Isabelle Eberhardt: nómada en la arena blanca

Autora de novelas, cartas, artículos y memorias, la escritora suiza visitó las mezquitas de Túnez con la misma intensidad con que recorría los bajos fondos, donde se rodeó de trabajadoras sexuales y bandidos. Lo hizo a comienzos del siglo XX, vestida de hombre, con la única certeza de no someterse a ninguna autoridad. “Solo me siento atraída por las almas que padecen de ese alto y fecundo sufrimiento que recibe el nombre de insatisfacción consigo mismo”, escribió en uno de sus diarios.

por Natacha Oyarzún I 23 Octubre 2023

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En su vida, Isabelle Eberhardt (1877-1904) apostó todo al nomadismo y a la literatura. Vestida de hombre, con sus manuscritos como único equipaje, recorrió el desierto con la voracidad de los errantes. Desposeída de todo, incluso de fortuna, se internó en el Sahara y en los bajos fondos del norte de África con el nombre masculino de Si Mahmoud Saadi. Aunque murió a los 27 años, dejó una obra ecléctica, que en su gran mayoría se conoció de manera póstuma: artículos, novelas, cartas, cuadernos y memorias. “Me he vestido con la librea, bien pesada a veces, del vagabundo y del apátrida”, escribe en Los diarios de una nómada apasionada.

Su origen no ha estado exento de mitos. Se llegó incluso a decir que fue hija de Arthur Rimbaud. Sin embargo, una de sus tantas biógrafas, la egipcia Eglal Errera, refiere a esta tesis como “aberrante”. En realidad, fue hija natural de Nathalie Eberhardt e hija ilegítima de Alexander Trophimowsky, tutor de Nicolas, Olga y Wladimir, los niños que Nathalie tuvo con Paul Carlowitch de Moerder, un general de la Rusia zarista, a quien abandonó para huir con sus hijos y Trophimowsky. Las razones de su fuga no están claras, pero se especula que la posible vinculación de este último con los movimientos revolucionarios hizo del exilio una necesidad inminente. La deriva inició en Estambul, luego en Nápoles, hasta llegar a Ginebra, donde nació Augustin y cinco años después Isabelle Eberhardt.

No asistió al colegio. La niña creció en un hogar políglota y libertario, al calor de las discusiones de los visitantes que continuamente estaban de paso por Villa Neuve. Fue formada por Trophimowsky —anarquista, amigo de Bakunin y discípulo de Tolstói—, al que nunca nombró papá sino Vava (viejo), y quien le dio una educación que abarcó desde idiomas (griego, latín, árabe, alemán, turco, italiano y, sobre todo, ruso) hasta botánica. En definitiva, una juventud ausente de cualquier atadura impuesta a las de su género, lo que propició en ella una libertad excéntrica para cambiar continuamente de nombre y travestirse. Según testimonio del editor y crítico francés René-Louis Doyon, “en el patio había un muchacho cortando leña. Alto, bien configurado, aparentaba unos 16 años. La cara redonda, casi en forma de luna llena, imberbe, con el pelo negro. Era Isabelle Eberhardt, pero yo no lo adiviné de buenas a primeras. —¿Has visto a mi hija? —me dijo Trophimowsky—. Se viste de hombre, es más cómodo para bajar a la ciudad”.

Así, formada con las mismas libertades que un varón y rodeada de libros y plantas que parecían devorar la casa, Isabelle Eberhardt desarrolla una hambrienta pulsión por los estudios y la escritura: “Escribo porque me gusta el processus de creación literaria, escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Y es mi único verdadero consuelo”. Este será el tono latente en todo lo que escriba. Sus reiteradas decepciones forjaron un carácter esquivo, con tendencia al misticismo; primero la partida de su hermana Olga, quien se rebeló a la autoridad de Vava y huyó con la excusa del matrimonio. Más tarde, en 1895, la de su hermano y mayor cómplice, Augustin, tras hacerse soldado de la Legión Extranjera. Esta despedida, quizás, fue el motor para que junto a su madre decidan viajar a Argelia. Desconsoladas, madre e hija desembarcan en el puerto de Annaba en mayo de 1897, dejando a Trophimowsky junto a Wladimir y Nicolas.

Entonces Isabelle tiene 20 años. Cambia su aspecto europeo por una chilaba blanca, mantiene el cabello corto, afeitado, fuma kif, habla en árabe. Pero hay dos cosas aún más decisivas: se convierte al islam y comienza a escribir la novela Trimardeur. Al mismo tiempo corrige otra más breve titulada Yasmina. Un tunecino le pide matrimonio; lo rechaza, pues carece de cualquier sentido de posesión, es feliz viajando con su madre. Pero lamentablemente, las quimeras del viaje caen de golpe en una zona ciega: Nathalie enferma del corazón y muere en Bône el 28 de noviembre de 1897, producto de una crisis cardíaca.

En la soledad del país de arena, Isabelle bebe en exceso, escribe poco, se refugia en la muda contemplación de la naturaleza. Según una epístola enviada a un amigo: “Me analizo con todas mis fuerzas, utilizo mi energía para poner en práctica el aforismo estoico: Conócete a ti mismo”. Bajo ese estado de orfandad abandona Bône y se marcha a Argel. Allí recibe la desgarradora noticia del suicidio de su hermano Wladimir, ahogado con gas. La familia muta en una constelación lejana a la que acude únicamente en el recuerdo. Se ignora el trayecto de Eberhardt durante ese periodo, solo se sabe que reside en Túnez y que frecuenta las mezquitas con la misma intensidad con que recorre los bajos fondos, donde se rodea de trabajadoras sexuales, bandidos y expresos: “Solo me siento atraída por las almas que padecen de ese alto y fecundo sufrimiento que recibe el nombre de insatisfacción consigo mismo”, escribió en uno de sus diarios.

Formada con las mismas libertades que un varón y rodeada de libros y plantas que parecían devorar la casa, Isabelle Eberhardt desarrolla una hambrienta pulsión por los estudios y la escritura: ‘Escribo porque me gusta el processus de creación literaria, escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Y es mi único verdadero consuelo’. Este será el tono latente en todo lo que escriba.

A comienzos de 1899 retorna a Ginebra. La casa está bajo un desmoralizante estado de abandono. Por ella camina Vava como un espectro, desconsolado por la muerte de Nathalie, y ahora enfermo de cáncer. En ese tiempo Isabelle sostiene un amorío con Archivir, un joven turco opositor al sultán Abdul Hamid, al que también renuncia porque África no la ha dejado indiferente. El desierto es una misión personal todavía incompleta. Necesita volver: “Ser libre y sin trabas —dice—, plantada en el centro de la vida, en ese gran desierto en el que sin embargo siempre seré una extraña”. El 15 de mayo Isabelle y Augustin entierran a Vava en el cementerio de Vernier.

Pasados seis meses, regresa a África vestida con su atavío árabe. En sus cuadernos titulados Sahara y Vagabondages, relata su paso por Túnez y Constantina, trabajo por encargo de La Revue Blanche. Sin duda estos viajes serán su experiencia más reveladora. Allí se hará pasar por varón, adoptando el nombre definitivo de Si Mahmoud Saadi. “Se supone que soy un joven tunecino ilustrado que viaja para instruirse visitando las zaouias del Sur”. Anda a camello. Duerme sobre dunas, rodeada de moscas. En ese océano de arcilla escribe sus diarios, se trata de un proyecto espiritual y literario al que dedica horas enteras. Tiene una convicción: “Vivir una existencia doble, la del desierto, siempre aventurera, y la tranquila y dulce del pensamiento, alejada de cuanto pueda turbarla”.

Durante los siguientes cuatro años regresa a Villa Neuve para encontrarse con Augustin, ahora ambos herederos de todo lo que allí va quedando. Recorre Gènes, Livorno, Cerdeña y París. Sin embargo, aburrida de los círculos intelectuales parisinos, decide volver a Ginebra. Isabelle ha tenido una formación anarquista, desdeña todo atisbo de autoridad, aun cuando esta sea de carácter intelectual. Ese tiempo lo dedica a terminar la versión definitiva de Rakhil.

En 1900 vuelve al África, allí reanuda su vida de cafés moros, suburbios y andanzas a caballo, lugar donde al poco tiempo se casará con Ehuni Slimène, compañero hasta el final de sus días. En 1901 cae hospitalizada y, como en un presagio, escribe: “Esta noche todo parece tomar ese aspecto particular de las cosas en los días en que se deciden nuestros efímeros destinos”.

El suyo, su destino, no será morir allí. Tampoco en el intento de homicidio que sufrió en Behima, cuando un tipo ligado a los tidjaniya, la atacó con un sable. Su destino tendrá naturaleza de catástrofe.

El 21 de octubre de 1904, en la Ain-Sefra del sur oranés, el desborde de un río inunda la ciudad baja, que queda hecha un magma de agua y arena. Veintiséis personas mueren. Los militares emprenden excavaciones. Días más tarde, descubren el cadáver de Isabelle Eberhardt. Está bajo los escombros de una choza, con sus manuscritos desperdigados alrededor. “Nómada fui cuando pequeña soñaba contemplando las carreteras, nómada seguiré siendo toda mi vida”, dice en sus diarios. A eso podría añadirse: y nómada partí, con rostro de luna llena, esta vez para iluminar los horizontes inexplorados de la muerte.

 


Los diarios de una nómada apasionada, Isabelle Eberhardt, BlackList, 2008, 292 páginas, $3.500 (eBook).

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