Hechizar al lector

A cuatro meses meses de la muerte de Paul Auster, publicamos la crítica en que Michael Dirda, en The New York Review of Books, repasa la parte fundamental de su obra. Cada libro, concluye, “insinúa algo romántico o sobrenatural, sugiere que los sueños podrían ser reales y la realidad apenas un sueño. O una pesadilla”. Y agrega: “Auster nos recuerda que cada uno de nosotros observa la existencia a través de lentes teñidos de historias. El mundo que habitamos está literalmente moldeado por Historias. Todos tenemos nuestras ‘historias de vida’, y estas gobiernan cómo nos vemos a nosotros mismos y a otros, cómo interpretamos hechos y recuerdos y expectativas”. Una forma loable, sin duda, de recuperar la fe en la ficción.

por Michael Dirda I 30 Agosto 2024

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Interrumpa todo lo que quiera. Estamos metidos en una historia complicada, y no todo es siempre lo que parece”.
Paul Auster, Viajes por el Scriptorium

1.

Durante los últimos 25 años, Paul Auster ha establecido uno de los nichos más singulares en la literatura contemporánea. Como escribió alguna vez un crítico del Washington Post (yo):

Desde Ciudad de cristal, el primer volumen de La trilogía de Nueva York, Auster ha perfeccionado un estilo diáfano, confesional, y lo ha usado para situar a protagonistas desorientados en un mundo de apariencia familiar, pero bañado poco a poco de una creciente inquietud, una vaga amenaza y posibles alucinaciones. Sus tramas —que toman elementos de la narrativa de suspenso, la metaficción existencial y la autobiografía— mantienen a los lectores pasando páginas, pero a veces terminan dejándolos con incertidumbres sobre lo que acaban de experimentar.

En particular, como sus muchos admiradores saben, su voz narrativa es tan hipnótica como la del viejo marinero de Coleridge. Empiezas uno de sus libros y ya en la página dos no tienes más opción que escuchar. Aunque puede que Paul Auster no tenga el ojo reluciente del marinero, aun así sabe mantener a un lector hechizado.

La última novela de Auster, Un hombre en la oscuridad, es su decimoquinta —contando Jugada de presión, su libro de misterio sobre béisbol escrito como Paul Benjamin— y la primera en aparecer desde Viajes por el Scriptorium (2007), que funcionaba en parte como una especie de retrospectiva estelar. Literalmente una pieza de cámara, la delgada y beckettiana Viajes por el Scriptorium registra un día en la vida de un anciano confinado a lo que podría ser una celda o una habitación de hospicio. Mr. Blank, que sufre de amnesia, es visitado por varios de sus antiguos “agentes”, quienes lo ayudan a vestirse (completamente de blanco), tomarse sus pastillas y llenar documentos oficiales.

Por medio de estos cuidadores y consejeros extrañamente impersonales, él se entera de que algunos de los que en otro tiempo fueron sus agentes están exigiendo su muerte; de hecho, que él sea capturado y descuartizado. ¿Qué hizo el anciano? ¿Y quiénes son todas esas personas? Más adelante, el confundido Blank se sienta en un escritorio y estudia un montón de fotografías que encuentra allí. Uno por uno, fracasa en su intento de identificar los rostros de varios hombres y mujeres:

Examina otras diez fotografías con el mismo decepcionante resultado. Un anciano en una silla de ruedas, tan flaco y delicado como un gorrión, que lleva unas gafas ahumadas de ciego. Una joven sonriente con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, vestida a la moda de los años 20 y tocada con un casquete. Un hombre tremendamente obeso con una calva inmensa y un puro encajado entre los dientes. Otra muchacha, china esta vez, que lleva leotardos de bailarina. Un hombre moreno de bigote encerado, ataviado con frac y sombrero de copa. Un chico durmiendo en el césped de lo que parece un parque público. Un hombre maduro, de unos 55 años, tumbado en un sofá con las piernas apoyadas en un montón de almohadones. Un vagabundo de aspecto esmirriado, con barba, sentado en la acera y abrazando a un enorme perro callejero. Un negro regordete de sesenta y tantos años con una guía telefónica de Varsovia de 1937-1938. Un joven delgado sentado a una mesa con cinco cartas en la mano y un montón de fichas de póquer frente a él.

Todas estas figuras, como uno puede adivinar, son personajes importantes de la obra de Paul Auster. El inválido ciego, por ejemplo, es Mr. Effing, el enigmático recluso de El Palacio de la Luna; el joven alarmantemente obeso es su hijo, el historiador Solomon Barber. El vagabundo solo puede ser Willy de Tombuctú, una novela contada desde el punto de vista del perro de Willy, Mr. Bones. De manera similar, todos los “agentes” mencionados en Viajes por el Scriptorium son creaciones de Auster: la enfermera de mediana edad que cuida solícitamente al anciano es Anna Blume, la que alguna vez fue la joven protagonista de El país de las últimas cosas; se habla varias veces de un manuscrito de Fanshawe, quien aparece en La habitación cerrada; y por último, Blank incluso es convocado por Daniel Quinn, su primer “agente”, el escritor-detective de Ciudad de cristal.

Tal deleite en la ficcionalidad e intertextualidad es un aspecto prominente de la escritura de Auster. Como cajas chinas, sus libros siempre contienen historias dentro de historias. Su última novela, Un hombre en la oscuridad, alberga en sus 180 páginas no solo la narración principal, sino también un importante contrarrelato, las tramas de cuatro películas, tres largas anécdotas sobre personas in extremis, y el recuento de varios matrimonios y amoríos. Esta exuberancia se extiende, también, a los personajes de Auster, quienes descubren que un solo libro no siempre basta para contenerlos. Ellos siguen merodeando en silencio. En El Palacio de la Luna, por ejemplo, David Zimmer le escribe a Anna Blume, quien al final le envía una carta de vuelta en su novela El país de las últimas cosas. Y Zimmer reaparece más tarde en El libro de las ilusiones. En Viajes por el Scriptorium descubrimos que Molly, la tía de Daniel Quinn, se casa con Walt Rawley, el protagonista flotante de Mr. Vértigo.

***

Cuando Balzac les permitió a sus lectores vislumbrar a Eugène de Rastignac —el protagonista de Papá Goriot— en varias novelas siguientes de La comedia humana, quería capturar el gradual ascenso social y la creciente degradación moral del joven provinciano. Por el contrario, los reciclajes de Auster suelen parecer meros jugueteos. Consideren los nombres de sus personajes. Al novelista, que fue un lector apasionado en sus 20 y 30, le gusta homenajear a sus autores y artistas favoritos. El ya mencionado Fanshawe, por ejemplo, es el protagonista homónimo de la primera novela de Nathaniel Hawthorne —y Hawthorne es el escritor estadounidense con quien Auster más se identifica. Un expolicía en Ciudad de cristal se llama Michael Saavedra; Don Quijote, escrito por Miguel de Cervantes Saavedra, es la novela favorita de Auster. En La música del azar, los personajes principales son el apostador Pozzi y el desafortunado viajero Nashe: el primero recuerda a Pozo en Esperando a Godot de Beckett (y a las estafas piramidales Ponzi); el segundo de seguro está tomado de Thomas Nashe, el autor de The Unfortunate Traveller.

Auster reconoce su afición por esta novela picaresca del siglo XVI, mientras que Samuel Beckett ha sido un referente habitual para él. Por ejemplo, el monólogo de Peter Stillman en Ciudad de cristal se parece al de Lucky en Esperando a Godot; una obra de teatro temprana de Auster, Laurel y Hardy van al cielo, es obviamente un pastiche de Beckett (y su elemento principal —la interminable construcción de un muro— es reutilizado en La música del azar); y toda la situación y el tono inexpresivo de Viajes por el Scriptorium sugieren una amalgama de La última cinta de Krapp y Malone muere.

Auster ha negado que sus novelas sean autobiográficas; no obstante, hace guiños a su historia personal en virtualmente cada una de ellas. Es más, esa historia ya es bien conocida, debido a que ha escrito tantos textos de carácter memorialístico: El arte del hambre, La invención de la soledad, A salto de mata, El cuaderno rojo y numerosos ensayos. Con frecuencia, el esfuerzo en apariencia simbólico de esconder una alusión funciona como guía hacia esta. En La noche del oráculo, el escritor cincuentón John Trause sufre de flebitis. Al igual que Auster, de cuyo apellido Trause es un anagrama. En Leviatán, la primera esposa del protagonista es Delia y la segunda es Iris; la primera esposa de Auster se llamaba Lydia y la segunda Siri. Cuando el anciano Mr. Effing, de El Palacio de la Luna, decide regalarle 20.000 dólares a desconocidos aleatorios en la ciudad de Nueva York, los lectores de A salto mata recordarán cuando Auster contó cómo H. H. “Doc” Humes practicaba una filantropía similar (aunque con solo 15.000 dólares). En Un hombre en la oscuridad, el protagonista indica que “hasta que cumplí los 15, lo único que me importaba era el béisbol”. Como Auster dice en su entrevista en la Paris Review (y en otras partes): “Hasta que cumplí los 16, más o menos, el béisbol era lo más importante en mi vida”. En Ciudad de cristal, el protagonista, Quinn, incluso visita al Paul Auster “real” y conoce a la esposa del escritor, Siri Husvedt, y a su hijo Daniel.

¿Por qué hace estas cosas Auster? En algunos sentidos, uno podría comparar sus juegos narrativos con el “efecto de distanciamiento” de Bertolt Brecht. Brecht sostenía que un actor debía representar su papel desde una cierta lejanía, casi con ironía, como si comentara sobre el personaje en vez de perderse a sí mismo en él. Incluso creía que lo que pasaba entre bambalinas debía hacerse visible para el público. El punto del teatro, para Brecht, no era que los espectadores se perdieran a sí mismos en la obra, sino que analizaran los problemas que planteaba, reflexionaran sobre las interacciones de los personajes, pensaran en distintas posibilidades y desenlaces. Auster mismo ha enfatizado que siente fascinación por “ciertas preguntas filosóficas sobre el mundo”, en torno a aspectos particulares de la identidad y la psicología humana. Su arte, que es un jugueteo tomado en serio, apunta a elevar nuestra conciencia de la irrealidad general de la vida, a recrear en la página parte de su maravillosa serendipia y extrañeza.

La pasión de Auster por el artificio, por patrones y propósitos entretejidos en lo que parece fruto del azar, se extiende incluso a la manera en que su narrativa se acopla con la historia y los eventos actuales. A un nivel simple, Auster puede insertar convincentemente a una estrella de películas mudas imaginaria en el desarrollo del cine temprano (Hector Mann, de El libro de las ilusiones). Pero lo más usual es que nos haga rascarnos la cabeza, preguntarnos cuánto peso debemos darle a una sugerencia fugaz, a una mera insinuación. En Un hombre en la oscuridad, el narrador se casa con una joven llamada Sonia Weil, que literalmente habla con Dios; su padre, el “prestigioso científico” Alexandre Weil, escapó de los nazis consiguiendo un trabajo en Princeton. ¿Debemos detectar aquí un ligero aire a la filósofa religiosa Simone Weil y una alusión a su hermano André Weil, matemático que enseñó en Princeton, o no? Más adelante en la novela, el personaje muere de un modo que obviamente remite a una conocida atrocidad contemporánea. ¿Debemos leer una muerte con el lente de la otra? ¿O es que Auster solo está explotando nuestros recuerdos de noticias vistas y leídas?

Gran parte del dramatis personae de Auster está compuesto por actores que hacen de diversos bichos raros y personajes excéntricos, mientras que sus protagonistas masculinos se asemejan unos a otros, son clones de Paul Auster. No importa. Aquellas historias, situadas en el desierto del oeste, o en las viles calles de Nueva York, o durante la Depresión o la Segunda Guerra Mundial, o en varios otros Estados Unidos de ciencia ficción, son irresistibles.

***

Sin importar cómo uno responda estas preguntas, todo ese engrosamiento textual se justifica por la enorme y duradera pasión de Auster por las historias. Como escribe en la introducción a Creía que mi padre era Dios: Relatos verídicos de la vida americana, siempre se ha sentido atraído por “las historias [que] rompieran nuestros esquemas, que fueran anécdotas que revelasen las fuerzas desconocidas y misteriosas que intervienen en nuestras vidas, en nuestras historias familiares, en nuestros cuerpos y mentes, en nuestras almas”. Lo que dice de su antología podría decirse de su propia obra completa: “Esperaba reunir (…) un museo de la realidad estadounidense”.

En gran medida, las exhibiciones del propio Auster se podrían agrupar en la gran galería titulada “Misterio”: cada uno de sus libros ofrece enigmas, acertijos y problemas por resolver. Pero aunque las pistas sean evidentes, sus significados pueden resultar esquivos. Justo antes de iniciar su carrera como novelista, Auster —que entonces era poeta y traductor— pasó mucho tiempo leyendo historias de detectives (e incluso escribió una, la ya mencionada Jugada de presión), aprendiendo las virtudes de la forma y luego adoptándolas para sus propios objetivos más ambiciosos. Como dice Quinn, el creador del detective ficticio Max Work:

Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.

Debido a este modelo, casi no es sorpresa que Auster valore la claridad y precisión absolutas, ni que sus oraciones eviten cualquier grandiosidad obvia: no se puede permitir que nada estorbe en el desarrollo de la historia. De hecho, gran parte del dramatis personae de Auster está compuesto por actores que hacen de diversos bichos raros y personajes excéntricos, mientras que sus protagonistas masculinos se asemejan unos a otros, son clones de Paul Auster. No importa. Aquellas historias, situadas en el desierto del oeste, o en las viles calles de Nueva York, o durante la Depresión o la Segunda Guerra Mundial, o en varios otros Estados Unidos de ciencia ficción, son irresistibles.

Hasta hace no mucho, solo unos pocos novelistas literarios innovadores podían compararse con Auster en su gusto por reformular historias de misterio, fantasía y aventura. Auster usa estos géneros una y otra vez para iluminar, usualmente con gran intensidad, las relaciones fundamentales de la vida: la parentalidad (en especial entre padres e hijos), las parejas casadas, los mentores y discípulos, los artistas y su obra, incluso los amos y sus mascotas. En general, todas estas afiliaciones se encuentran bajo una severa tensión: hay secretos entre amigos, infidelidades sospechadas o ciertas, erupciones de violencia callejera dentro de una vida ordinaria, revelaciones dolorosas. En El Palacio de la Luna, el agradable y joven protagonista causa sin querer las muertes de su abuelo, su padre y su hijo. Más recientemente, los libros de Auster —al menos la última media docena— se han enfocado con regularidad en hombres mayores, debilitados, con vocaciones literarias o intelectuales, como si el autor estuviera procesando con antelación sus años finales (Auster tiene poco más de 60).

Algunas de las fijaciones y técnicas de Auster —las conexiones incestuosas entre libros, la autobiografía oblicua, el ambiguo desdibujamiento de la realidad y la ficción, la fatalidad omnipresente— podrían arruinar cualquier novela ordinaria de pura grandilocuencia. Y la grandilocuencia, al igual que el sentimentalismo, son dos críticas que se le suelen hacer a su obra. En sus mejores momentos, su tono es equilibrado, meditativo, inteligente, aunque a veces llegue a ser gravemente majestuoso, tanto rimbombante como sentencioso. Demasiado a menudo, sus personajes son simples juguetes de fuerzas invisibles; y la acción más trivial —contestar un teléfono, comprar una libreta azul— puede traer consigo las consecuencias más horrendas e improbables. Lo que podría parecer casualidad suele estar predestinado, y para Auster Nueva York en realidad es Bagdad en el Hudson, un mundo de mil y una noches de presagios, identidades cambiantes, ganancias inesperadas, encuentros improbables, tremendamente buena o mala suerte, y todas esas peripecias abruptas que parecen más de melodrama que de narrativa moderna.

A veces pienso que Paul Auster es el ahijado del legendario periodista del New Yorker Joseph Mitchell: introspectivos y nostálgicos por naturaleza, ambos se sienten atraídos por los parias, bohemios e inadaptados más carismáticos de la sociedad, y se sienten en casa en los rincones extraños de la vida metropolitana. Y ambos sugieren que los estadounidenses son tan solitarios como los hombres y mujeres que se vislumbran en las pinturas de Edward Hopper.

2.

Un hombre en la oscuridad se enfoca en August Brill, un crítico de libros retirado de 72 años, y la acción, la poca que hay, toma lugar en una pieza durante el curso de una noche. (Nótese que Viajes por el Scriptorium describe un único día en la vida de Mr. Blank, también confinado en una sola habitación). El primer párrafo presenta a los tres personajes principales y el misterio que mueve la acción:

Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada una en su habitación, también solas: mi hija única, Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado.

Luego Brill dice que durante sus ataques de insomnio “me quedo tumbado en la cama y me cuento historias”. Estas historias, señala, “quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar”. ¿Cuáles, nos preguntamos, son estas cosas ocultas sobre las que Brill no quiere pensar? ¿Qué le pasó, volvemos a preguntarnos, a Titus Small? En este punto, la novela de pronto se desvía hacia el relato más reciente de Brill.

Owen Brick, quien trabaja como mago para niños en Nueva York, despierta de un sueño intranquilo para encontrarse a sí mismo vestido como soldado y atrapado en un agujero profundo. Eventualmente es rescatado por un tal sargento Tobak, quien insiste en llamarlo “cabo”. Todo esto es inexplicable para Brick, hasta que entiende que ha sido transportado a un universo alternativo, uno en que Estados Unidos está pasando por una sangrienta guerra civil. En este mundo no ocurrieron ni el 11 de septiembre ni la invasión de Irak. En cambio, la historia tomó un camino diferente en el 2000, justo luego de la peleada elección de George W. Bush. Brick poco a poco recolecta fragmentos de lo ocurrido:

Las elecciones de 2000… justo después de la decisión del Tribunal Supremo… manifestaciones… tumultos en las principales ciudades… un movimiento para suprimir la Junta Electoral… derrota del proyecto de ley en el Congreso… otro movimiento… dirigido por el alcalde y los regidores de los distritos municipales de la ciudad de Nueva York… secesión… aprobada por la asamblea legislativa en 2003… ataque de las tropas federales… Albany, Buffalo, Siracusa, Rochester… la ciudad de Nueva York bombardeada, ochenta mil muertos… pero el movimiento crece…

Mientras se encuentran bajo ataques constantes de “los federales”, los diversos Estados Independientes de América promulgan su propia agenda política y social de sentido común: “Política exterior: no injerencia… Política interior: seguridad social para todos, no más petróleo, no más coches ni aviones, un incremento del cuatrocientos por cien en el salario del profesorado (para atraer a la profesión a los estudiantes más dotados), estricto control de armamento, educación gratuita y formación profesional para los pobres”. Por desgracia, todo esto ocurre “en el reino de la fantasía por el momento, un sueño para el futuro, puesto que la guerra va para largo, y el estado de emergencia sigue en vigor”.

El hecho es que el país se ha vuelto un campo de batalla, donde la ley marcial está en efecto, la muerte súbita es común, los servicios básicos escasean y un solo huevo cuesta cinco dólares. Y no hay desenlace a la vista, a menos que… ¿A menos que qué? Brick descubre por qué fue transportado a ese Estados Unidos alternativo: ha sido elegido para asesinar al hombre responsable de la guerra civil y ponerle fin al conflicto cada vez más sangriento. En este punto, el confundido Brick aprende lo que todos los lectores de ciencia ficción saben: “No hay una sola realidad, cabo. Existen múltiples realidades. No hay un único mundo. Sino muchos mundos, y todos discurren en paralelo, mundos y antimundos, mundos y sombras de mundos, y cada uno de ellos lo sueña, lo imagina o lo escribe alguien en otro mundo. Cada mundo es la creación mental de un individuo”.

Solo unos pocos novelistas literarios innovadores podían compararse con Auster en su gusto por reformular historias de misterio, fantasía y aventura. Auster usa estos géneros una y otra vez para iluminar, usualmente con gran intensidad, las relaciones fundamentales de la vida: la parentalidad (en especial entre padres e hijos), las parejas casadas, los mentores y discípulos, los artistas y su obra, incluso los amos y sus mascotas.

***

En un principio se piensa que el creador de aquel Estados Unidos resquebrajado, asolado por la guerra, se llama Blake, luego Blank (un guiño de vuelta al protagonista-escritor de Viajes por el Scriptorium), pero resulta ser, por supuesto, Brill. Al parecer —aunque aquí la lógica parece defectuosa— Brill no inventó la totalidad de este mundo, “solo ha urdido la guerra. Y también lo ha imaginado a usted. ¿Es que no lo entiende? Esta es su historia, Brick, no la nuestra. Ese anciano lo ha creado para que usted lo mate a él”.

Naturalmente, nuestro mago para niños —un hombre tranquilo, respetuoso de la ley, recién casado— no tiene intención de matar a nadie. Sin embargo, si asesina a Brill, le traerá paz a ese Estados Unidos en ruinas; si no lo hace, la guerra continuará, con más y más víctimas. ¿Qué importa la vida de un hombre al ponerla en una balanza contra las vidas de miles, tal vez millones?

Esta pregunta ética recuerda a un famoso cuento de Ursula K. Le Guin, “Los que se alejan de Omelas”. Aquí resulta que un mundo utópico, maravilloso y civilizado puede seguir existiendo, dándole felicidad y satisfacción a todos sus ciudadanos, siempre que, en la profundidad de un calabozo subterráneo, un niño pequeño sea torturado sin parar. La mayoría de la gente acepta este pacto con el diablo, pero como dice el título, no toda.

A su debido tiempo, Brick intenta salir de este dilema ético con astucia, pero incluso tras escapar de vuelta a su propio tiempo, nuestro tiempo, descubre que está siendo perseguido por agentes de ese otro Estados Unidos. Su esposa Flora es amenazada. ¿Qué debe hacer? ¿Qué puede hacer? ¿En verdad es un soldado con una misión? ¿Debe volverse un asesino, un terrorista? Es atormentado por la incertidumbre. Más aún, también es tentado sexualmente por una hermosa mujer de su pasado, pero ¿ella es una aliada, una doble agente o algo más?

Auster ya ha imaginado mundos devastados y apocalípticos antes —en especial en la desoladora El país de las últimas cosas, donde el feroz salvajismo recuerda a películas como 1997: escape de Nueva York y Mad Max 2—, pero aquí su giro hacia la política contemporánea es particularmente pronunciado. Como dice Brick: “Una pesadilla detrás de otra”. Las escenas en este Estados Unidos bombardeado claramente pretenden remitir a los noticiarios sobre Irak, traer a casa el horror visceral y el caos moral de la guerra implacable, total.

Incapaz de dormir una noche, Brick deambula hacia la cocina de una casa en la que ha estado quedándose. Solo tiene “los ociosos pensamientos del insomne, mientras busca en los armarios un vaso y una botella de whisky”. Su mente no es más que una sucesión de ideas somnolientas, hasta que Auster escribe:

Así nos ocurre a todos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, hasta que un acontecimiento inesperado cae sobre nosotros para sacarnos de golpe de nuestra modorra.

Brick oye a lo lejos unos aviones que vuelan bajo, luego el ruido del motor de un helicóptero, y un momento después, el estridente fragor de una explosión. Las ventanas de la cocina saltan en añicos, el suelo se estremece bajo la planta de sus pies descalzos y luego empieza a inclinarse, como si los cimientos de la casa estuvieran cambiando de lugar, y cuando Brick corre hacia el vestíbulo para subir la escalera y prevenir a Virginia, se encuentra con grandes y estremecidas llamaradas. Astillas y fragmentos de tejas llueven del techo. Brick dirige la mirada hacia arriba, y tras unos segundos de confusión comprende que está mirando al cielo nocturno a través de una espesa nube de humo. La mitad superior de la casa se ha esfumado, lo que significa que Virginia también ha desaparecido, y aunque sabe que no servirá de nada, siente unos desesperados deseos de subir la escalera y buscar su cuerpo. Pero los escalones están ardiendo, y morirá quemado si se acerca un poco más.

Escapa corriendo al jardín, y por todos lados salen vecinos aullando de sus casas en plena noche. Un contingente de tropas federales se ha concentrado en medio de la calle, cincuenta o sesenta hombres con casco, todos ellos armados con metralletas. Brick levanta las manos en un gesto de rendición (…).

***

Dado que gran parte de Un hombre en la oscuridad se ocupa en un inicio de las aventuras de Brick, sería bastante fácil tomar esta como la historia principal, excepto porque Auster en ocasiones interrumpe la narración para recordarnos sobre el viejo reseñista de libros y las dos mujeres dormidas en el piso de arriba. Brill nos cuenta que durante el día él y su nieta ven películas y las discuten, se supone que para pasar el tiempo, pero sobre todo para ayudar a Katya a superar su duelo. Brill nota que en las películas que arriendan —obras maestras internacionales como La gran ilusión, Ladrón de bicicletas, El mundo de Apu e Historias de Tokio— “son las mujeres quienes llevan el mundo. Se ocupan de lo que verdaderamente importa mientras que los desventurados hombres van dando tumbos por ahí haciendo chapuzas”.

Los hombres de esta novela en general son soñadores, románticos, fanáticos, buscadores de paraísos imposibles. Pero las mujeres de Auster son fundamentalmente sensatas, con los pies en la tierra (y terrenales), del todo realistas, y ninguna lo es más que Flora, la esposa imaginaria del imaginario Brick. Ella es “una mujer (…) que sabe que solo existe la realidad presente de la que forman parte esencial la anestesiante rutina, las breves trifulcas y las preocupaciones económicas, que intuye que a pesar de los dolores, el tedio y las decepciones, nunca estaremos más cerca del paraíso de lo que estamos en este mundo”. Su filosofía de vida es una de moderación, de tranquilos placeres humanos:

Empezamos a vivir otra vez. Tú te dedicas a tu trabajo, yo al mío. Comemos, dormimos y pagamos los recibos. Fregamos los cacharros y pasamos la aspiradora. Hacemos un niño juntos. Me metes en la bañera y me lavas el pelo. Yo te froto la espalda. Aprendes nuevos trucos. Vamos a ver a tus padres y escuchamos a tu madre mientras se queja de su salud. Seguimos adelante, cariño, viviendo nuestra modesta vida. Eso es lo que estoy diciendo.

Los discursos de Flora, al igual que otros aspectos de Un hombre en la oscuridad, claramente van a dividir a los lectores: ¿Esas son palabras sabias, dichas en simple? ¿O son razonables lugares comunes? Es difícil saberlo. Para mi oído, suenan un poco trilladas, tal como la novela en su conjunto se me hace un poco descuidada en el diseño, pero demasiado esquemática en el final. Los dilemas éticos se plantean pero no se resuelven —la que puede ser la decisión estética correcta—, mientras que el aprendizaje es señalado por la expectativa de un desayuno contundente y saludable, lo que suena a la vez sensato y cursi. Pero pese a que estas advertencias obviamente importan, en otro nivel, no lo hacen: Un hombre en la oscuridad es sin duda una lectura placentera. Auster realmente posee lo que Nabókov llamaba la varita del hechicero.

En mitad de la noche, Katya —incapaz de dormir— le pide a su abuelo que le cuente toda la historia de su matrimonio con su abuela Sonia. Brill describe un cortejo mágico y una vida matrimonial idílica, destruida por su propia inquietud romántica e infidelidad. También describe la alegría de acompañar el nacimiento de su hija Miriam, luego las sorpresivas consecuencias del nacimiento de la misma Katya y, por último, la relación de la joven con el aspirante a escritor Titus Small, cuyo espantoso destino solo descubrimos en las últimas páginas de la novela.

A veces pienso que Paul Auster es el ahijado del legendario periodista del New Yorker Joseph Mitchell: introspectivos y nostálgicos por naturaleza, ambos se sienten atraídos por los parias, bohemios e inadaptados más carismáticos de la sociedad, y se sienten en casa en los rincones extraños de la vida metropolitana. Y ambos sugieren que los estadounidenses son tan solitarios como los hombres y mujeres que se vislumbran en las pinturas de Edward Hopper.

3.

Brill abre Un hombre en la oscuridad escribiendo: “Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias”, una oración que repite cerca del final del libro. Para Paul Auster, esta es la principal consolación disponible para nuestra condición humana: vivimos en la oscuridad, con miedo, ignorancia, perplejidad moral. Para escapar de nuestras vidas y tribulaciones, para salvar nuestras almas aproblemadas, para librarnos de la muerte de la verdad (Nietzsche), como una manera de corregir la realidad (Freud), o tan solo porque “la humanidad no puede soportar mucha realidad” (Eliot), nos contamos historias a nosotros mismos, con la esperanza de atravesar la noche que nos rodea hacia otra mañana.

Este escape hacia las historias —un tropo central de Un hombre en la oscuridad— se ha repetido a lo largo de la narrativa de Auster: “No puedo dejarlo. El libro es lo único que me mantiene en pie, me impide pensar en mí mismo y hundirme en mis propios problemas. Si dejara de trabajar en él, no creo que pudiera sobrevivir ni un día más” (El país de las últimas cosas); “La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir” (Brooklyn Follies); “Míster Blank ya es uno de los nuestros (…). Míster Blank es viejo y le fallan las fuerzas, pero mientras permanezca en la habitación con la puerta cerrada y los postigos cerrados en la ventana, jamás morirá, no desaparecerá, nunca será otra cosa que las palabras que estoy escribiendo en su página” (Viajes por el Scriptorium).

Auster dijo una vez en una entrevista: “A lo largo de los años, he estado profundamente interesado en la artificialidad de los libros (…). O sea, quién está engañando a quién, al final. Cuando abrimos un libro de ficción sabemos que estamos leyendo algo imaginario, y siempre nos ha interesado explotar ese hecho, utilizarlo, hacerlo parte de la obra misma”. Es cierto que Auster puede resultar artificial, incluso hasta el punto de la afectación y el camp. En Un hombre en la oscuridad, los personajes se llaman Blake, Black, Bloch, Blank, Blunt, Brand, Brandt, Blaine, Brick y Brill. Eso sin contar a Bush. ¿Quién está engañando a quién? Auster, como un buen comediante, jamás deja ver ni el asomo de una sonrisa cómplice. Pero a la luz de un artilugio tan obvio, nunca cabe duda alguna de que estamos dentro de un relato, un artefacto verbal, arte.

Las novelas de Auster suelen explorar el umbral entre el Mundo Primario de la vida y lo que J. R. R. Tolkien llamaba el Mundo Secundario del arte; nos llevan dentro de ese reino liminal donde la fantasía reemplaza el desabrido cotidiano. “Aprendí que no soy el único —ha escrito Auster— en creer que cuanto más sabemos del mundo, más desconcertante y difícil de aprehender nos resulta”. Basta con ver los inquietantes títulos de sus libros: Ciudad de cristal, Fantasmas, La habitación cerrada, El país de las últimas cosas, El Palacio de la Luna, La música del azar, Leviatán, Mr. Vértigo, Tombuctú, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn Follies, Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad. Cada uno de ellos insinúa algo romántico o sobrenatural, sugiere que los sueños podrían ser reales y la realidad apenas un sueño. O una pesadilla.

En definitiva, Auster nos recuerda que cada uno de nosotros observa la existencia a través de lentes teñidos de historias. El mundo que habitamos está literalmente moldeado por Historias. Todos tenemos nuestras “historias de vida”, y estas gobiernan cómo nos vemos a nosotros mismos y a otros, cómo interpretamos hechos y recuerdos y expectativas. Cuando nuestros salvadores y maestros nos hablan de las grandes verdades, ya sea de religión o filosofía, siempre nos hablan en parábolas. Cuando los artistas, o las personas comunes, hablan de lo que en verdad importa, empiezan y terminan contando historias, maravillosas, fascinantes historias, como aquellas en la obra de Paul Auster.

 

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Publicado originalmente como “Spellbound” en The New York Review of Books, el 4 de diciembre de 2008. Copyright © 2008 Michael Dirda. Se traduce con autorización del autor y la revista. Traducción de Sebastián Duarte Rojas.

 


Viajes por el Scriptorium, Paul Auster, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Booket, 2019, 144 páginas, $8.900


Un hombre en la oscuridad, Paul Auster, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Booket, 2022, 192 páginas, $14.590.


La trilogía de Nueva York, Paul Auster, traducción de Maribel de Juan Guyatt, Seix Barral, 2024, 360 páginas, $23.900.


El Palacio de la Luna, Paul Auster, traducción de Maribel de Juan Guyatt, Booket, 2024, 368 páginas, $13.900.

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