Contándose entre los degradados y “malditos” por su colaboracionismo con los nazis y su adscripción fascista, la historia de sus últimos meses muestra que las bajezas no se dividían tan claramente en la sociedad y el mundo cultural francés. Menos aún en el caso de Drieu, que fue muchas cosas, en distintos momentos, dejando testimonio de cada uno, pues mucho antes de la llamada “autoficción”, planteó su obra como una “ficción confesional”.
por Patricio Tapia I 31 Julio 2018
Mientras los ocupantes alemanes huyen de París ante su inminente liberación, dos escritores franceses en bandos opuestos, que deberían detestarse, se reúnen. Jean Paulhan, miembro de la resistencia y antiguo director de la Nouvelle revue française (o N.R.F.), visita a Pierre Drieu la Rochelle, tras una tentativa suicida de este en agosto de 1944. Drieu, colaboracionista, es quien reemplazó a Paulhan en la revista bajo la ocupación nazi. Habían sido amigos, lo seguían siendo y esa será la última vez que se vean.
Pronto, apenas recuperado, Drieu se paseará solitario por casas heladas: son los refugios en los suburbios de París o en el campo que le procuran sus más cercanos. No tuvo un juicio o no alcanzó a tenerlo, pero imaginó uno en su escrito tardío Exordio, en el que reconoce: “Hemos jugado y yo he perdido. Reclamo la muerte”. La historia de los meses finales de su vida tiene un desenlace conocido: el deceso por mano propia, en un tercer intento. Aunque el suicidio de Drieu es un momento ineludible y siempre referido —hasta desatender su obra—, la última etapa de su existencia suele ser descuidada por sus biógrafos: él ha jugado, y ha perdido.
En Les derniers jours de Drieu la Rochelle, la historiadora Aude Terray optó por revisar toda la vida del escritor a partir de su derrota final, rastreando su comportamiento entre el 5 de agosto de 1944, día del funeral del crítico de origen mexicano Ramón Fernández, y el 15 de marzo de 1945, el día de su muerte, analizando de manera retrospectiva sus distintas facetas. La de Terray, junto a otras publicaciones recientes, ayudan a iluminar la compleja y a veces contradictoria personalidad de Drieu la Rochelle.
Igualmente complejas y contradictorias podían considerarse las personalidades de muchos ciudadanos franceses de la época, y las relaciones entre ellos, cuando resistentes y colaboracionistas convivían de cerca. Eso también ocurría entre los escritores: en la ocasión que Terray elige como partida de su libro, en el funeral de Fernández, están presentes autores tan opuestos como Drieu, Jacques Chardonne, Marcel Jouhandeau, Marcel Aymé, François Mauriac, Jean Paulhan… Curiosamente, existe respeto y a veces amistad, a pesar de los antagonismos políticos e ideológicos.
Nacido en 1893 en una familia burguesa originaria de Normandía, Drieu La Rochelle creció en París en la atmósfera venenosa de un matrimonio mal avenido. Movilizado para la Primera Guerra Mundial, se fue a la lucha, con 19 años, llevando en su mochila Así habló Zaratustra. Destinado en Bélgica, el 23 de agosto de 1914, el ejército francés se bate en retirada en la batalla de Charleroi. Allí Drieu es herido en la cabeza y su amigo judío André Jéramec muere bajo la metralla alemana (con la hermana de Jéramec se casará en 1917). Veinte años después, en 1934, aquellos combates le inspirarán La comedia de Charleroi, una novela con un narrador muy parecido a él mismo, quien regresa al campo de batalla en 1919, tras el cese de hostilidades, como secretario de la madre de un camarada muerto en combate. Heroísmo, rebeldía y desesperación son las sensaciones que sobrevuelan el libro.
Tras la guerra, Drieu vuelve a París como un convencido pacifista y europeísta. Sus primeros libros de ensayos Mesure de la France (1922) y Le Jeune européen (1927) muestran esas convicciones. Conoció la ciudad de los locos años 20 y de las vanguardias artísticas. Cercano al grupo Dadá y luego a los surrealistas, fue amigo de Louis Aragon y André Malraux. Noctámbulo, pasa las noches bebiendo y escribiendo poesía. En 1925 aparece su primera novela, El hombre cubierto de mujeres, como todas las suyas, de marcado tono autobiográfico.
A la vida de poesía y cabaret, sucedió una de “gran” sociedad, cenas e invitaciones, multiplicando sus conquistas femeninas: casado dos veces, dos veces divorciado, tuvo diversas amantes. Drieu participó en numerosas iniciativas periodísticas, editoriales y políticas. Por entonces escribe una de sus novelas más famosas, Fuego fatuo (1931), llevada al cine más de una vez (la mejor, quizá, por Louis Malle en 1963).
En febrero de 1934 todo cambia con el ataque al Parlamento por la extrema derecha. Drieu no participa, pero en las semanas siguientes comparte con su amigo Bertrand de Jouvenel en Alemania, donde conoció a Otto Abetz, el futuro embajador del Tercer Reich en París durante la ocupación. La sucesión de casos de corrupción que afectan a la república francesa y las primeras experiencias fascistas en el exterior llevan a Drieu a creer en la regeneración de Francia por el fascismo, para así evitar que el país se hunda en la decadencia orquestada por masones, izquierdistas y judíos, que por entonces lo obsesionan. Ese año escribe otro ensayo político, Socialisme Fasciste, en el que desplegó su nueva ideología. Dos años después se unió al partido de Jacques Doriot, el primero de corte abiertamente fascista en Francia. Es también por entonces que escribe una de sus novelas mayores, Gilles, que publica en 1939, con un protagonista que comparte muchas de las opiniones y algunos aspectos de la biografía del propio Drieu.
En la Francia ocupada, en 1940, Drieu convenció a Otto Abetz de volver a publicar la N.R.F. con él como director. Drieu le pide a Paulhan ser codirector, pero este, indignado por los decretos antisemitas, rechaza la oferta al tiempo que se dedica a dirigir La Pléiade. La dirección de la N.R.F. es complicada para Drieu porque las grandes figuras (Gide, Malraux, Mauriac, Valéry) se niegan a publicar bajo la sumisión nazi.
A pesar del colaboracionismo de Drieu (quien escribió en su diario páginas de un antisemitismo enardecido), ayuda en la liberación de escritores prisioneros (como Sartre) de campos de trabajo forzado y a Paulhan, en mayo de 1941, a huir de las cárceles de la Gestapo.
En octubre de 1941, Drieu realizó una visita oficial a Alemania para un Congreso de escritores en Weimar, donde se exaspera con sus colegas. Huye de Ramón Fernández (solo interesado en el alcohol) y de Marcel Jouhandeau (solo interesado en los jóvenes tenientes alemanes). Un año después, participa en el segundo viaje alemán para el Congreso de Escritores Europeos. La delegación francesa es menos numerosa, los más prudentes declinan la invitación, pero Drieu decide no escapar, pues lo veía como una cuestión de honor. Los dos viajes a Alemania pesarán en su contra.
En realidad, ya en 1942 Drieu había perdido el interés en la política fascista; sus obras y la revista no hacían eco de antisemitismo alguno. El escritor, decepcionado con el fascismo, recurría a la historia de las religiones y las espiritualidades orientales. Una muestra de estos intereses se trasunta en los del narrador de una nouvelle que cubre parte de esos años, Diario de un exquisito, uno de los textos publicados de manera póstuma, en 1963, en la colección Histoires déplaisantes. Escrito como un diario íntimo (una primera parte, en 1934 y una segunda después de 1940), el narrador es un redactor en una revista de arte, que está cansado de todo, incluso del amor y busca esencias perdidas en las civilizaciones del pasado. Por cierto, es un egoísta de narcisismo asumido, antihéroe y esteta marginal. Como el Gilles de la novela homónima, este personaje no conoce la piedad con sus amadas: tiene una amante más joven que él, hermosa, que se ha embarazado, pero la perspectiva del compromiso lo lleva a la ruptura, que tiene lugar en una isla; ella abortará, se casará con otro, pero estará condenada a la esterilidad. Escribe este “exquisito”: “Busco sin cesar la soledad para entregarme al miedo”, una frase que pronto podrá suscribir Drieu.
En 1943, durante un viaje en Suiza, Drieu se niega a escuchar a De Jouvenel, quien le aconseja disfrutar de la montaña hasta el final de la guerra. Decide regresar a Francia con una promesa a sí mismo: cuando las tropas aliadas lleguen a París, se matará. No huirá, no se esconderá, no se dejará atrapar.
En el verano de 1944, la victoria aliada es cuestión de semanas. Se suceden dos intentos de suicidio: el 11 de agosto, Drieu ingirió una droga, luminal, pero fue salvado in extremis por un lavado gástrico; poco después, en el Hospital de Neuilly, abre sus venas con una navaja, pero las enfermeras intervienen a tiempo. Al momento de la liberación, a diferencia de Céline, rechaza el exilio, así como la oferta de Malraux de ayudar a esconderlo. Para él, huir de Francia era una deshonra. Paulhan y Mauriac estarán entre los escritores resistentes que en el París liberado se opondrán a los abusos moralistas de la “depuración” y abogarán por el derecho al error. Paulhan escribió en septiembre de 1944 en Le Figaro un artículo en que revela que salvó su vida gracias a Drieu.
Pero contrariamente a sus sueños de honor, Drieu se oculta, deambula de escondite en escondite, protegido por un pequeño grupo, que quiere evitar su arresto y juicio. Durante más de seis meses, la muerte anda cerca, pero él ya no está tan seguro de querer encontrarse con ella. Durante ese tiempo, Drieu recibió amenazas, su nombre aparece en la lista de los perseguidos. Él sabe que tendrá que pagar, pero considera que aunque estaba equivocado, no traicionó. No reconoce ninguna legitimidad a quienes lo juzgarían y cree que no tiene cuentas que rendir.
Al enterarse de una orden de arresto en su contra y después de sus dos intentos fallidos, Drieu terminó con su vida ingiriendo gardenal y abriendo el gas, solo, la noche del 15 de marzo 1945, después de una de sus caminatas.
Frente a la imagen excesivamente oscura de la vida de Drieu que entrega la visión retrospectiva de su final, hay que señalar que no fue únicamente un vencido y un suicida. En realidad, fue muchas cosas, sucesiva o simultáneamente, en distintos momentos: fue un fascista antisemita, sí, pero también fue un soldado valiente y un dandi melancólico, sensible a los encantos de la elegancia.
En política, su trayectoria es la expresión de convicciones borrosas y de mínima consistencia. Si del socialismo pasó al fascismo, hizo otros giros radicales; a modo de ejemplo, tan solo en sus últimos años: en diciembre de 1941, dudó de la victoria alemana y criticó a Hitler como un caudillo de guerra; habiendo renunciado al partido de Doriot en 1939, regresa a él en 1942 antes de entusiasmarse desde 1944 por Stalin, su nuevo héroe.
En amores, fue un misógino, pero también un seductor, con especial gusto por las mujeres ricas: entre ellas, Christiane Renault, la esposa del industrial Louis Renault; también, la mecenas y escritora argentina Victoria Ocampo. A pesar de las separaciones y los divorcios, a pesar de sus traiciones, sus amadas le guardaron cariño. Aude Terry muestra cómo este hombre “cubierto de mujeres” fue efectivamente ayudado por ellas: amantes, ex amantes, esposas, ex esposas, especialmente su primera esposa, Colette Jéramec, de quien se divorció en 1921, siempre estuvo a su lado: en 1945, fue ella quien se hizo cargo de toda la organización de sus escondites; en parte, era por agradecimiento, pues en 1943, ella, judía y resistente, fue arrestada con sus dos hijos y Drieu, gracias a sus amistades alemanas, los salva de la deportación.
Por otro lado, fue un autor que no solo escribió sobre cuerpos triunfantes y sobre amores tortuosos bajo la doble fascinación por la muerte y lo absoluto. Por ejemplo, aunque menos conocido quizá, fue un entusiasta incondicional del aire libre y del camping. Esto se descubre, entre otras cosas, en Chroniques des années 30, una selección de artículos, la mayor parte inéditos en libro, a menudo olvidados, que Drieu publicó en los años 30 (en estricto rigor, entre la primavera de 1928 y marzo de 1941, período en que el autor escribió para la N.R.F., Marianne, La Revue européenne, entre otras publicaciones).
En ellos aborda los más variados asuntos. Va desde la figura del aviador estadounidense Charles Lindbergh a la condición femenina o las orillas del Sena. Puede dedicarse a algunos acontecimientos semipoliciales, como el “caso” Hanau, ocurrido en 1930, uno de los escándalos financieros que llevaron a los movimientos antiparlamentarios en 1934; o el juicio por parricidio de Violette Nozière (referida aquí como Nozières), iniciado en 1933: el caso de una joven que llevaba una doble vida y que intentó matar a sus dos progenitores, lográndolo con el padre, caso que inspiró una película de Claude Chabrol. Escribe sobre la Guerra Civil en España o sobre artistas y visitas a museos (Soutine, Goya, la Venus de Milo), lo mismo que sobre Buenos Aires y Borges. En 1932 Drieu viajó a Argentina, invitado por Victoria Ocampo (en otro lugar lo señaló como uno de los momentos cruciales de su vida); en uno de los artículos recogidos en este libro afirma, de manera célebre y no muy amable con su anfitriona: “Borges vale la pena el viaje”.
“La literatura no es más que una forma edulcorada de la confesión, del testimonio, que son funciones eternas del hombre, funciones previas a la oración”, se lee en el Diario de un exquisito. Y efectivamente, mucho antes de la llamada “autoficción”, Drieu habló de su obra como una “ficción confesional”. Se preguntaba, con razón, en las primeras líneas de su relato Estado civil (1921): “¿Sabré algún día contar algo que no sea mi historia?”.
Con personajes que se parecen a él, enfrentando problemas que se parecen a los suyos, apremiados por dudas que se asemejan a las que a él le atormentan, como pocos, en el caso de Drieu vida y obra se confunden. En “El novelista mundano” (publicado en Nouvelles littéraires, en diciembre de 1931 y recopilado en Chroniques des années 30) presenta un diálogo entre un escritor y un amigo. Cuando el segundo le pregunta al primero por qué no escribe historias largas, con muchos personajes, el escritor le responde: “Podría escribir una larga historia, pero donde los personajes no abundarían. Podría escribir, por ejemplo, una larga confesión que sería numerosa y compleja, pero dentro de los límites de mí mismo”.
Incluso la voluntad de terminar con su vida está en el tejido de toda su existencia, mucho antes que en la obra literaria. En Relato secreto (publicado póstumamente en 1950, pero escrito entre sus intentos de suicidio) dice que muy niño, por curiosidad, derramó su sangre con un pequeño cuchillo elegido entre la platería familiar; durante la Primera Guerra Mundial, según cuenta en La comedia de Charleroi, encerrado en un granero, agotado por días de caminar bajo un sol abrasador, se quita el zapato para colocar un dedo del pie en el gatillo de su arma cargada y mirar el cañón: “Palpaba ese fusil, ese extraño compañero de ojo muerto que solo necesitaba de una caricia para quemarme hasta el alma”.
El itinerario de la vida y obra de Drieu es la de un viaje errático y un destino roto, las disquisiciones de un hombre obsesionado por sus elecciones y sus incertidumbres, dando testimonio de sí mismo. Como dijo el crítico Gaëtan Picon: “El fracaso de Drieu, después de todo, es el de la sinceridad”.
por Javier García Bustos