Formas de responsabilidad

La importancia de no entenderlo todo recoge los textos de no ficción de Grace Paley, la afamada cuentista estadounidense. En su mayoría son columnas y crónicas que resuenan como una extensión de su idea de responsabilidad, que para ella no era “obligación” o “carga”, sino “decisión”. Y fue esa noción de la responsabilidad la que la hizo viajar, protestar, abortar y enseñar, o que la dotó de una capacidad de observar la injusticia desde muy joven, cuando era parte de un grupo socialista en Nueva York.

por Cristóbal Carrasco I 7 Junio 2018

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La frase “en los sueños comienza la responsabilidad” aparece como epígrafe en una colección de poemas que W. B. Yeats publicó en 1914. Con el tiempo, la frase comenzó a adjudicársele, probablemente porque la fuente de la cita (“una vieja obra de teatro”, dice Yeats), jamás ha sido identificada. Pertenezca a él o no, el aforismo es directo y a la vez ambiguo: ¿es una ironía, una invitación a comprometerse con el resultado de nuestros deseos o un puro golpe de efecto?

Viajó a Vietnam, a Chile durante la Unidad Popular –cuenta que visitó Quillota, quién sabe por qué– y a Rusia, participó en protestas antibélicas y se reunió con otros vecinos para que no se interviniera Washington Square en Nueva York.

Una de las respuestas provino de la ficción. El norteamericano Delmore Schwartz publicó en 1938 un cuento que usaba la cita de Yeats en su título. “En los sueños comienzan las responsabilidades” es un relato sobre un joven que mira –como si estuviera frente a una pantalla de cine– la vida de sus padres antes de que nazca. En la primera escena observa a su padre que se acerca a la casa de su madre, completamente enamorado. Momentos después, reconoce las dudas de su padre antes de pedir matrimonio, y grita agobiado en la imaginaria sala de cine: “No lo hagan. Todavía pueden cambiar de opinión, los dos. No va a salir nada bueno de eso, solo remordimiento, odio, escándalo, y dos hijos de temperamentos horribles”. El cuento de Schwartz –que obtuvo un reconocimiento casi inmediato– mostraba la complejidad de compatibilizar el sentido del deber marital y el deseo de realización personal. En gran medida, el problema se había agudizado porque la realización personal se estaba convirtiendo, más que en un anhelo, en un deber y, con eso, no solo cambiaban los matrimonios sino la dirección de la responsabilidad.

Grace Paley –como Delmore Schwartz–, fue cuentista, poeta y una lectora entusiasta de Yeats. En 1984, cuando ya había publicado la mayoría de los relatos que la hicieron conocida, aquellos que le valieron ser finalista del Pulitzer y del National Book Award, escribió un ensayo llamado “Sobre poesía, las mujeres y el mundo”, que terminaba con un poema que se adentraba en el sinuoso camino de la responsabilidad:

 

Es responsabilidad de la sociedad dejar al poeta ser poeta.

Es responsabilidad del poeta ser una mujer.

Es responsabilidad del poeta pararse en las esquinas de las calles.

A repartir poemas y panfletos hermosamente escritos

y panfletos que apenas se puedan mirar.

Es responsabilidad del poeta ser flojo

deambular y profetizar.

Es responsabilidad del poeta no pagar impuestos de guerra.

Es responsabilidad del poeta entrar y salir de torres de marfil y

departamentos de dos piezas en la avenida C y

campos de alforfón y en campamentos del ejército.

Es responsabilidad del poeta varón ser mujer

Es responsabilidad del poeta hembra ser mujer

Es responsabilidad del poeta decirle la verdad al poder…

 

Paley nació en Nueva York y era hija de inmigrantes judíos socialistas. Sus padres eran ucranianos que llegaron a Nueva York a comienzos del siglo XX. En su casa del Bronx oía la voz en Yiddish de su abuela y el ruso de su padre, un disidente del régimen zarista que estuvo prisionero en Siberia. También oía esas voces de sus vecinos, otros inmigrantes e hijos de inmigrantes, que habían llegado a Estados Unidos después de las revueltas de 1905 que prefiguraron la Revolución Rusa.

Desde el inicio de su obra, Paley recogió esas voces en sus relatos, que vieron la luz por accidente, cuando su vecino, editor en Doubleday, los leyó casi por obligación de buena vecindad. El resto es historia más o menos conocida: su primer libro de relatos supuso un éxito rotundo, y le valió, el año 1959, los halagos de la crítica y de otros escritores, como el también joven Philip Roth. Luego vinieron los premios, la publicación de sus poemas y la recopilación tardía de todos sus cuentos, publicados en español por Anagrama.

“No lo entiendas, nárralo”,  parece decir. Quizás por eso las columnas sobre sus clases tienen una cercanía similar a los consejos literarios de Kurt Vonnegut: hay en ellos vitalidad, empatía y sobre todo esperanza, la sensación de que la literatura es un arte que mejora al mundo.

Pero mientras trabajaba en sus cuentos, Grace Paley también se adentró, además de la poesía, en la no ficción, cuyos textos han sido publicados en español bajo el título La importancia de no entenderlo todo (Círculo de Tiza).

Quizás sea necesario advertir que las columnas que Paley escribió para la prensa nunca estuvieron en la primera línea de la no ficción norteamericana, al menos en términos de figuración pública. De los textos antologados en La importancia de no entenderlo todo, solo uno de ellos apareció en el New Yorker y otro en Esquire. Por el contrario, la mayoría proviene de Seven Days, una pequeña revista independiente de Vermont. Al leerlos, y a diferencia de otros autores –como Susan Sontag o Gore Vidal–, Paley no estaba particularmente interesada en teorizar. Ni siquiera parecía preocupada de ello.

Sin embargo, tampoco resulta ambiguo reconocer en qué estaba interesada realmente. Por un lado, Paley fue una reconocida activista. Se comprometió, en los 60, tanto en la política internacional como en las pequeñas luchas vecinales. Viajó a Vietnam, a Chile durante la Unidad Popular –cuenta que visitó Quillota, quién sabe por qué– y a Rusia, participó en protestas antibélicas y se reunió con otros vecinos para que no se interviniera Washington Square en Nueva York. Desde 1969 publicó varias columnas en contra de la guerra de Vietnam y luego lo hizo contra la Guerra del Golfo. En su artículo “El hombre que cruza el cielo es un asesino” retrata el mundo de distancia que existía entre norteamericanos y vietnamitas con los prisioneros de guerra. Los prisioneros norteamericanos eran tratados como iguales: “Compartían sus calabacines y sus espinacas de agua, que por su robusta complexión sufrían enseguida la falta de carne roja”. Luego eran intercambiados por otros prisioneros.

Por otro lado, Paley impartió clases de escritura desde los años 70. En ellas daba consejos del tipo: “Cuando hayas inventado todo lo necesario para construir una historia, cuando hayas llegado más o menos a la verdad del misterio y ya no seas capaz de descubrir una nueva incógnita, cambia el asunto”. Dentro de esas columnas está la que da el título al libro. Paley toma una discusión antigua –si los mejores escritores son los inteligentes o los ignorantes– para concluir que gran parte de la dedicación que merece la literatura debe partir del desconocimiento de algunos ámbitos de la condición humana. Son justamente esos ámbitos donde ya no hay control ni raciocinio posible, donde la literatura mejor se despliega. “No lo entiendas, nárralo”,  parece decir. Quizás por eso las columnas sobre sus clases tienen una cercanía similar a los consejos literarios de Kurt Vonnegut: hay en ellos vitalidad, empatía y sobre todo esperanza, la sensación de que la literatura es un arte que mejora al mundo.

En “Los días ilegales”, Paley relata el control de natalidad y aborto. Cuando lo hace, prefiere hablar de sus abortos, de la angustia que vivió cuando debió practicárselos o de la persecución a algunos doctores amigos que los realizaban, en vez de adentrarse en las discusiones jurídicas.

Hay, por último, un ámbito en sus columnas profundamente íntimo. En “Los días ilegales”, Paley relata el control de natalidad y aborto. Cuando lo hace, prefiere hablar de sus abortos, de la angustia que vivió cuando debió practicárselos o de la persecución a algunos doctores amigos que los realizaban, en vez de adentrarse en las discusiones jurídicas. La batalla de los derechos reproductivos era, primeramente, una lucha por sus derechos reproductivos, por sus hijos y por su familia. Incluso por su barrio. Con algo de nostalgia, pero también de satisfacción, Paley rememora en “El Bronx sin terminar” la época en que el barrio estaba lleno de voces en Yiddish y ruso, y que luego se convertiría en un barrio de latinos: “La pequeña sinagoga que estaba a diez pasos de mi casa sigue siendo la Casa del Señor: ahora es una Iglesia Pentecostal”. Esa crónica no está hecha para recordar, sino que cumple un deber: exaltar una cultura de la que ella era parte.

Por eso las columnas de Paley resuenan, justamente, como una extensión de su idea de responsabilidad. Mucha gente, cuando dice responsabilidad, quiere decir obligación o carga, unas pocas sin embargo quieren decir decisión. Paley, podríamos concluir, preferiría esa última palabra. Hay una relación difícil entre voluntad y responsabilidad, sobre todo porque la voluntad nunca es tan nuestra y la responsabilidad que tomamos tampoco lo es. Sea como fuere, existe un ámbito de responsabilidad que sí podemos aceptar, incluso cuando no sea nuestro deber aceptarla. Fue esa responsabilidad la que la hizo viajar, protestar, abortar y enseñar, o que la dotó de una capacidad de observar la injusticia desde muy joven, cuando era parte de un grupo socialista en Nueva York.

¿Significa eso que de los sueños nacen las responsabilidades? ¿Eran los sueños de Paley tan fuertes que la obligaron a tomar partido y contarlos al mundo? Cuando alguien tiene un sueño, no necesariamente debe realizarlo. Ni siquiera debe imaginar cómo cumplirlo. Nadie, asumo, está obligado a seguir los frutos de su imaginación. Tomarlos como un deber –como lo hizo Paley–    es parte de otra decisión. Quizás su poema sobre la responsabilidad puede dar una pista acerca de cuál fue su decisión: el poeta no es poeta para alejarse del mundo, sino para involucrarse en él, para hacer en él todo lo que los demás no han podido, para vivir el mundo de los sueños como si fuera el mundo de las responsabilidades.

 

La importancia de no entenderlo todo, Grace Paley, Círculo de Tiza, 2016, 240 páginas, $29.000.

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