Todo comenzó por aburrimiento

Condición vital que ha recibido diversos nombres en distintas épocas, el aburrimiento es como el mal tiempo. No es casual que, de aburridas, las personas se pongan a hablar del clima. Fernando Pessoa lo intuía: “Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio”. Primero los dioses se aburrían —y un dios aburrido, escribió Nietzsche, solo podía crear a un hombre aburrido. A su Adán le dio a Eva, pero ambos se aburrieron, como se aburre cualquier pareja. ¿Existe alguna salida?

por Constanza Michelson I 21 Diciembre 2023

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Aburre esperar, aburre el apuro, aburre el sinsentido, aburre el exceso de sentido, aburre trabajar, aburre el ocio, aburre hablar, aburre el silencio, aburre el hambre, aburre comer, aburre la gente, aburre no poder estar a solas, aburre la incapacidad de sentir, aburren los otros, me aburro de mí, aburre el matrimonio, aburre el amante, aburre la soltería, aburre lo viejo, aburre lo cotidiano, aburre la guerra, pero también —secretamente— aburre la paz.

El hastío es una especie de enfermedad de las cosas, incluso puede atacar a aquellas que alguna vez nos dieron alegría. Por eso, prácticamente todo puede derivar en una lata. Tal como describe Flaubert, el tedio de Emma Bobary es como una telaraña tejida en la sombra, una telaraña que alcanza todos los rincones del corazón.

Este particular fastidio ha tomado tantos nombres como épocas hemos atravesado: el taedium vitae de los romanos duró hasta el siglo I. La acedia de los monjes cristianos apareció en el siglo III. Reapareció bajo el nombre de melancolía en el siglo XV. Regresó en el XIX con el spleen del llamado “mal de siglo”. En el siglo XX vuelve como depresión. A esta lista de términos reunidos por Pascal Quignard, habría que agregarle en el siglo XXI varios otros: anhedonia —o fatiga crónica—, trastorno ansioso, déficit atencional, apatía.

Pese a sus diferencias, lo que en todas estas palabras habita es un “secreto doloroso”. La espantosa constatación de que la satisfacción, tan anhelada por el ser humano, es seguida por un dolor: más allá del placer ocurre la estafa del hastío.

Basculamos en un péndulo que oscila entre el anhelo doloroso y el hastío de la satisfacción; entre la pesadilla y la broma. A esta condición Sigmund Freud la llamó neurosis, cuyas consecuencias no solo urdirían la historia personal, sino también la gran Historia. De ello escribió en tiempos de guerras, y propuso una de sus tesis más provocadoras como inadmisibles: el ser humano no siempre busca el placer, tampoco su bien.

Ya nadie habla de neurosis. Tampoco el aburrimiento es un diagnóstico, pese a su presencia masiva. Si en el medievo tuvo estatus de pecado y los románticos le dieron un carácter de elegancia, hoy no es más que un estado indigno, propio de un tonto que no sabe cómo entretenerse: “Los burros se aburren”. Quizá porque el entretenimiento es más que el tiempo que queda al final del día; es el sostén de la economía anímica. Una economía, por cierto, millonaria.

La explicación fisiológica del aburrimiento es que los niveles de excitación cortical disminuyen en situaciones poco interesantes. Es una explicación aburrida. Pero el cerebro también responde al aburrimiento activando otras redes neuronales que activan la ensoñación. Ese añadido es más interesante. De todas maneras, el aburrimiento no alcanza a ser un diagnóstico psicológico ni social, seguramente porque los diagnósticos hablan de problemas, y los problemas buscan solución. Mientras que los males existenciales no se curan. No hay fármacos para el aburrimiento. En realidad, sí, pero no los recetan los médicos y tienen efecto rebote.

El aburrimiento es una condición vital, algo que se enfrenta cada vez, sin superarse jamás. Como el mal tiempo. No es casual que, de aburridas, las personas se pongan a hablar del clima. Fernando Pessoa lo intuía: “Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio”.

La década de los 90 fue el tiempo de conmemorar el pasado, inventar futuros afines al presente, y por supuesto divertirse. Jubilados antes de la primera batalla, una generación inventó intensidades de otro tipo: el deporte aventura y otras expresiones sospechosamente sintomáticas. El lenguaje de la guerra se desplazó al mundo de la empresa; un tipo de frase corta, en inglés. Esa lengua fue la de estandarización de la vida, las variaciones comenzaron a ser de tamaño, color y cuotas de la tarjeta de crédito. ¿Un desierto?

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Todo comenzó por el aburrimiento, dice el narrador de Memorias del subsuelo, de Dostoievski. Se refiere al comienzo de su historia, pero en realidad tal observación es un buen comienzo para cualquier historia. Primero los dioses se aburrían, y un dios aburrido, escribió Nietzsche, solo podía crear a un hombre aburrido. A su Adán le dio a Eva, pero ambos se aburrieron, como se aburre cualquier pareja. Kierkegaard imaginó que en ese punto el tedio del mundo comenzó a multiplicarse, luego Adán y Eva, Caín y Abel se aburrían en familia, tras ellos aumentó la población y el aburrimiento se hizo masivo. Para entretenerse concibieron construir una torre tan alta que fuera capaz de alcanzar el cielo: la Torre de Babel es la medida de su aburrimiento.

El tedio puede ser un comienzo en varios sentidos. De una creación, “calma chicha” le llamó Nietzsche a ese momento desagradable que antecede a la felicidad de la creatividad. Pero también puede ser el comienzo de un encierro sin salida. Puede ser tanto el inicio de una revolución, como de una contrarrevolución.

De todos los términos, en mi opinión la mejor denominación es Ab-horrore: separado del horror. Baudelaire hizo una advertencia al respecto en su poema “El viaje”: en el desierto del aburrimiento, el horror es un oasis. El horror como respuesta al aburrimiento es una clase de perversión que busca alcanzar una verdad de un modo inhumano, niega lo que la verdad le debe a la metáfora, a la ficción, incluso, a la mentira. El horror busca una verdad sin política, sin negociación. Una hiperrealidad.

Entonces nos debería preocupar el desierto, tanto como nos ocupa el horror.

Existe un cuento de Alphonse Allais sobre un Rajá hastiado de la danza de las bailarinas y de la desnudez repetida. Pide que a una niña le quiten el último velo, la piel. Solo el sadismo y la carne cruda lo despertaron del sopor. Lo que el cuento dice es que el placer sexual no es la última estación, es posible ir más allá, y más allá del principio del placer está la muerte. Es lo que enseña Saló de Pasolini. También Crash de Cronenberg, cuyos protagonistas, anestesiados sexualmente, buscan en el dolor volver a sentir. Más acá de la ficción: las imágenes de los prisioneros de Abu Ghraib, torturados y fotografiados por los soldados norteamericanos. Una imagen sutil, pero no menos siniestra del horror: Lucía Hiriart pedía en La Moneda que cortaran el quesillo en forma de corazón (J. C. Romero dixit).

Para George Steiner, el ennui podría ser una teoría de la cultura, una evidencia de las fuerzas que pulsan en la psicología colectiva. El gran ennui europeo se sitúa en las décadas de prosperidad económica y cultural que ocurren después de las guerras napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial. Mito de una pequeña edad de oro, bajo el supuesto de haber alcanzado una madurez y una coherencia sustentadas en la racionalidad. Pero lo que nota Steiner es que, proporcional a cada entusiasta publicación científica, aparecía otra que expresaba una desazón, incluso una nostalgia del desastre.

Un estado de ánimo feroz crecía y se colaba en las fantasías de ruina y destrucción. El mito de progreso encubría graves tensiones de clase y generacionales, además de una represión sexual imposible de contener. Las energías vitales estaban estancadas, la vida se volvió repetición y somnolencia. Creció una generación rumiante, con recuerdos que no le pertenecían. Padecía del recuerdo de otro tiempo que corría más rápido, un tiempo de inaugurarlo todo, donde el paisaje se erotizó. Se llenó de sangre también. Y el paso de un tiempo a otro no fue pacífico en el alma de una generación. ¿Cómo podía un joven escuchar sobre el Terror o Napoleón y luego ir a la oficina?

Antes la barbarie que el tedio”, escribió Théophile Gautier en el siglo XIX. La frase reapareció en mayo del 68.

Para Steiner, junto con las razones políticas, fueron las tendencias psicológicas, cuyo deseo era el de un fuego purificador, las que llevaron a Europa a abrir con la Primera Guerra Mundial una catástrofe que no paró hasta después de la bomba atómica. Es probable que esas generaciones, aquellas que perdieron el mundo más de una vez, hayan sufrido de una nostalgia del aburrimiento. Pese a ello, el siglo XX no cerró con una arcada, sino con un gran bostezo. Francis Fukuyama le puso nombre al nuevo ciclo: el fin de la Historia. Pero dijo también que la historia se reanudaría por aburrimiento.

Entrados a este siglo, en Chile los informes mostraban que la gente estaba más feliz, pero más disconforme; las cifras de cosas importantes para una sociedad crecían, pero también el descontento y la desconfianza. Tal como en el mito de la edad de oro europea, se negaron las tensiones, la desigualdad, la crisis migratoria y la ruptura generacional que trajo la tecnología digital. En Chile el mito en disputa se llama ‘los 30 años’.

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¿Qué significa nacer en la era “post”? ¿Es un comienzo o un tiempo póstumo? El fin de la Historia dice que todo ha sido realizado. La década de los 90 fue el tiempo de conmemorar el pasado, inventar futuros afines al presente, y por supuesto divertirse. Jubilados antes de la primera batalla, una generación inventó intensidades de otro tipo: el deporte aventura y otras expresiones sospechosamente sintomáticas. El lenguaje de la guerra se desplazó al mundo de la empresa; un tipo de frase corta, en inglés. Esa lengua fue la de estandarización de la vida, las variaciones comenzaron a ser de tamaño, color y cuotas de la tarjeta de crédito. ¿Un desierto?

El lenguaje de la empresa se extendió a todo, a la psicología, la educación, el amor. Pese a ese arreglo lingüístico que suponía efectividad, crecía una opacidad no calculada por las estadísticas. Entrados a este siglo, en Chile los informes mostraban que la gente estaba más feliz, pero más disconforme; las cifras de cosas importantes para una sociedad crecían, pero también el descontento y la desconfianza. Tal como en el mito de la edad de oro europea, se negaron las tensiones, la desigualdad, la crisis migratoria y la ruptura generacional que trajo la tecnología digital. En Chile el mito en disputa se llama “los 30 años”. Para algunos, crecimiento; para otros, la desigualdad al margen del crecimiento. Hay quienes ven modernización, otros, posfascismo. Desde luego, en esa discusión se juegan trayectorias vitales, posiciones sociales, intereses corporativos, verdades, mentiras y neurosis. No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de la crisis de un ciclo político y de fracturas sociales, pero aspectos psicológicos —como el aburrimiento— son poco explorados. Quizá por pudor, por poco noble. Pero el aburrimiento puede ser un serio síntoma de época. Se debe considerar el hastío de quienes viven en barrios desesperanzadores, lugares que crecen como un caracol, hacia dentro, sin horizonte; tanto, como el —no menos peligroso— aburrimiento burgués.

La política extrainstitucional fue la que empezó a erotizarse casi a fines de la primera década del 2000 en el mundo. Y en el caso de Chile, el estallido llegó en 2019. Se pueden decir muchas cosas sobre el estallido social que superan la intención de lo que acá escribo, pero lo que es innegable es que fue un acontecimiento erótico.

También una tempestad de excesos, hasta el asco. Como notó Pasolini a fines de los 60, en momentos de revuelta llega un punto donde ya no es posible distinguir a fascistas de antifascistas. La reacción no tardó demasiado; también la exaltación aburre. La pandemia, la crisis de seguridad, el fracaso en la traducción de ese ánimo a la vida institucional hicieron lo suyo.

El recuerdo del estallido en el discurso público se volvió una especie de pesadilla vergonzante. Como el día después de la orgía. Pero eso existió, una fuerza dionisiaca, una exaltación sexual y violenta, que cada cierto tiempo, bajo diversas circunstancias, retorna de lo reprimido.

Hay razones psicológicas que precipitan las políticas.

Leí que Fukuyama dijo que la guerra en Ucrania era un evento que, ahora sí, podría ser capaz de echar a andar la Historia de vuelta. Por supuesto, no era ese el regreso esperado.

No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de la crisis de un ciclo político y de fracturas sociales, pero aspectos psicológicos —como el aburrimiento— son poco explorados. Quizá por pudor, por poco noble. Pero el aburrimiento puede ser un serio síntoma de época. Se debe considerar el hastío de quienes viven en barrios desesperanzadores, lugares que crecen como un caracol, hacia dentro, sin horizonte; tanto, como el —no menos peligroso— aburrimiento burgués.

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Occidente ha hecho de la noche el lugar del miedo. Pero los antiguos, en cambio, temían al día, pensaban que el alma podía ser asaltada por el demonio de mediodía. Tal como lo expresó Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, cuando el juez le preguntó por qué mató al árabe, respondió que a causa del sol.

Hace más de un siglo, la filosofía advierte que el desierto avanza. Advertencia que a algunos les aburre. No así su versión literal, la que llaman eco-ansiedad. Como sea, lo que avanza es un sol sin sombra, un sol que es metáfora de la ruina del lenguaje para reparar el mundo. Un sol que es sumisión total al destino.

Frente a ello, siempre es posible distraerse. Pero lo que hace que las cosas no sean aburridas, en realidad, es prestar atención. A veces el absurdo impone su verdad y, como en el mito de Sísifo, nunca llegaremos a destino. Pero aun así, conviene comenzar. Pese a que no veremos finalizados nuestros proyectos, en una de esas, bajando por la roca una vez más, puede que se nos ocurra algo lindo y hagamos algo por ello. Esa es la auténtica libertad, que, como escribió Simone Weil, no es la satisfacción de los deseos, sino la relación entre el pensamiento y la acción.

 

Fotografía: Sergio Bravo (2019).

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