En los terrenos del desecho

Tras el desmantelamiento del Estado de bienestar, la destrucción del medioambiente y la intervención en las economías más frágiles por parte de los grandes consorcios multinacionales, la narrativa acerca de la violencia en nuestra lengua ha puesto el foco en las consecuencias sociales, económicas y ecológicas provocadas por el capitalismo extractivo. Así, la literatura más sugerente en estos momentos sigue la recomendación que dio García Márquez, a propósito de la novela de la violencia: narrar no las muertes, sino los dramas de los vivos.

por Francisca Noguerol I 7 Enero 2025

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La violencia es un tema universal de la literatura: así lo demuestran, en la tradición occidental, títulos seminales como la Ilíada y la Odisea, las tragedias griegas, El cantar de Mio Cid o el teatro de Shakespeare. En el caso de América Latina, se convirtió muy pronto en un leitmotiv a la hora de analizar su producción cultural. Ariel Dorfman, en el ya clásico Imaginación y violencia en América (1970), subrayó que había dado lugar a metanarrativas de enorme relevancia, como las novelas “de la Revolución mexicana”, “del dictador” o, directamente, “de la violencia” (en Colombia), hecho que con el paso de los años continuaría con “el testimonio” y la “narcoliteratura”.

Dorfman señaló cuatro tipos fundamentales de violencia: la vertical y social, la horizontal e individual, la inespacial e interior y la narrativa. Esta taxonomía ha sido refutada por autores que, como Karl Kohut en Política, violencia y literatura (2002), rechazan la tercera categoría, según la cual existiría una identidad violenta inherente al ser latinoamericano. Esta idea, obviamente, se encontraba relacionada con el momento en que apareció el libro de Dorfman, signado por el compromiso político y la creencia de que aún era posible cambiar el mundo: un período donde no se discutía el empleo de la fuerza, sino cómo aplicarla en contextos autoritarios sin que el guerrillero —o el intelectual que lo defendía— perdiera humanidad.

Pero el mayor logro de esta obra se encontró, sin duda, en la asunción de la cuarta categoría, según la cual la narrativa que “protesta contra un mundo” debía ser, al mismo tiempo, violenta en el plano de la expresión. Este hecho explica la pertinencia de la experimentación neovanguardista, que ha encontrado en Raúl Zurita uno de sus más insignes cultores: un autor capaz de desarrollar una escritura material —en el cuerpo, los cielos, el desierto y los acantilados— para acabar con la anestesia perceptiva ante el dolor de los demás. De ese modo se explica también el proyecto literario de Diamela Eltit, que denuncia a través de elipsis la parálisis melancólica característica de los textos de finales del siglo XX, donde el neoliberalismo, presentado como apolítico, dinamita el impulso de cambio propio del ejercicio intelectual. O la creación alucinada de Roberto Bolaño, portavoz de la generación nacida en los 50, que renunció a sus ideales revolucionarios tras sufrir el “encierro, destierro o entierro” por parte de diferentes Estados autoritarios.

Todos estos autores han dado cuenta —como Slavoj Žižek, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009), y Byung-Chul Han, en Topología de la violencia (2016)— de la necesidad de considerar la violencia no como un hecho físico, verificable mediante los sentidos, sino como un fenómeno del que deben desentrañarse los mecanismos estructurales —invisibles a los ojos— que la reproducen una y otra vez.

Todos estos autores han dado cuenta —como Slavoj Žižek, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009), y Byung-Chul Han, en Topología de la violencia (2016)— de la necesidad de considerar la violencia no como un hecho físico, verificable mediante los sentidos, sino como un fenómeno del que deben desentrañarse los mecanismos estructurales —invisibles a los ojos— que la reproducen una y otra vez.

En esta línea se encuentran algunos de los más interesantes títulos recientes, herederos de un contexto que no está de más recordar. Tras la caída, hace ya más de tres lustros, de Lehman Brothers y el profundo colapso socioeconómico internacional que este hecho provocó, se abandonó el optimismo frente a los efectos de la globalización y se hicieron evidentes las consecuencias del triunfo del capitalismo sin freno: desmantelamiento del Estado de bienestar (sanidad y educación desabastecidas de sus recursos básicos, aumento exponencial del paro y los desahucios), destrucción del medioambiente (campos devastados por monocultivos tóxicos) e intervención en las economías más frágiles de los grandes consorcios multinacionales.

La violencia que define nuestro tiempo es, pues, la provocada por un capitalismo extractivo de nefastas consecuencias a todos los niveles —social, económico, ecológico—, el que, como señala Jens Andermann en Tierras en trance: arte y naturaleza después del paisaje (1918), ha marcado la naturaleza americana desde el período colonial.

Como respuesta a esta situación, han aparecido múltiples textos interesados en difundir los microrrelatos de los vencidos. Estos títulos asumen la vuelta a la rugosidad del mundo social, dedicándose a los espacios desatendidos por el orden simbólico, dando voz a los que no la tienen a través de una acción instalada voluntariamente en los terrenos del desecho. Rechazando pedagógicas articulaciones explicativas sobre lo que denuncian —de ahí su común alergia al realismo—, se alejan de los destinos singulares para preocuparse por la colectividad. Huyen, además, de la espectacularización de la violencia —que ha desembocado no pocas veces en la fascinación por los victimarios, característica de la narcoliteratura—, para obedecer a la recomendación que incluyera García Márquez en “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia” (1992): narrar no las muertes, sino los dramas de los vivos.

Para lograrlo, nada mejor que asumir una mirada descentrada y hostil a las jerarquías. De ahí que lo sublime, lo pequeño, lo irrelevante y lo grandioso confluyan, que en las tramas las épocas históricas se alternen y que se practique una escritura híbrida (ensayo/ficción/poesía) para plantear preguntas ajenas a maniqueísmos. Se ha pasado, en conclusión, de una mirada “post” a una “geo”, interesada por todo lo que ocurre en la Tierra, pero centrada en la tierra (esto es, localizada en las regiones sacrificadas a los intereses del capital).

Lo revela, en el terreno cinematográfico, Eami (2022), película de la directora paraguaya Paz Encina, que denuncia la situación de una tribu obligada a abandonar el trozo de Chaco en que vive, debido a las prácticas invasivas de los extranjeros (definidos como “coñone”, palabra ayorea traducible como insensible o insensato). Eami (que significa “bosque”) se constituye en la narradora de la historia: una niña que cuenta lo ocurrido a su pueblo en forma de mito oral, fundiendo pasado, presente y futuro y, con ello, escapando a la linealidad racionalista. A ello contribuyen, asimismo, el sinestésico lirismo de lo enfocado por la cámara y el hecho de que esta adopte la altura de una protagonista que asume múltiples identidades: también es la Asojá, diosa ayorea, ave mitológica que fundamenta la historia de su pueblo y que, anteriormente, fue planta, tigre y jaguar.

En la misma línea estilística se sitúa Peregrino transparente, crítica al mercantilismo y el racismo concebidos como estrategias de dominación global, a las representaciones coloniales del trópico y a la destrucción de la naturaleza. En este caso, se narra la experiencia de una comunidad de artesanos que produjo formas de vida igualitarias, pero que fue traicionada por los políticos de su tiempo, dispuestos a arrasar con lo propio para importar los modos de vida europeos.

Esta apertura perceptiva se extiende a la literatura. Las constelaciones oscuras (2016), de la argentina Pola Oloixarac, y Peregrino transparente (2023), del colombiano Juan Cárdenas, enfocan su atención en el siglo XIX, época en que el paisaje romántico sentó las bases iconográficas de los Estados oligárquico-liberales y en la que científicos y exploradores realizaron una catalogación de la fauna, la flora y las culturas americanas con claros visos colonialistas. Dotadas de una mirada tan ambiciosa como plural, ambas novelas recrean las expediciones científicas que se internaron en el territorio americano con la obsesión de catalogarlo todo, mediante las que las naciones europeas expandieron su ansia de nuevos nichos comerciales e impusieron su visión del mundo.

Frente a esta situación, Oloixarac opta, desde el título, por dar a conocer epistemologías alternativas: con “constelaciones oscuras” alude al sistema astronómico inca, diametralmente opuesto al occidental, porque estudia los intervalos de oscuridad entre las estrellas y considera los puntos brillantes como el “ruido” del cielo. Se anticipa con ello lo que le ocurre a Niklas Bruun, prometedor naturalista encargado de taxonomizar lo visto en un característico viaje de exploración decimonónico, que acaba desacreditado a los ojos de sus patrocinadores europeos por enamorarse de —y, posteriormente, fundirse con— la naturaleza que recorre; de ahí que realice dibujos signados por la mezcla y acabe, él mismo, convertido en un simbionte, figura hostil al mundo “perfecto” —esto es, “terminado en su fijeza”— característico de quien etiqueta todo lo que toca.

La extrañeza de los acontecimientos narrados se corresponde con la complejidad estética de la obra, marcada por la distorsión en el plano de la sintaxis y por la alucinación perceptiva. En la misma línea estilística se sitúa Peregrino transparente, crítica al mercantilismo y el racismo concebidos como estrategias de dominación global, a las representaciones coloniales del trópico y a la destrucción de la naturaleza. En este caso, se narra la experiencia de una comunidad de artesanos que produjo formas de vida igualitarias, pero que fue traicionada por los políticos de su tiempo, dispuestos a arrasar con lo propio para importar los modos de vida europeos.

Para formalizar la denuncia seguimos la andadura de Henry Price, pintor inglés al servicio de una expedición científica que recorre Colombia en 1850. Este, poco a poco, se obsesiona con la obra de un misterioso artista local (Pandiguando), un verdadero creador por mezclar en sus cuadros los distintos reinos de la naturaleza y no ser un “mero copista de la realidad, un notario de las costumbres y de los lugares”, como Price. Pero Pandiguando es fusilado en una revuelta contra el emergente gobierno liberal, enemigo de quienes, como el gremio de los artesanos, se muestran independientes de los intereses extranjeros.

Si la recuperación del siglo XIX resulta fundamental para criticar la violencia extractivista, también lo es la asunción de un nuevo animismo, que da voz a los “más-que-humanos” (plantas, animales, minerales) para reivindicar una vida en armonía colectiva. Lo veremos en novelas como Manubiduyepe (2020), del boliviano Juan Pablo Piñeiro, o en El vasto territorio (2021), de Simón López Trujillo.

Si la recuperación del siglo XIX resulta fundamental para criticar la violencia extractivista, también lo es la asunción de un nuevo animismo, que da voz a los ‘más-que-humanos’ (plantas, animales, minerales) para reivindicar una vida en armonía colectiva. Lo veremos en novelas como Manubiduyepe (2020), del boliviano Juan Pablo Piñeiro, o en El vasto territorio (2021), de Simón López Trujillo.

En Manubiduyepe, alegato contra los negocios instalados en la región de la Amazonía, confluyen variopintos personajes —el escritor que ha viajado desde La Paz, un indio inmóvil, duendes, demonios, un oso verde, narcos— para narrar una historia abierta a lo sagrado y secreto. En una situación de claro expolio —“la culpa es de los mineros que están matando el río. La selva está furiosa”—, Manubiduyepe se descubre como el espíritu dentro del que narra la historia, en principio inseguro de sus palabras ante la posibilidad de falsear la realidad por provenir del exterior.

Quiero cerrar esta meditación con un joven escritor chileno. Simón López Trujillo, siguiendo la línea de obras recientes, críticas con el sistema neoliberal —ahí están títulos dedicados a los “pueblos-fundo”, como Piel de gallina (2013), de Claudio Maldonado, y Paltarrealismo (2014), de Cristóbal Gaete; otras, contra las multinacionales, como Nancy (2015), de Bruno Lloret—, denuncia en El vasto territorio los monocultivos forestales alentados por el pinochetismo. No en vano la obra se encuentra dedicada a Rodrigo Cisterna, sindicalista asesinado por la policía en 2007, cuando protestaba frente a una fábrica de celulosa situada en el sur de Chile.

La breve y lírica novela, definida por unas notas a pie de página que cobran importancia a medida que avanza el argumento, tematiza la violencia capitalisa, la precariedad laboral y la crisis ecológica a través de una trama que supera, una vez más, los presupuestos realistas. El argumento describe la propagación entre los humanos de una enfermedad producida por un hongo surgido del eucalipto. Este árbol, pernicioso, entre muchas otras cuestiones, porque reseca y empobrece la tierra en que echa raíces, es trabajado por Pedro, un hombre que, excepcionalmente, supera la enfermedad del hongo para adquirir, en contrapartida, una identidad micológica; con ella asume la visión de una naturaleza interconectada, que rechaza la individualidad para abogar por “lo vasto” como solución a nuestros problemas colectivos. Y aunque Pedro acabe estallando en esporas y se produzca un apocalipsis del mundo extractivista marcado por el fuego, descubrimos la posibilidad de futuro en una comunidad que, al final de la obra, se interna en el bosque y adopta una economía decrecentista como forma de vida.

Concluyo esta reflexión acerca de las respuestas al violento Capitaloceno con una nota optimista: los personajes de las novelas comentadas, a pesar de las dificultades a las que se enfrentan, rechazan la melancolía; por el contrario, se abren progresivamente a distintas posibilidades de futuro. Frente a las utopías irrealizables que marcaron los años 60 y 70 de la pasada centuria, y las distopías nihilistas de fines de siglo, estas obras proponen estrategias para “intervenir” en nuestro tiempo, señalando la urgencia de olvidar el egoísmo para potenciar nuestra comunidad con los demás seres vivos. Solo de ese modo se logrará la necesaria hictopía o “utopía del aquí”.

 


El vasto territorio, Simón López Trujillo, Alfaguara, 2021, 156 páginas, $14.000.


Peregrino transparente, Juan Cárdenas, Montacerdos, 2023, 232 páginas, $16.900.


Las constelaciones oscuras, Pola Oloixarac, Literatura Random House, 2016, 240 páginas, $20.789.

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