa en sus bailes con elaboradas y grandes máscaras y sus esculturas en madera, así como en la complejidad de su vida social y creencias religiosas, fue conocida en Occidente gracias a los escritos de Griaule.

Pero antes, en 1927, había dirigido una expedición etnográfica por Etiopía, en ese entonces conocida como Abisinia. De la abigarrada gama étnica y cultural que ocupa aquel territorio, Griaule recogió sus experiencias y estudios en profundidad de uno de sus pueblos en el texto “Mythes, croyances et coutumes du Begamder (Abyssinie)”, publicado en el Journal Asiatique de enero-marzo de 1928. Griaule hizo imprimir una separata de su artículo y solía llevar copias en sus viajes posteriores.


2. Michel Leiris (1901-1990) fue poeta, militante surrealista, amigo y después enemigo de André Breton (no fue el único, como ocurre en movimientos con líderes excesivamente puristas). En el Diccionario abreviado del surrealismo, publicado por Breton y Paul Éluard en 1938, la entrada sobre Leiris es muy escueta: “Fue poeta surrealista entre 1927 y 1929”. Mark Polizzotti, autor de una monumental biografía de Breton, describió a Leiris como “acerbo, modesto y dolorosamente honesto”.

Y también, desde luego, fue un reputado etnógrafo. Marcel Griaule lo contrató como secretario para la expedición que comenzó en 1931 y atravesó el continente africano por su parte más ancha, desde el puerto de Dakar, en Senegal, hasta Djibouti (Yibuti, en la actual ortografía castellana), un pequeño país situado entre Somalia, Etiopía y Eritrea y, en ese entonces, una colonia francesa. Recorrieron unos veinte mil kilómetros.

De aquel viaje, Leiris publicó El África fantasmal. De Dakar a Yibuti (1931-1933), que apareció en Gallimard en 1934 y fue editado por Pre-Textos en 2007. Inicialmente iba a ser un registro etnográfico, pero derivó en algo mucho más rico: un diario de viaje, de lecturas y de observaciones etnográficas que fue muy importante en su tiempo, pero quizá su mayor importancia es que en él está la semilla de los posteriores libros autobiográficos de Leiris, una de las grandes obras de la narrativa francesa del siglo XX. Me refiero a Edad de hombre, que tiene varias ediciones en castellano y es una suerte de preludio para la serie de cuatro tomos de La regla del juego. Leiris fue muchas otras cosas, pero detengámonos aquí.

No hay pruebas de que Leiris y Vallejo se hayan conocido, pero es posible que en algún momento sí hayan coincidido en algún lugar. Podemos imaginar una conversación nocturna en un bar lleno de humo, en torno a vasos de absenta o simplemente de vino, donde la pasión del compromiso con el destino del hombre los hermanara en recuerdos y anécdotas de África y Perú.

3. En las extensas anotaciones del 15 de mayo de 1932, Leiris, que se había quedado solo por unos días en Gallabar, Abisinia, anota que pasó por la mesa de trabajo de Griaule y dio con la separata del artículo sobre los Begamder: “Lo devoro. Hay una historia asombrosa de un pájaro sin macho, fecundado en los aires por el viento, algunos de cuyos huevos, por llevar unos signos enigmáticos que significan: ‘Jesús el Nazareno, rey de los judíos’, permiten en ciertas condiciones descubrir un fruto subterráneo maravilloso que da ciencia y fecundidad a quien lo coma”.

Cuando la expedición volvió a París, cargada de 3.600 objetos, 300 manuscritos y 6.000 fotografías, Leiris ingresó a trabajar como etnógrafo en el Musée de l’Homme, donde estuvo hasta 1971. Participó activamente en la intensa vida cultural parisina de entreguerras, pero no se sabe si conoció al último protagonista de esta historia, el poeta peruano César Vallejo, que vivió entre 1892 y 1938.


4. Vallejo llegó a París en 1923; un año antes había publicado una de las obras mayores de la poesía castellana de todos los tiempos, Trilce. Vivió del periodismo, de la traducción y de la docencia; al mismo tiempo, su militancia de izquierda y sus viajes a la Unión Soviética llevaron a que las autoridades francesas decretaran su expulsión en 1930. Se radicó en Madrid, pero en 1932 pudo volver, con su mujer francesa, a París. Se casó con Georgette Philippart en 1934.

Cuando estaba todavía en España, comenzó a escribir los poemas que tras su muerte fueron publicados como Poemas humanos, pero la parte más visible de su obra en esa época, escrita en prosa, tenía mucho más que ver con su intenso compromiso político.

Mientras tanto, Leiris, desde su regreso de África, asumió una fuerte posición contra el colonialismo y el esclavismo.

Como dije antes, no hay pruebas de que Leiris y Vallejo se hayan conocido, pero es posible que en algún momento sí hayan coincidido en algún lugar. Podemos imaginar una conversación nocturna en un bar lleno de humo, en torno a vasos de absenta o simplemente de vino, donde la pasión del compromiso con el destino del hombre los hermanara en recuerdos y anécdotas de África y Perú.

Aunque, en realidad, es mucho más probable que Vallejo haya leído El África fantasmal y que se haya detenido en esa anotación del 15 de mayo de 1932 que habla de los mitos de los Begamder. Porque ocurre que entre los poemas póstumos hay algunos en prosa; y entre ellos, uno que tituló Voy a hablar de la esperanza, pero que es, en realidad, el rodeo —porque no es una descripción o, si lo es, se debe a lo que excluye— alrededor del dolor que siente. Así comienza la primera estrofa: “Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente”.

Y en la segunda estrofa, mientras sigue ese juego de exclusiones que caracteriza el poema, incluye una frase que siempre me pareció la más enigmática y lograda del poema: “Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento”.

Es mucho más probable que Vallejo haya leído El África fantasmal y que se haya detenido en esa anotación del 15 de mayo de 1932 que habla de los mitos de los Begamder. Porque ocurre que entre los poemas póstumos hay algunos en prosa; y entre ellos, uno que tituló Voy a hablar de la esperanza, pero que es, en realidad, el rodeo —porque no es una descripción o, si lo es, se debe a lo que excluye— alrededor del dolor que siente.

5. ¿Cómo se hermanan esos textos donde es tan evidente la paráfrasis o, para decirlo en términos más contemporáneos, la intertextualidad?

Mi opinión es que ambos poetas fueron seducidos por la potencia de esa historia mítica de los Begamder y que Vallejo la incorporó a su poema sobre el dolor, por la tan peculiar extrañeza de la imagen. Pero lo más importante es que la cadena Begamder-Griaule-Leiris-Vallejo muestra cómo sobreviven los mitos a través de las palabras, en ecos que resuenan de libro a libro y que suelen perder la relación con su origen; esos huevos con signos de poder, que permiten encontrar la sabiduría bajo la tierra y no en los frutos de un árbol, se transmutaron en unos versos que se integran de manera perfecta en un poema que ha dejado de lado el saber, el poder, la divinidad y hasta la humanidad, para concentrar todo en ese dolor que no tiene ni origen ni causa, ni espalda ni pecho, ni luz ni sombra.

Nunca me olvidé de esos huevos neutros. Cuando leí esos versos, hace muchos años, pensé en los albatros, los petreles y otras aves marinas que pasan meses sin tocar tierra, solas en la inmensidad del océano, misteriosas en el persistente aislamiento que abandonan en la época del apareamiento, cuando vuelven a sus nidos en parajes remotos. Pero resulta que Etiopía no tiene siquiera un kilómetro de costa; y, sin embargo, el albatros es lo más cercano que puedo pensar a esas aves raras que ponen huevos del viento, cruzándose en la interminable llanura de las aguas con un barco ballenero que marcha hacia su destino al ritmo del golpe de una pata de palo sobre el puente de mando.

En una nota al capítulo “De la blancura de la ballena”, de Moby Dick, Melville escribió lo siguiente: “Recuerdo el primer albatros que vi. Fue durante una prolongada tempestad, en las aguas remotas de los mares antárticos. Después de mi guardia de la mañana, subí al puente cubierto de nubes y lo vi, posado sobre la escotilla: un ser real, emplumado, de inmaculada blancura y sublime, encorvado pico romano. A intervalos desplegaba las alas inmensas de arcángel, como para abrazar un arca santa. Lo sacudían asombrosas palpitaciones y sobresaltos. Aunque materialmente indemne, lanzaba gritos como un rey presa de una desesperación sobrenatural. A través de sus ojos extraños, inexpresables, creí discernir secretos que llegaban a Dios”.

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