Diario de un retornado

Durante tres años, Alexánder, de 28 años, vivió en Santiago como un indocumentado. Ingresó a Chile por un paso no habilitado, a través de Tacna, y desde entonces se dedicó al delivery. El 3 de septiembre de 2022, sin embargo, retornó a Venezuela. Su nuevo plan era viajar a Estados Unidos, a través de la selva del Darién, una de las rutas migratorias más difíciles del mundo. El camino, no obstante, estaría lleno de imprevistos.

por Jorge Rojas G. I 5 Abril 2023

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Minutos antes de tomar el bus, Alexánder creó un grupo de Whatsapp en el que me agregó junto a su pareja, Fernando. El chat no tenía nombre, sino tres banderas: la de Chile, la de Venezuela y la de Estados Unidos, una especie de mapa iconográfico de lo que sería su segunda migración. Apenas salió del terminal, en Estación Central, escribió: “Después de tres años, comenzó nuevamente la travesía”.

Alexánder había llegado a Chile el 24 de julio de 2019. Lo hizo por un paso no habilitado entre la frontera de Tacna y Arica, luego de que la policía lo devolviese en siete ocasiones hacia Perú. No venía con pasaporte, por lo que no tenía otra forma de ingresar que no fuese esa. Había salido de Los Valles del Tuy, en Venezuela, hacía 18 días y en Santiago lo esperaba Fernando, su pareja, que había llegado tres meses antes con una visa de Responsabilidad Democrática. El viaje era un reencuentro, un nuevo comienzo.

Ambos fueron los protagonistas de “Diario de un indocumentado”, el texto principal del libro Nosotros no estamos acá, crónicas de migrantes en Chile, que publiqué en agosto de 2021. Allí relataba la historia de esa primera migración, la vida en Santiago y cómo la irregularidad de Alexánder se fue convirtiendo en un problema. Fueron tres años en Chile que, a grandes rasgos, podrían resumirse así: arrendaron un departamento en la comuna de Independencia, se compraron motos para hacer delivery y trabajaron de lunes a domingo solo para sobrevivir. El resto son detalles: conocieron la nieve, fueron a la playa, se endeudaron, se contagiaron de covid, chocaron en moto y adoptaron dos perros. Nada de eso, sin embargo, fue suficiente para generar arraigo. “El mes que viene me voy a Estados Unidos”, me dijo Alexánder a fines de julio de 2022. “Se me está haciendo muy difícil, no tengo posibilidad de sacar mis papeles y siento que estoy perdiendo el tiempo”.

La ruta que pensaba seguir era la del Darién, una inexpugnable selva de alrededor de 575 mil hectáreas que separa Colombia de Panamá y que también es conocida como El Tapón. En internet abundan los videos sobre las dificultades de atravesarla y las muertes que ocurren en la espesura del monte: los que caen montaña abajo, los que son arrastrados por las crecidas de los ríos y los que cuelgan de los árboles, abrumados por la desesperanza. Hombres, mujeres y niños. Quienes han logrado cruzarla, unas 158 mil personas en lo que va de 2022, recorrieron otros cinco mil kilómetros por carretera hasta la frontera con Estados Unidos. “Yo me voy primero y Fernando se va después”, me dijo Alexánder en julio.

Pasaron dos meses antes de concretar el viaje. El primer destino era regresar a Venezuela, una escala para ver a la familia y tramitar su pasaporte.

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Migrantes ilegales cruzando la selva del Darién camino a Estados Unidos.

Para hacer el camino de vuelta, Alexánder pagó 650 dólares en una agencia de viajes, un concepto generoso para un negocio que bordea lo ilegal. El primer tramo fue hasta Iquique. “Me fueron a buscar dos chavos súper malandros”, escribió en el grupo dos días después de haber salido. Contó que lo trasladaron a una casa y envió un video de la pieza en la que se estaba alojando: un cuarto pequeño con cuatro colchones en el suelo. Al día siguiente cruzó de Colchane a Pisiga. Así: caminó 10 minutos por el desierto, con el sol a su espalda, y llegó a Bolivia. Nadie lo detuvo. Ahí, un asesor lo hospedó en una casa repleta de otros venezolanos que iban camino a Chile. La ruta de Alexánder era a contrapelo: era el único que regresaba.

El chat se transformó en un diario. Por ahí nos contó los problemas que tuvo para cruzar de Bolivia a Perú, la historia de una joven que iba a Caracas a buscar a su hijo y nos llenó de videos cortos que lo mostraban a él en la ruta: cruzando el lago Titicaca en bote, el paisaje de Lima a Tumbes y una selfie luego de haber amanecido en un bus. “Se me ve otro brillo en la cara. Le di 12 soles al colector y me pasé para el asiento preferencial. Dormí más que la Bella Durmiente”.

Al llegar a Ecuador, Alexánder se reencontró con su padre, que vivía hacía cuatro años en Durán, una ciudad a orillas del Guayas. Subió una foto con él: un señor calvo, moreno, con una barba tipo candado, que llevaba un polerón de los Chicago Bulls. Luego envió otra, esta vez de un hombre andrajoso. “Aquí es donde vive mi papá y mi tío, en el trabajo”, escribió. “Duermen en el piso y está peor que cuando llegó: sin ropa, sin zapatos, sin nada”. Estuvieron un día juntos y cuando lo fue a dejar al terminal le dijo que le tenía una sorpresa: “Me regreso contigo a Venezuela”.

Al llegar a Colombia, Alexánder no escribió más. Supuse que era por problemas de señal, pero días más tarde, cuando ya estaba en Venezuela, se volvió a conectar: “Nos secuestraron”, dijo. Al llegar a Cúcuta, el chofer del bus paró unos minutos al lado de un caserío y cerca de 50 personas, que él atribuye a miembros de la mafia del Tren de Aragua, salieron a saquear a los pasajeros. Luego de eso, les cobraron un rescate de 60 dólares por los dos. “Yo llegué a Venezuela decepcionado. Lo único bonito ha sido estar con mi familia”.

El origen de esa desilusión radica en un diagnóstico que, desde su punto de vista, no era cierto: “Decían que Venezuela se estaba arreglando, pero era mentira”. Alexánder profundizó en esos matices. No hay un solo día, explicó, en que una persona disponga con seguridad de agua, luz e internet. “Acá la gente solo trabaja para comprar comida. Son pocos los que se pueden dar un lujo y si se lo dan es porque tienen familia fuera del país. ¿Cómo te lo explico? La gente sobrevive, se ve mucha decadencia en las personas, se les nota en la cara, en su forma de hablar, conformándose con todo”.

Uno de los pocos fenómenos positivos es que en su barrio ya prácticamente no hay delincuencia. Cuando se vino a Chile en 2019, los Valles del Tuy era una de las zonas con mayor criminalidad. En los diarios se leían noticias como estas: “Colgaron dos cadáveres degollados en los Valles del Tuy”, “Ocho muertos en disputa entre bandas delictivas en los Valles del Tuy”, “Adornaron un arbolito de Navidad con cabezas decapitadas en los Valles del Tuy”. Pero ahora, dice Alexánder, “los malandros se fueron del país”. Tiene lógica: si no hay a quién robarle, hasta el crimen organizado migra.

Ahora, dijo, lo que la lleva es ser policía. “Acá todos quieren estudiar eso. Tengo cinco primos y 12 amigos”. La razón: ser policía entrega la seguridad de un salario mínimo y también la posibilidad de obtener un extra siendo corrupto. “Tengo un primo al que la semana pasada lo corrieron por pasarle droga a un preso a cambio de cinco dólares”.

En el barrio ya todos saben que Alexánder ha vuelto y que pronto saldrá hacia el norte. En su cuadra son varias las familias con parientes que están yendo hacia allá. Algunos que ya cruzaron la frontera y otros que van en camino. A veces este concepto es literal: son muchos los venezolanos que se cuelgan una mochila en la espalda y se van caminando. Alexánder cree que en algunos tramos le tocará hacerlo, porque el costo de acceder a una agencia de viajes es imposible. Solo por cruzar de México a Estados Unidos le pueden cobrar hasta US$1.500, un precio que varía dependiendo “si vas por el río o por el muro”.

Alexánder no tiene ahorros, solo un teléfono de última generación que se llevó de Chile y que espera vender en US$500. Con eso, cree, le debiese alcanzar para cruzar el Darién. De Panamá a Estados Unidos, Fernando le irá enviando dinero. Ese es el plan.

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Los planes del migrante cambian a una velocidad impetuosa. Un día piensas ir a Estados Unidos y al día siguiente no te queda otra opción que regresar a Chile o mantenerte en Venezuela. ‘Es muy difícil planificar, estamos siempre inestables, casi siempre pasa algo. Siento que no puedo ir a otro lado que no sea Santiago’, me dijo ese día, la misma semana en que el presidente Gabriel Boric lanzó una amenazante frase a los indocumentados: ‘O se regularizan o se van’.

El viaje que hizo a Tarma, un pequeño pueblo rural cerca de Caracas, donde vivía su abuela paterna, de 79 años, tenía dos objetivos: verla después de tres años y despedirse antes del nuevo viaje. La anciana lloró. Otra vez. La anterior fue en julio de 2019, cuando Alexánder se vino a Chile. Él tiene una singular analogía para explicarlo: “Es como si yo me fuera muerto”, dijo. “¿Te acuerdas del día de mi velorio?”, bromea cada vez que habla con ella.

En Tarma estuvo tres días sin señal de teléfono y cuando regresó al terminal su celular comenzó a repicar. Eran cientos de mensajes. El primero era una nota de voz de Fernando: “¿Viste las noticias?”, le preguntó. Alexánder no tenía idea de qué se trataba. “Ya no te vas a poder ir, no hay oportunidad, porque cerraron la frontera de Estados Unidos”, continuó. Alexánder gugleó. Era cierto. El 12 de octubre, mientras él estaba en la casa de su abuela, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos había anunciado un nuevo plan migratorio para 24 mil venezolanos. Para postular, las personas debían someterse a una investigación, tener un apoyo financiero en Estados Unidos y cumplir con los criterios de elegibilidad, entre ellos tener pasaporte al día. Las autoridades advirtieron que cualquier persona que fuese sorprendida ingresando de manera irregular, sería deportada de inmediato a México. “Ya no hay nada que hacer por allá”, le respondió Alexánder a Fernando.

Los planes del migrante cambian a una velocidad impetuosa. Un día piensas ir a Estados Unidos y al día siguiente no te queda otra opción que regresar a Chile o mantenerte en Venezuela. “Es muy difícil planificar, estamos siempre inestables, casi siempre pasa algo. Siento que no puedo ir a otro lado que no sea Santiago”, me dijo ese día, la misma semana en que el presidente Gabriel Boric lanzó una amenazante frase a los indocumentados: “O se regularizan o se van”.

A la semana siguiente, Alexánder fue a la cita para la obtención de su pasaporte. Le tomaron una foto e imprimieron sus huellas digitales. Si tiene suerte, en dos meses tendrá su documento. Sin embargo, no se quedó a esperarlo. El 1 de noviembre tomó un bolso, metió dos mudas de ropa, se despidió de su mamá y con 100 dólares en el bolsillo se montó en un bus hacia Cúcuta. Se vino con la incerteza de no saber cómo iba a atravesar las fronteras hasta Chile, ni dónde iba a dormir, mientras esperaba que Fernando le enviara dinero. “Cuando esté allá vamos a trabajar duro para pagar todo lo que debemos y empezar a hacer nuevos planes”, le prometió.

Con la experiencia de haber hecho la ruta dos veces, cruzó de un país a otro sin asesores, siguiendo la huella de los pasos no habilitados por los que ya había caminado de ida y de vuelta. La “trocha”, como le llama él. Fueron 12 días de viaje hasta el terminal de Estación Central, el mismo desde donde dos meses antes había salido rumbo a Estados Unidos. En el camino se duchó solo una vez y desde Bolivia a Santiago no comió nada. A los 28 años, Alexánder ha recorrido Latinoamérica tres veces. Apenas llegó, se montó en la moto de Fernando y salió a repartir comida.

 

Para proteger la identidad de los protagonistas de esta historia se optó por colocar sus segundos nombres y, por lo mismo, se acordó no publicar imágenes de ellos.

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