Fauces: de Quignard y Cervantes

A partir de la hostilidad que se advierte en las breves menciones que Pascal Quignard hace del Quijote a lo largo de su obra, este ensayo indaga en algunas referencias al amor, la lectura y la risa presentes tanto en Cervantes como en el propio Quignard, con el fin de ponderar la animadversión del francés hacia el manco de Lepanto. El texto refleja cuán fecunda puede ser la oposición a un gran libro —como lo es el Quijote— para constatar la desconcertante centralidad de la ironía en el lenguaje literario.

por Matías Bascuñán I 11 Junio 2025

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Sé de tres referencias de Quignard a Cervantes. Las tres son negativas. Si hay otra, no me extrañaría que también lo fuera.

La primera (la enumeración sigue el orden del hallazgo) proviene de su entrevista con Cristián Warnken. El Quijote, dice Quignard, es monomaniaco. Alonso Quijano no se vuelve loco por leer demasiado, sino por leer demasiadas novelas de caballería, es decir, por no leer lo suficiente: desocupado lector. El destino le habría deparado algo distinto de haber consultado otros libros. Gesto inteligente (o ingenioso, para decirlo con Cervantes) de Quignard: breve e inesperado, por lo mismo desconcertante y, sin embargo, elocuente; o sea, característicamente lacónico.

La segunda se encuentra en su libro de 2024, Compléments à la théorie sexuelle et sur l’amour. En una subsección del capítulo “Las dos ofensas”, titulada “La ofensa hecha al amor”, Quignard habla de su lazo con Dominique Aury y escribe: “Lo que nos ligaba era nuestra detestación común y absoluta de Don Quijote. (…) Detestábamos la burla, la parodia, la degradación de la pasión, la humillación de la fragilidad y de la inquietud y de la pusilanimidad de los amantes, la mofa del amor. (…) Amábamos el amor loco, la pasión ciega, Tristán, Lancelot, la castellana de Vergi, toda la materia de Bretaña, Las mil y una noches, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, el Ariosto, Petrarca, Scève, Fénelon, Los torrentes de Madame Guyon. (…) Abríamos el Quijote: era una tristeza sin nombre ante un esplendor masacrado”. El afecto de la última frase corresponde a la aflicción de los lectores, y el paisaje, a las ruinas desoladas hacia las que siempre se dirige la literatura de Quignard. Ninguno al contenido del Quijote.

Si el reparto de la confesión resultara convincente, su violencia es innegable. Con un golpe, Quignard divide el canon entre amigos y enemigos del amor, se ubica entre los primeros y condena a Cervantes al ostracismo. El Quijote se burla detestablemente del amor. Punto.

Ahora bien, la violencia de la discriminación dice poco de Cervantes y demasiado de Quignard: la sentencia carece de justificación y su carácter perentorio no responde, en esta ocasión al menos, a ninguno de los rasgos de la escritura “asombrosa” o “desconcertante”, sublime incluso, de Quignard, como la ha llamado Michel Deguy, sino más bien a un desprecio sintomático.

Aunque Quignard explique su hostilidad (sin justificarla, pues entre las armas las leyes callan) como respuesta a una herida —“aquellos que rebajan al amor, sea en la sublimación, sea en la vulgaridad, blasfeman y nos hieren”—, lo que en el fondo detesta quizá no sea el Quijote, sino —me temo— el reflejo que le devuelve.

De ser el caso, no estaríamos ante una diferencia literaria fundada, sino más bien ante algo del orden de la vanidad. Aunque la escena en la que el yo se recrea en su propio reflejo suele representar el paroxismo de la vanidad, esta se expresa, en realidad, en su negativa a reconocerse en esa imagen, que percibe como un otro inasimilable. Hay vanidad, entonces, ya por una repulsión inadmisible e inconfesable de sí, ya por la por la incapacidad concomitante del yo para sustituir su imagen ideal por el reflejo, ya por tratarse de un ingrediente, más o menos inevitable, de la distancia que define al solitario: “Escasas son las especies que escapan a toda vida colectiva —escribe Quignard en Rhétorique spéculative—: el visón, el leopardo, la marta, el tejón, yo”.

Aunque parezca extravagante, la sospecha no anda descaminada. Por ejemplo, ¿qué impide reconocer en Alonso Quijano lo que Quignard llama “lector”, a saber: ese yo que se evapora para convertirse en “todos los libros que leyó”?

Lo propio ocurre con la ofensa al amor. Aunque sería absurdo desconocer el tono burlesco del Quijote, otra cosa es sostener que la burla es lo único que ocurre en la novela de Cervantes, incluso cuando ocurre.

El célebre episodio de Marcela y Grisóstomo lo confirma. Se trata de una historia de amor no correspondido entre dos jóvenes ricos que deciden vivir como pastores. Uno de los elementos más llamativos de esta historia es la “Canción desesperada” que compone Grisóstomo ante el rechazo de Marcela, clara adaptación de la canzone petrarquista en el Quijote y, según los entendidos, cúspide poética de Cervantes. No es en absoluto evidente, como se ha sugerido, que el manco de Lepanto se burle de la locura del amor en este episodio, ni que la “Canción desesperada” equivalga a una simple parodia de Petrarca, aun cuando su encuadre sea una sátira del amor cortés en la clave bucólica del género pastoril.

Atormentado por celos y sospechas, Grisóstomo canta un dolor inefable, que lo consume y lo lleva al suicidio (elemento incompatible con el imaginario cristiano del género pastoril). Su “Canción”, profusa en imágenes de desintegración y caos, quiebra la voz humana del cantor, volviéndola incomprensible y portadora de un afecto abrumador. En la primera estancia, Grisóstomo pide “que el mismo infierno comunique (…) un son doliente (…) que el uso común de su voz tuerza”, para así cantar el “áspero rigor” de su canción. Se trata de un lamento espantoso, que vomita “pedazos de las míseras entrañas”. En la segunda estancia, Grisóstomo invoca los gritos de las bestias salvajes, los rugidos de la tempestad y hasta el llanto infernal de las arpías para que

salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para cantalla pide nuevos modos.

La estridencia infernal de este coro inhumano bien pudo ser aludida en La Haine de la musique, donde Quignard habla del “canto del gallo que repentinamente hace que san Pedro se deshaga en lágrimas”.

Aunque la escena en la que el yo se recrea en su propio reflejo suele representar el paroxismo de la vanidad, esta se expresa, en realidad, en su negativa a reconocerse en esa imagen, que percibe como un otro inasimilable. Hay vanidad, entonces, ya por una repulsión inadmisible e inconfesable de sí, ya por la por la incapacidad concomitante del yo para sustituir su imagen ideal por el reflejo, ya por tratarse de un ingrediente, más o menos inevitable, de la distancia que define al solitario.

Pero lo más sintomático del desprecio de Quignard no es que soslaye los matices del Quijote en torno al amor, ni que tilde a Alonso Quijano de monomaniaco, sino su condena taxativa de la risa. Aunque escasamente, Quignard también ríe y, al reír, se desdobla en ofendido y ofensor, situándose, paradójicamente, con y contra Cervantes.

En Rhétorique spéculative, escribe: “El principio de razón (que todo sobre la tierra tiene una razón) hace que el retórico estalle de la risa. A ojos del retórico, el metafísico es un hombre que ignora la violencia propia del lenguaje y que teme a los sueños”.

Al reírse del filósofo, el retórico (Quignard) se ríe del amor, de la filosofía como una de las formas que asume el amor (caso emblemático: el amor platónico). Es preciso notar que la burla cervantina del amor cortés a menudo encuentra expresión en personajes que se ríen del principio de razón (delirante) del Quijote. En más de un sentido, entonces, el retórico se ríe de la ignorancia del filósofo (amante de la verdad, temeroso de los sueños) como los duques del Quijote de 1615 se ríen de la ingenuidad del caballero andante (amante de los sueños porque cree que son verdad).

La risa es aquí indisociable de la violencia: solo se ríe el que sabe que el lenguaje no da cuenta de lo que existe, sino que le impone razones a una realidad inopinada. Y se ríe del que no lo sabe: ese amante cuyo amor le hace olvidar (como ocurre con tantos amores) la violencia. Para aclarar: la risa no está del lado de la violencia (que está en todas partes) sino del que sabe que la detenta. El otro no sabe (no puede saber) de qué va el chiste. La risa es, para el que ríe, la conciencia irónica de la violencia y, para el ignorante, su expresión disimulada.

¿No es acaso Cervantes un maestro curtido en las artes de esta ironía y, por tanto, un retórico? Quizás lo sea, pero, aun así, Quignard lo detesta, como queda de manifiesto en su tercera referencia al autor del Quijote.

En Rhétorique spéculative, leemos que Cervantes pertenecería a ese linaje de novelistas que “se hace el gracioso a costa de sus personajes”, que “menosprecia a su criatura”, que hace que la novela, confiesa Quignard, “se me caiga de las manos”. El otro linaje, el de Quignard, ama a sus criaturas y no se demora en nimiedades, vale decir, en nada que no esté a la altura del amor y del odio. Estas dos “grandes familias”, sentencia el francés, son “radicalmente enemigas”: los que aman odian a los que ríen porque, según aquellos, estos odian, mezquinamente, al amor.

Pero, ¿Cervantes efectivamente menosprecia al Quijote? ¿Odia al amor? ¿Hay realmente dos familias? ¿No son acaso más complejos los entrecruzamientos? ¿No se advierte un tufo a resentimiento —hostilidad autoinmune— en el desdén de Quignard?

En su obra, la risa remite —al igual que la música y, en cierta medida, la lectura— al silencio de una violencia primitiva y prelingüística, que el lenguaje humano arrastra consigo como una sombra. El silencio persigue al lenguaje como la boca abierta de una bestia. Sus réplicas lo sacuden. A veces, lo derrumban. En Le sexe et l’effroi, Quignard afirma que, junto con la angustia, la risa es la densa lluvia de cenizas que cae lentamente sobre el ahora humano desde la erupción arcaica e inhumana de Eros. Y, en sus Petits traités, apunta lo siguiente:

La retracción de los labios en la risa muestra los dientes.
Los labios atrapan una presa en el vacío al reír.
La presa ausente retrae hasta los labios de las hienas. Se dice que las hienas se retuercen de la risa.

La risa es lo propio de los perros y de ciertos hombres.

Cuando estos hombres ríen, surge una bestia: sus rostros se desfiguran y sus bocas — devoradoras de fantasmas, como las de todo buen lector— se convierten, entre otras cosas, en fauces. Cervantes ríe, Quignard —lo hemos visto— también.

La ironía resplandece con un fulgor nocturno en la carcajada del retórico, pues ya no es la figura, sino la ceguera, de su saber disimulado y hostil sobre la violencia del lenguaje. Dicho de otro modo, la conciencia del retórico es irónica justamente porque su expresión violenta —la risa— fulmina su saber, en lugar de disimularlo. Esto se debe a que la violencia de la risa excede, siguiendo a Quignard, las formas conscientes de la violencia: es el estallido imprevisible de ese otrora inhumano y bestial que bulle silencioso en la lengua humana y que, al irrumpir en el ahora, la enmudece. Al reírse del filósofo, el retórico no solo invalida los motivos de su risa, ofreciéndose como eventual chiste para otro retórico más atento, sino que también es arrebatado por una violencia que resiste la comprensión. La risa del retórico interrumpe su lenguaje y, por ende, su conciencia, registrando el impacto irónico de un silencio inhumano sobre su saber.

Borges, quien en “Pierre Menard, autor del Quijote” describía “al arte detenido y rudimentario de la lectura” como “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, bien supo que los espejos tienen algo abominable.

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