Desde hace medio siglo que la crítica poscolonial tiene a Conrad en la mira, pero El corazón de las tinieblas parece resistir los ataques de quienes plantean que Conrad habría deshumanizado a los habitantes de Africa en pos de una narrativa imperial. Solo a nuestra lengua se había traducido 36 veces, y ahora se suma una nueva versión a cargo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. ¿A qué se debe dicho fenómeno? Este artículo viaja en el tiempo y llega hasta nuestros días, va desde Chinua Achebe hasta Mario Vargas Llosa, pasando por García Márquez y V. S. Naipaul, pero también intenta responder esta interrogante a través de Nostromo, la novela sobre una imaginaria república sudamericana que es asediada por diversos intereses que la arrastran a una guerra civil.
por Marcelo Somarriva I 17 Septiembre 2025
En agosto del 2024 se cumplieron 100 años de la muerte de Joseph Conrad, y para celebrar esta efeméride la editorial Alfaguara publicó una nueva traducción de El corazón de las tinieblas, hecha por el novelista colombiano Juan Gabriel Vásquez. De todas las obras de este escritor británico de origen polaco, esta novela es por lejos la más popular entre los lectores hispanoamericanos, a juzgar por la cantidad de versiones y ediciones que tiene. Esta última traducción se suma a otras 36 anteriores.
¿Por qué pasa esto?
El mismo Vásquez sugiere una respuesta: Conrad creó con esta novela “uno de los pocos mitos genuinos de nuestro tiempo”, y como tal admite muchas interpretaciones y lecturas. Esto se ajusta con una novela en la cual, según advierte su narrador, lo importante no es lo que ocurre en el relato que cuenta Marlow, sino la forma en que lo hace y los significados que puedan descubrirse. Para Vásquez, esta novela es “una de las ficciones más ambiguas, inasibles y enigmáticas de nuestra tradición, y el intento de usarla como arma arrojadiza o ilustración de convicciones previas termina siempre en fracaso”. Esto alude a la crítica que hizo a este libro hace casi 50 años el escritor nigeriano Chinua Achebe, quien, entre otras cosas, acusó a su autor de producir “mitos reconfortantes”, en los cuales África se relegaba a la condición de reverso negativo de la tradición occidental. La crítica poscolonial ya tenía a Conrad en su mira y no ha dejado de hacerlo, pero sus objeciones, incluyendo las tremendas acusaciones de Achebe, no han logrado hundir a esta novela ni mermar el entusiasmo de los lectores por ella.
Sudamérica también forma parte de “Conradland”, el mundo geográfico y ficticio construido por este autor, referencia importante para Borges, García Márquez, Vargas Llosa, Jorge Edwards, Álvaro Mutis y el mismo Juan Gabriel Vásquez. La obra de Conrad llegó primero hasta los lectores hispanoamericanos vía Francia, donde este autor tuvo promotores destacados, como André Gide, Jean Aubry, Marcel Schwob y Valery Larbaud. En 1923 el escritor y editor valenciano Vicente Blasco Ibáñez le escribió a Conrad manifestándole su admiración y sus intenciones de publicarlo en su propia casa editorial, Prometeo. En su carta, Blasco Ibáñez admitió que había leído sus novelas traducidas al francés, porque no sabía inglés. Algo similar les debió haber pasado a muchos otros españoles y americanos para quienes el centro del mundo estaba en París. La primera traducción de Conrad al castellano fue una versión de la novela The Secret Sharer, que hizo el escritor chileno Mariano Latorre y se publicó bajo el título de El huésped secreto, en agosto y septiembre de 1924, en la revista Atenea de la Universidad de Concepción. Por esos mismos años, los jóvenes Pablo Neruda y Tomás Lago empezaron una traducción de El negro del Narciso, que nunca terminaron. Neruda entonces también tradujo al francés Marcel Schwob, lo que sugiere cuál fue el camino que siguió para llegar hasta Conrad. Años más tarde, Neruda viajó como diplomático a Asia, tal vez siguiendo esta misma huella.
El proyecto editorial de Blasco Ibáñez no se hizo, pero al poco tiempo, en 1925, otro editor, el catalán Joan Estelrich, comenzó a publicar traducciones al castellano de Conrad en la editorial Montaner y Simón, con el plan de reunir sus obras completas. Fue mediante estas ediciones que la obra de Conrad se difundió entre los lectores de habla hispana de esos años. Allí estaba la primera versión castellana de El corazón de las tinieblas, a cargo de Julia Rodríguez Danilewsky, en 1931, seis años después de la primera traducción francesa de esta novela, del belga André Ruyters, en un número de la Revue des Deux Mondes, publicación que tuvo mucha influencia en América del Sur.
De todas las traducciones que se han hecho de El corazón de las tinieblas, la que más veces se ha impreso es la que hizo en 1974 el mexicano Sergio Pitol. ¿Qué pasa cuando hay tantas traducciones de una misma obra? ¿Conviven todas de manera simultánea, como variaciones de un mismo tema, o se supone que la última está llamada a sustituir a las anteriores? La tarea de cotejar todas las ediciones de esta novela sería un buen ejercicio para mantener ocupada a la inteligencia artificial. Mientras tanto, confiado en mi inteligencia natural, hice una revisión rápida de las versiones de Pitol y Vásquez, y detecté algunas diferencias menores. En ocasiones, la última es más precisa que la primera, pero en otras sucede lo contrario. Vásquez parece ser más fiel a la puntuación del original, pero eso siempre dependerá del modelo que se siga. Sin embargo, más allá de su cercanía con el modelo, se supone que cada traducción debiera responder a las preguntas de su tiempo, asunto que quedará en manos de sus lectores.
El tiempo de la traducción de Pitol fue bastante revuelto para este libro. Su versión apareció un año antes de que Chinua Achebe dictara su conferencia en la Universidad de Massachusetts, donde acusó a Conrad de ser “un maldito racista”, y que después publicó como un ensayo bajo el título An Image of Africa. Esta ha sido la lectura política más célebre y polémica que se haya hecho de El corazón de las tinieblas, y según Knowles y Moore, autores del Oxford Reader’s Companion de Conrad, esta crítica fue la primera lectura de este libro que contradijo el consenso que lo interpretaba como una denuncia del colonialismo. Para Achebe, que la crítica hubiera pasado por alto la “sencilla verdad” de que Conrad “era un maldito racista” solo confirmaba cuán incorporado estaba el racismo blanco en contra de África en la cultura europea, tanto que hasta sus expresiones más nítidas podían pasar inadvertidas. Para Achebe, el continente africano proyectado por Conrad era solo un decorado del que había eliminado al africano como factor humano. África aparecía como un campo de batalla metafísico, desprovisto de toda humanidad, en el cual el europeo se internaba por su cuenta y riesgo. El problema de esta novela, según él, era que deshumanizaba África y sus habitantes, en una estrategia que comparó con las políticas de exterminio nazi. La pregunta que seguía era determinar si una novela así podía seguir considerándose una gran obra de arte. Su respuesta fue, evidentemente, no.
Las diatribas de Achebe eran una manifestación de las interpretaciones que comenzaba a hacer la crítica poscolonialista sobre la obra de Conrad, que se alzaba como una enorme cantera en la que han indagado varias generaciones de críticos para desentrañar la construcción del sujeto colonial, la normalización del eurocentrismo y la elaboración de narrativas imperiales. Estas denuncias han tenido el efecto inverso: confirman la relevancia de Conrad para los escritores, críticos y lectores de la periferia, aun cuando esta relación oscilara entre la atracción y la repelencia. Achebe tuvo muchos partidarios, pero también detractores de origen africano o asiático, como se observa en el libro Joseph Conrad Third World perspectives, cuyo arco va desde Achebe hasta V. S. Naipaul.
El nudo central de gran parte de estos textos son las actitudes de Conrad ante “la gente de piel más oscura y nariz chata”. En torno al presunto racismo de Conrad, parece importante destacar la acertada decisión que tomó la primera traductora de esta novela, Julia Rodríguez Danilewsky, de traducir la palabra “darkness” de su título en inglés por la palabra “tinieblas”, en lugar de “oscuridad”, que de acuerdo con el diccionario habría sido la opción más literal. El término tinieblas quiere decir ausencia de luz y tiene una ambigüedad que se ajusta al sentido que en esta novela tiene el relato de Marlow. Este acierto ha perdurado, consolidándose como el título canónico en casi las 36 versiones castellanas, con la excepción de la que hizo el español Emilio Oliva, que propuso el título alternativo de Alma negra, opción arriesgada y, creo yo, poco feliz.
Lo anterior no es un detalle, si se considera la observación de Peter Nazareth, para quien sería injusto reducir esta novela a la polaridad del blanco y el negro. Aquí la oscuridad estaría en la ceguera, en la incapacidad de los europeos de ver lo que tenían al frente, obsesionados como estaban con la idea y el ideal que inspiraban sus empresas homicidas. En esta novela el Congo aparece primero como un fragmento del mapa que se encontraba en blanco, y luego se oscureció tras la llegada de las empresas del hombre civilizado. Recordemos también que para Conrad la tarea del escritor era hacernos ver. Ante estas acusaciones de racismo tampoco convendría olvidar, como observa Cedric Watts, el radical escepticismo de este autor por la especie humana y su total desesperanza ante cualquier idea de progreso impulsada por el hombre, del color que fuera.
A fines del siglo XIX, cuando Conrad entró en la escena literaria, sus libros se asimilaron dentro de la categoría de las aventuras exóticas e imperiales de autores como Kipling, Stevenson, Loti o Farrere, muy populares entonces y bastante olvidados hoy. Sin embargo, la obra de Conrad desentonó en esta categoría, ya que, por coloniales que fuesen sus escenarios, era mucho más escéptica y crítica del imperialismo europeo, sobre su legitimidad e impacto. La obra de Conrad también superó este alcance colonial y fue, como observó Juan Benet, el trabajo de un marino en tierra. No obstante, Conrad fue un escritor cosmopolita que nunca dejó de explorar escenarios periféricos, enclaves coloniales —nunca británicos— para su obra. Esto lo llevó a incorporar en su planeta imaginario a América del Sur con la escritura de su novela Nostromo. La historia de la preparación de esta obra permite entender el alcance político de El corazón de las tinieblas.
Conrad creó en Nostromo la imaginaria república sudamericana de Costaguana, asediada por diversos intereses imperiales o los llamados “intereses materiales” que la arrastran a una guerra civil. La novela es un extenso cuadro narrativo histórico y ficticio que fue de gran influencia para Carpentier, Borges y García Márquez. En realidad, buena parte del prestigio sudamericano de Conrad se debe a esta novela publicada en 1904, donde ofreció una síntesis de este continente, tal como El corazón de las tinieblas lo hizo con África. Sin embargo, Nostromo tiene muchas menos traducciones y apenas se reedita.
El interés de Conrad por Sudamérica surgió a partir de su amistad con el escritor y político escocés Robert B. Cunninghame Graham, uno de los personajes más peculiares de la literatura y la política británica de esos años: aristócrata y pionero socialista; aventurero sudamericano en su juventud; revolucionario nostálgico de ideas radicales y de una visión caballeresca de la vida basada en el honor y el heroísmo; un dandi que cabalgaba por Hyde Park y que no perdonaba espejo para chequear su fina estampa, como recordó algún chismoso. Sus ideas y las de Conrad se situaban en extremos políticos opuestos, pero el escritor de origen polaco sintió siempre una admiración sin reservas por las actividades políticas y la obra literaria de su amigo, una elevada opinión de unos méritos literarios que no logró traspasarse a la posteridad. Hoy sus libros son una rareza y hay más interés por su persona, confirmando el juicio de Chesterton, quien dijo que la principal aventura de Cunninghame Graham fue haber sido él mismo.
Conrad conoció a Graham en 1897 y, al poco tiempo, comenzó a idear un proyecto literario ambientado en Sudamérica, un continente al que sus viajes de juventud solo le habían entregado apenas un vistazo al litoral de Venezuela. Para suplir esta falta de experiencia estaba su amigo escocés, quien le sirvió como una fuente inagotable de información no solo por sus recuerdos de Paraguay, Argentina y Brasil, sino también porque la región era el principal tema de su obra literaria, que se basaba en relatos, biografías y estudios históricos. Graham le prestó a Conrad las memorias de G. F. Masterman, Seven Eventful Years, in Paraguay, de 1869, o las memorias de Ramón Páez, Wild Scenes in South America.
Ford Madox Ford, quien fue un estrecho colaborador de Conrad e incluso intervino en la redacción de una parte de Nostromo, observó en sus memorias sobre Conrad que su amigo era lector de toda clase de libros y documentos, especialmente memorias políticas y testimonios de viajeros, muchos de los cuales le sirvieron para preparar esta novela. Nostromo nació como un cuento y luego creció hasta formar un país completo, con bandera y todo. Su tema principal fue el imperialismo europeo y la intervención de Estados Unidos en esta región. Su trasfondo político inmediato fue la guerra entre Estados Unidos y España, y la posterior captura de Panamá. Nostromo tuvo un pretexto político contemporáneo, tal como la partición y explotación de África y su gente sirvieron de punto de partida para El corazón de las tinieblas.
Algunos especialistas sostienen que Conrad también elaboró sus impresiones y recuerdos a partir de Polonia y el sur de Francia. En una carta le dijo a Cunninghame Graham que su imaginaria república de Costaguana era un Estado sudamericano cualquiera, pero tal como sucedía con Kurtz, el siniestro personaje de El corazón de las tinieblas, en su formación contribuyó toda Europa. En una nota incluida en una edición posterior de Nostromo, Conrad identificó las principales fuentes de su obra y, jugando con sus lectores, advirtió que su libro era un documento verídico, surgido de la historia escrita por José Avellanos, uno de sus personajes, la Historia de los cincuenta años de desgobierno, un libro ficticio.
La correspondencia de Conrad con Graham permite atisbar parte del proceso creativo de Nostromo y muestra cómo se cruzaron sus percepciones sobre África y América del Sur. Para los dos escritores, las políticas de Estados Unidos hacia Sudamérica eran tan hipócritas como las que Gran Bretaña y otros países europeos tenían respecto de África, y por eso hicieron un paralelo entre los imperialistas de su tiempo y los conquistadores españoles del pasado. En la biografía que Graham escribió sobre Hernando de Soto propuso que las masacres del Congo Belga superaban a las atrocidades cometidas por cualquier español en la conquista de América. En una de estas cartas, Conrad felicitó a Graham por este libro y le dijo que los logros de los conquistadores del pasado y los imperialistas de su tiempo convergían en su vanidad, futilidad y sus devastadoras consecuencias. La obra de esos conquistadores le parecía algo monstruoso desde el punto de vista de la conciencia. No era, según él, resultado de una gran fuerza humana desatada, sino “la obra de una gigante y obscena bestia”. Conrad dijo que el rey Leopoldo II de Bélgica, el presidente de la Asociación Internacional para la Exploración y la Civilización de África, era el Pizarro del Congo, y que Albert Thys, el administrador de la sociedad anónima belga para el comercio del Alto Congo, era su Cortés.
En esta misma carta, Conrad aludió al colombiano Santiago Pérez Triana, embajador de la República de Colombia en España y Gran Bretaña, a quien había conocido por intermedio de Graham. Pérez Triana le transmitió a Conrad sus inquietudes por la intervención norteamericana en Panamá, un asunto que él y Graham calificaron como un acto de imperialismo predatorio. Este incidente le sirvió a Conrad de inspiración para narrar la secesión de la imaginaria república de Costaguana, donde Sulaco, la provincia occidental, se separó del resto del país, quedando a merced de los intereses norteamericanos. Santiago Pérez Triana (1858-1916), que además de embajador fue un escritor, le sirvió a Conrad como inspiración para el personaje de José Avellanos, lo que, a su vez, le sirvió como punto de partida a Juan Gabriel Vásquez para escribir su novela La historia secreta de Costaguana.
En la misma carta Conrad le preguntó a Cunninghame Graham su opinión sobre estos “conquistadores yanquis” en Panamá y le remitió dos cartas que había recibido de Roger Casement, un personaje a quien había conocido 12 años atrás en el Congo y a quien presentó como un irlandés protestante y piadoso, “una personalidad límpida”, con un toque del conquistador español y algo de Bartolomé de las Casas. El irlandés Roger Casement, protagonista de El sueño del celta de Vargas llosa (quien ya había usado a Cunninghame Graham como personaje en La guerra del fin del mundo) y al que Sebald le dedica unas conmovedoras páginas en Los anillos de Saturno, había ejercido funciones consulares en el Congo y otros lugares de África, y fue enviado de regreso al Congo con la misión especial de reportar sobre los presuntos abusos que se estaban cometiendo allí. Se presume que en estas cartas Casement le pidió ayuda a Conrad en su campaña de denuncia, pero este derivó el asunto a su amigo, que tenía más energía política, ya que él, según le dijo, era “un miserable novelista, inventado miserables historias y no estaba a la altura de ese juego miserable”. Conrad creía que Graham, con su temperamento heroico, su posición política y habilidad de polemista, podría intervenir en esta refriega con su buena pluma, que según le dijo era tan aguda, flexible y derecha como una buena espada de acero toledano. “¡Él podrá contarte cosas!”, agregó, “cosas que ha tratado de olvidar. Cosas que nunca conocí”. Watts apunta que el reporte de Casement sobre las atrocidades perpetradas en el Congo Belga se publicó en febrero de 1904, dando cuenta de la trata de esclavos, las mutilaciones y otros suplicios infligidos en la población local. Provocó un enorme escándalo.
La novela Nostromo también ha estado en la mira de la crítica poscolonial. Frederic Jameson acusó a Conrad de presentar a los sudamericanos como perezosos e indolentes, como gente que necesitaba de un orden impuesto desde fuera para componerse. Edward Said, en su ensayo “Through Gringo Eyes” (1988) observó que Conrad se mostraba incapaz de ver un mundo que no fuera occidental y que, pese a autoproclamarse antiimperialista, no podía dejar de ser imperialista. En una línea similar a la de Jameson, Said sostuvo que para Conrad la república de Costaguana no podía tener una existencia significativa por sí misma y dependía de otros poderes para hacerlo. Said advierte que Conrad ignoró los derechos de los nativos y que tanto él como sus epígonos, Graham Greene y V. S. Naipaul, eran incapaces de ver a los pueblos no europeos como seres que no fueran irremediablemente corruptos, degenerados y sin redención.
Estas acusaciones son similares a las que se le hicieron a El corazón de las tinieblas, aunque desde el otro lado se puede argumentar que para Conrad, tanto un Pizarro, un Leopoldo de Bélgica o un yanqui en Panamá eran bestias obscenas. Lo curioso es que si entre los autores africanos el legado de Conrad fue un asunto contencioso, entre los sudamericanos fue menos debatido y su legado ha despertado más admiración que condenas morales.
¿Será su condición de outsider, situado siempre en los márgenes de la tradición literaria inglesa? ¿O sus innovaciones narrativas? ¿O bien su manera de valerse de la historia y de textos ajenos para construir un mundo ficticio?
Nostromo es un artefacto, una mescolanza de fuentes, un collage construido a partir de otros textos. El mismo Conrad lo definió como un mosaico. Watts describió la novela como un palimpsesto, capas que bajan y suben en el tiempo. El crítico Alfred Mac Adam apuntó que Nostromo representó un país imaginario como una utopía irónica, lo que parece muy adecuado para la realidad sudamericana, un lugar donde se imaginan futuros posibles que, en realidad, no sabemos si queremos que ocurran.
por Antonio Díaz Oliva