Entrar en el mundo de Gabriela Cabezón Cámara es como pegarse un viaje alucinógeno. Usa palabras bellas, antiguas, y también recurre al lenguaje de la calle, como si eso se pudiera mezclar, como si todo formara parte de un mismo universo, uno de sutilezas y excesos, al ritmo de endecasílabos y con los clásicos puestos de cabeza.
por Marcela Aguilar I 10 Agosto 2021
Martín Fierro, el poema fundacional argentino, dedica un par de frases a la China, su mujer. No alcanza ni a dibujarla: ella desaparece de la historia cuando Martín Fierro abandona su hacienda para ir a despejar tierras (matando a sus habitantes originarios) obligado por el coronel. Es el fin de la gauchesca, el momento en que el gaucho deja de pelear las grandes guerras —de independencia, civiles— y termina trabajando gratis para el ejército y, finalmente, para los grandes latifundistas que convertirán las llanuras luminosas en plantaciones infinitas de trigo y soya, en gigantescos corrales de ganado. Martín Fierro termina solo y triste, derrotado.
En esto pensaba Gabriela Cabezón en 2013, durante una residencia de escritura en la Universidad de Berkeley, en California. Y claro, es difícil entristecerse con el destino de Martín Fierro cuando se está en un sitio luminoso, con ardillas, sequoias, pinot noir y todos los gastos pagados. Como diría Cabezón: chocha, como Heidi. Mientras dictaba un taller de escritura creativa en la universidad se había detenido en la gauchesca, ese género singular que se tomó el siglo XIX argentino. Cabezón pensaba en cómo en esa época todo estaba aún en construcción. Y entonces pensó en qué hubiera pasado si su país hubiese tomado otro camino. El de la China de Martín Fierro, la China Iron como la llamó.
Las aventuras de la China Iron imagina la historia de esa mujer, casi una niña, que un día parte en la carreta de una escocesa a buscar unas tierras prometidas. Todo en el camino es nuevo y salvaje, una especie de Arcadia que Gabriela Cabezón describe de maneras que también parecen recién estrenadas y que al mismo tiempo remiten a la literatura clásica y al medievo, como si todo eso fuera posible. Pensó la autora: qué divertido contar todo esto desde el punto de vista de una mujer, lo bella que fue la llanura antes de que la transformaran en factoría de soya.
La novela fue finalista del Booker Prize en su traducción al inglés por Fiona Mackintosh y Iona Macintyre (es justo reconocerlas: al leer la versión en español es imposible no preguntarse cómo se dicen esas frases en otro idioma) para la editorial Charco Press, que ya le había publicado su primera novela, La virgen cabeza, como Slum virgin. “Maravillosa reelaboración feminista y queer de un mito fundacional americano”, dijo el jurado del Booker Prize sobre Las aventuras de la China Iron. En palabras de Cabezón, “hay una posición política tomada con mucha alegría, con mucha liviandad”. La China y la escocesa se enamoran, la China se viste con ropas de señorito europeo, Martín Fierro se entrega a la vida plácida de una tribu, deja fluir su erotismo y se confunde con la selva, muy cerca del calor ecuatorial.
Y como Las aventuras de la China Iron, La virgen cabeza es un delirio nacido de un qué-tal-si: la historia de una periodista con vocación de escritora, la Qüity, que llega a una villa miseria en busca de Cleopatra, una travesti que habla con la Virgen, y termina sumergida en la vida villera. Contada a dos voces, la narración incluye referencias a La Ilíada y La Odisea, a Petrarca y a la cumbia.
Era una mezcla de lo que la autora había estado leyendo todos esos años: jarcha, romancero español, literatura medieval, Petrarca, el Renacimiento, “todo empezaba a entrar en la novela de una manera o de otra por puro amor”, dice ella. “La novela tiene una estructura semejante a La Odisea porque amo ese libro, es un acto de amor, muchos actos de amor todos juntos”.
Gabriela Cabezón escribió La virgen cabeza en los ratos libres que le dejaba su trabajo como diagramadora del diario argentino Clarín. Había estudiado literatura en la Universidad de Buenos Aires y luego se pasó años ganándose la vida en cualquier cosa, hasta que, a los 26, encontró este empleo en el periódico y no lo soltó más. Después logró pasarse al lado de los redactores y así colaboró por un tiempo en la sección de cultura. Publicaba también relatos cortos en revistas. Uno de ellos salió en la antología Una terraza propia: se llamó “La hermana Cleopatra”, y era el germen de la santa travesti que protagoniza La virgen cabeza.
Ahora se dedica a escribir. Dice que es un asunto curioso: que una generación de hijos e hijas de obreros sienta que puede dedicarse a escribir.
Gabriela Cabezón tiene una novela breve llamada Le viste la cara a Dios, publicada por primera vez en 2011, por una editorial digital española (sigueleyendo.es) y que el año pasado lanzó en Chile Los Libros de la Mujer Rota. Cuenta que llegó a ese libro por encargo de una amiga que quería reversionar cuentos clásicos infantiles y que a ella le pareció lo más aburrido del mundo: la historia de una mujer que no hace nada más que estar tirada en su cama. Luego empezó a darle vueltas a la idea del encierro, la cama, no poder despertar, y pensó en la trata de personas. Pensó, en especial, en Marita Verón, secuestrada en San Miguel de Tucumán en 2002, a los 23 años, enviada a varios prostíbulos donde más de un centenar de testigos dicen haberla visto trabajando drogada y vigilada, hasta que se le perdió la pista. Y luego Gabriela Cabezón se imaginó a su protagonista, que se llama Beya: se imaginó la tortura y el abuso, el dolor inaguantable y la sensación de desdoblarse, de verse desde fuera y desde muy lejos, desde arriba, donde nada te toca. Flashear que estás con Dios, como dice la autora, hablarte a ti misma y hablarle a un tú que es ella y es quien lee. Y no bancarse estar secuestrada: imaginar el escape.
En otra nouvelle, Romance de la negra rubia, la protagonista es una poeta que llega por casualidad a un edificio tomado por artistas y termina quemándose para evitar que la policía los desaloje. Ella sobrevive y, cuando regresa, descubre que la gente la escucha y la sigue: su inmolación le ha conferido una extraña superioridad. La escritora también tomó aquí detalles de un caso real, el de Rubén Arias, quien en 2001 se quemó para impedir el desalojo de viviendas sociales en Argentina. “A diferencia de Rubén, Gabi sobrevive y renace como origen: se transforma en ‘el sacrificio fundante’, un cuerpo deforme y monstruoso capaz de negociar con el poder —y ser parte de él—, emblema de la lucha popular y también obra de arte, expuesta en la Bienal de Venecia”, escribió la poeta y editora Julieta Marchant.
Los críticos han llamado a los tres primeros libros de Cabezón “la trilogía oscura”, pero a ella no le calza ese rótulo, ni tampoco el comentario de Martín Kohan sobre su literatura de seres marginales. No le acomoda porque no cree que sus personajes sean marginales: Gabi, la chica que se quema, podría ser ella en el lugar equivocado. Lo mismo Qüity, la periodista en busca de una crónica que la haga famosa. Qué decir de Beya, la secuestrada. Cualquiera puede estar en cualquier parte. Cualquiera puede tener cualquier vida. Una idea terrible y a la vez liberadora.
Gabriela Cabezón sigue escribiendo. Ahora está prendada de la Monja Alférez, la mujer que se escapó de un convento en España para venir a América vestida de soldado, combatir en una guerra y recorrer el cono sur, y que de regreso a Europa, en el galeón “San Joseph”, escribió su Relación verdadera de las grandes hazañas y valerosos hechos que una monja hizo en veinte y cuatro años, que sirvió en el reyno de Chile y otras partes al Rey nuestro señor, en hábito de soldado y los honrosos oficios que tuvo ganados por las armas, sin que la tuvieran por tal mujer hasta que le fue fuerza el descubrirse. “Es un personaje que nace mujer y termina hombre. Estoy delirando a partir de eso”, agrega Cabezón.
Y como hay que ganarse la vida, dicta talleres. Quién sabe si por convicción o necesidad, asegura que todos podemos entrenar la gracia para la escritura y que ha visto transformaciones impresionantes. “Hay gente que tiene un don y hay gente que trabaja mucho y en los resultados no se nota la diferencia”, asegura, pero cómo creerle, si ella misma es genial y escribe como si cantara, armando párrafos con ritmo como los de Le viste la cara a Dios, que tienen la cadencia de una oración, como si la protagonista estuviera rezando o enloqueciendo.
Ella dice que no sabe cómo escribe. Que le encanta el vino, pero que mientras escribe no bebe más que mate. Que prefiere hacerlo en las tardes, cuando no tiene otro compromiso —lo que es re difícil—, y que se obliga a concentrarse hasta que en un punto las palabras salen de algún lugar que no conoce y resuenan como si tuvieran música y no es ella totalmente la que escribe. Que es como que te atravesara algo del orden de lo colectivo, de la lengua que es de todos, y que ese momento puede incluir las jarchas, Petrarca y algo de Tarantino. Que ella juega hasta donde puede y después la lengua se mueve sola. Porque la lengua tiene sonido. Se le encadenan fonéticamente una palabra tras otra. Dice que escribir tiene algo que ver con ser uno mismo, con ponerse en situación de dejarse atravesar por ese río que es la lengua, como ese poema de Juan L. Ortiz, ¡me atravesaba un río! Que es como un estado alterado, en que escribes cosas de las que tienes conciencia en un plano, pero después lo lees o lo lee otro y encuentra otras cosas.
Que estamos en una cultura que acostumbra pensar divisiones exóticas, como la mente y el cuerpo, pero que cuando escribes —cuando ella escribe, al menos— pasa algo en el cuerpo, se siente una vibración, y que en esos momentos ella se entrega.
Que hay que trabajar contra la lengua muerta de cualquier otra ambición que no sea el poder. Y que, ya que andamos por la vida vivos, hay que tratar de charlar con otras personas y animarlas para que escuchen sus propias músicas.
Dice también que le encanta que la lean, pero que cada uno puede leer lo que le plazca, porque la literatura es una red infinita de textos que nos anteceden y nos forman, entre los cuales podemos trazar las líneas que más nos gusten, que es un campo abierto y que tratar de imponer un canon es una machiruleada feroz.
Y está leyendo también, mucho, libros sobre la selva y los ecosistemas, porque está empeñada en contar los paisajes y la naturaleza. La obsesiona el Amazonas, se lo imagina como un animal gigantesco, un cuerpo que es muchos cuerpos y que está herido, quemado y despedazado. Dice que Bolsonaro es un genocida, sueña con que la gente joven pueda detener el daño y sanar la Tierra. Y en su libro sobre la Monja Alférez, el primer capítulo, cómo no, será sobre la selva. Porque ahí se la imagina. Y en los mundos de Gabriela Cabezón la gente es, hace y está donde se le da la gana.
Le viste la cara a Dios, La Mujer Rota, 2020, 65 páginas, $6.000.
Las aventuras de la China Iron, Literatura Random-House, 2017, 190 páginas, $17.230.
Romance de la negra rubia, Alquimia, 2014, 73 páginas, $6.000.
La virgen cabeza, Eterna Cadencia, 2009, 168 páginas, $10.000.