La conciencia chilena

La autora de este ensayo se pregunta por la libertad con la que César Aira inventa a los y las mapuches, al ejército, a los funcionarios del Estado, a los inmigrantes, a los viajeros europeos que vinieron a construir el tren o a estudiar la naturaleza en los siglos XVIII y XIX. La lectura de Ema, la cautiva o La liebre es contrarrestada con algunos ejemplos de nuestra literatura (Bombal, Brunet) y la de su propia obra: “¿Por qué nunca se me ocurrió leer la literatura que existe sobre la formación de la Nación y, en vez de desechar a unos por conservadores, a otros por realistas, a los de más allá por burgueses o épicos, hacer una relectura para inventar?”.

por Cynthia Rimsky I 20 Abril 2022

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El domingo salgo en la moto. Atravieso el pueblo de S para empalmar con el camino de tierra que va hacia el Ombú por dentro. Al alejarme del centro, las viviendas se dividen como células más y más precarias; lo que está en la calle no se sabe si es basura o esperanzas que alguien saca de su casa y las tira. A la altura del puente que pasa por encima de la ruta, crecen unas pocas malezas raquíticas, neumáticos, maderos, plásticos. Me da miedo pasar.

Giro hacia la estación de trenes para buscar otro camino. En la plazoleta con pretensiones de rotonda no crece vegetación. Solo hay tres estudiantes, una mesa y una silla. El motivo de su presencia figura en una cartulina celeste que no alcanzo a leer. Calle abajo, los y las vecinas se van animando a salir a la vereda. Ninguno se acerca. La chica ocupa la silla frente a la caja. Su compañero, de pie, maneja el talonario. El otro, no se sabe para qué está. Me pregunto por qué no se instalaron en la plaza o al lado de los almacenes, por qué escogieron este lugar impropio. A menos que pretendan vender entradas. No se divisa ningún monumento, sitio histórico o natural.

La Historia de Chile que sé la aprendí en la escuela, luego en la universidad, se repitieron las mismas historias. Cuando me mudé a la Argentina aprendí de su Historia por la literatura. No sé si haber leído a Juan José Saer evocar la Zanja de Alsina como una mezcolanza entre lo ficcional y lo documental, la hizo inverosímil. O la historia es inverosímil y la literatura trabaja para impedir que la Nación la oficialice, la desodorice, la insonorice. Le quite no lo sangriento, sino lo irreal.

Después de leer sobre la Zanja tuve ganas de ir a ver lo que quedaba de los más de 350 kilómetros que alcanzó a tener en la provincia de Buenos Aires este despropósito, destinado a separar la barbarie de la civilización. En el lugar donde debía estar apareció un hombre con una cartulina celeste, una caja, un talonario, una mesa y una silla. Da igual que la Zanja no haya sido cavada en S, que Ebelot no descendiera en su estación, que la Campaña del Desierto, de Julio A. Roca, no matara a los mapuches de acá, si la cartulina celeste escrita por los tres estudiantes afirma que aquí hay un fragmento de la Zanja y puedes visitarlo a cambio de una contribución voluntaria para mejorar las condiciones de la escuela; la Zanja tiene el don de aparecer en la realidad.

Decido ir de todas formas al Ombú, aunque sea por la ruta; los domingos no pasan camiones y, en general, hay poco tránsito. Antes de sobrepasar S, diviso la entrada del camino de tierra que va por dentro; contrariando las reglas, salgo del pavimento.

Lo recordaba más ancho, menos solitario. Inmensas extensiones de tierra plantada con transgénicos separan las viviendas, si es que las hay. Supongo que se esconden bajo el frescor de los montecitos, así llaman acá a los pequeños bosques silvestres que salpican la Pampa. Quedan pocos. Se los considera un desperdicio para la producción. Los que más me gustan aparecen en La liebre y en Ema, la cautiva, de César Aira. Fueron las primeras novelas que llegaron a mis manos cuando me mudé a Buenos Aires. El estupor que me causaron se adhirió a mi mirada, hasta ahora. Ignoraba que podía existir una ventana como esa. Se me dio vuelta la vista. ¡Es posible inventar mapuches, inventarles un habla, una ética, una estética, hacerlos bromear, amar, comer y beber! Aira los llama ociosos, belicosos, se drogan, discuten de estética, de filosofía, viven dramas pasionales, son inconsecuentes, irracionales… Mientras leía me preguntaba cuándo va a aparecer la pobreza, la dominación de los poderosos, la injusticia, el alcoholismo, la frustración, el despojo, la represión. Fue como haberme operado de los ojos. Descubrí los montecitos inventados antes que los montecitos reales. Y a esos los acepto porque ya están inventados.

Mientras mis ojos se adaptaban a esta nueva ventana, leí a dos escritoras chilenas, María Luisa Bombal y Marta Brunet. Para ambas, la Argentina funcionó como una especie de bisagra en sus escrituras. La Bombal tuvo que cruzar la cordillera para escribir y publicar algo tan distinto en el panorama literario chileno como su primer libro, La última niebla. Y la Brunet, fue en su estadía como diplomática que abandonó el criollismo que le dio notoriedad en Chile.

A Sandra Contreras también parece haberle sorprendido esta primera novela publicada por Aira, donde ‘la invención se encuentra al máximo de potencia’. Eso se percibe con todos los sentidos al avanzar en la historia, sientes que el autor está inventando in situ; una como lectora va detrás de él, siguiendo sus acrobacias, rogando que no termine.

Desde que nació, el criollismo fue apoyado por los poderes políticos y la crítica, aplaudidos en los periódicos, leídos tanto por los pobres como por los ricos del campo. Cayó tan cómodo que se extendió durante la dictadura de Pinochet. Actualmente, que todo es injusticia y desigualdad, mi conciencia chilena me reta si ocupo 200 páginas de papel —fabricado con los pinos de las tierras expropiadas a los mapuches por las forestales— en otra cosa que no sea la pobreza, los privilegios de los poderosos, la violencia, el alcoholismo, la frustración, el despojo, la represión.

Cuando leí Ema, la cautiva, por supuesto, me salté el prólogo. Ahora que necesito una respuesta de por qué es posible inventar la formación de la Nación en Argentina y no en Chile, lo leo. A Sandra Contreras también parece haberle sorprendido esta primera novela publicada por Aira, donde “la invención se encuentra al máximo de potencia”. Eso se percibe con todos los sentidos al avanzar en la historia, sientes que el autor está inventando in situ; una como lectora va detrás de él, siguiendo sus acrobacias, rogando que no termine. Provoca admiración lo lejos que llega, sorprende lo nuevo. Lo nuevo existe. Y no se trata de algo sobrenatural o exótico. Sandra Contreras, en su prólogo, pesquisa un texto que Aira escribió dos meses antes de publicar la novela. Y dice: “La novela argentina actual, quién lo duda, es una especie raquítica y malograda. En líneas generales, lo que define a una producción novelística pobre es el mal uso, el uso oportunista, en bruto, del material mítico-social disponible, es decir de los sentidos sobre los que vive una sociedad en un momento histórico dado. La transposición literaria de una realidad exige la presencia de una pasión muy precisa: la literatura…”.

Desde que compré la moto y descubrí la existencia de estos caminos interiores que difícilmente aparecen en los mapas, vengo preguntándome por la libertad con la que Aira inventa a los y las mapuches, al ejército, a los funcionarios del Estado, a los inmigrantes, a los viajeros europeos que vinieron a construir el tren o a estudiar la naturaleza en los siglos XVIII y XIX.

Sandra Contreras explica que en estos libros “fundacionales”, Aira pone en marcha la pulsión de supervivencia como mecanismo medular de este universo. La Nación no sería la bandera, el himno, la cordillera, la guerra de Arauco, la valentía épica mapuche, como nos enseñan, sino la pregunta por cómo nos mantenemos vivos en ese espacio en común. La RAE entiende supervivencia como la “gracia concedida a alguien para gozar una renta o pensión después de haber fallecido quien la obtenía”. Curioso.

La primera respuesta que pensé acerca de la libertad de Aira para inventar fue que en Argentina se puede porque el general Julio A. Roca, en la Campaña del Desierto, aniquiló prácticamente a todos y todas las mapuches, huilliches y ranqueles. Tiene sentido inventar en el vacío. Le pregunto a Sandra por WhatsApp si hubo una recepción política de estos libros de Aira. Se nota sorprendida. Le explico que si un o una chilena hiciera lo mismo, la crítica la destrozaría. No me entiende.

La moto asciende, es casi un accidente en la llanura. Arriba me espera el camino pavimentado que pasa delante del Ombú y que nace en la ruta 193. Un domingo la seguí por curiosidad y llegué a lo que debió ser una estación de tren. Es difícil entender qué los motivó a pavimentar. Su estado calamitoso, los baches, las grietas y roturas indican que hay más de lo que es visible.

Conocí al Ombú primero por la web, como uno de los almacenes de campo más antiguos de la Pampa, de fines del siglo XVIII. Lo busqué en el mapa y estaba a 45 minutos en moto de mi casa. Vine varios domingos, como otros van a la iglesia, a la plaza o al club. Está en medio de la nada. Una se pregunta quién viene a comprar hasta acá. Los ombúes son dos o varios anudados entre ellos. No sé si la especie alcanza una gran dimensión, estos son chaparritos. El almacén comparte jardín con la casa. A la dueña le gustan las hortensias. Un par de mesas largas de madera con bancos flanquean la entrada. Se entra a un pequeño vestíbulo, donde está la clásica barra y la reja que separa a los bebedores del almacén. A la derecha, un salón con mesa de billar, mesas de restorán y un televisor arriba de un mueble.

La primera respuesta que pensé acerca de la libertad de Aira para inventar fue que en Argentina se puede porque el general Julio A. Roca, en la Campaña del Desierto, aniquiló prácticamente a todos y todas las mapuches, huilliches y ranqueles. Tiene sentido inventar en el vacío. Le pregunto a Sandra por WhatsApp si hubo una recepción política de estos libros de Aira. Se nota sorprendida. Le explico que si un o una chilena hiciera lo mismo, la crítica la destrozaría. No me entiende.

A lo largo de mis visitas me fui dando cuenta, por el número de personas que entraban y salían, de que el Ombú no está en medio de la nada. De alguna parte vienen los jugadores de billar, los bebedores habituales, las mujeres a comprar. Encuentro una extraña investigación turística donde aparece que desde el siglo XIX aquí se formó el “barrio de los Ombuses”, como se llamó originalmente; un asentamiento de unas 10 familias afro-mestizas, en el cruce de dos caminos que iban a ciudades de mediana importancia. A la que repartió estas tierras le decían Juana, la Cacica del Pueblo de los Negros.

Sandra Contreras lee Ema la cautiva como una geógrafa las capas de la tierra, desmintiendo de paso mi impresión de que es más sencillo inventar en el vacío. Para Aira, inventar es leer la tradición y llevarla a la acción. Parte reinterpretando la leyenda de la cautiva de Lucía Miranda y luego, la reescritura de Esteban Echeverría. El exotismo del desierto lo lee en La excursión a los indios ranqueles, de Lucio Mansilla. Sandra Contreras sigue pesquisando hasta el canto IX de La vuelta de Martín Fierro y Recuerdos de frontera, de Ebelot. Lo que llamo invención es, en realidad, un tipo de lectura que hacen los escritores, una lectura irreverente, despiadada, irónica, que va soltando, como si fuesen grampas, las amarras, las formas, los conceptos, el orden, la veracidad y la verosimilitud a las leyendas, los mitos, los diarios de viaje extranjeros.

Tomo otro ejemplo de Aira, esta vez de Un episodio en la vida del pintor viajero. “Allí venía, dando la vuelta a la colina del torrente, un grupito de salvajes vociferantes, las chuzas en alto: ¡huinca! ¡mata! ¡aaah! ¡iiih! Y en medio de ellos, triunfante, un indio que era el que más gritaba, y traía abrazada, cruzada sobre el cuello del animal, una ‘cautiva’. Que no era tal, por supuesto, sino otro indio, disfrazado de mujer, y haciendo gestos afeminados; pero era tan burdo el engaño que no habría engañado a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que parecían tomárselo a la chacota”.

Y ya fuera por el chiste, ya por el valor simbólico del gesto, lo llevaron más lejos. Uno pasó abrazando una “cautiva” que era una ternera blanca, a la que le hacía arrumacos jocosos. Los tiros de los soldados se multiplicaban, como si los pusiera furiosos la burla, pero quizás no era así. Y en otra parada, en el colmo de la extravagancia, la “cautiva” era un descomunal salmón, rosado y todavía húmedo del río, cruzado sobre el pescuezo del caballo, abrazado por la fuerte musculatura del indio, que con sus gritos y carcajadas parecía decir: “Me lo llevo para reproducción”.

Mediante estas operaciones, Aira desmonta todas las capas de lectura y escritura que hay sobre los y las mapuches, los viajeros del siglo XIX, los oficiales y soldados; se ríe del terror blanco, de lo indígena, lo convierte en una superficie de escritura. Libera los estereotipos de la cultura, incluso de la cultura mapuche, y los traslada a un espacio que cualquier ser humano desearía para sí: el de la invención. Si entre abril y agosto de 1879, el general Julio A. Roca extermina a los mapuches, huilliches, ranqueles, tehuelches, en octubre de 1978, con la publicación de Ema, la cautiva, la literatura los vuelve a la vida, no solo a ellos, a todo lo que la Nación perdió en su intento civilizatorio. Como dice Sandra Contreras, la pregunta es por la supervivencia, no cualquiera, sino la del arte.

Siempre que vengo al Ombú me da pena irme. No queda tan cerca como para venir seguido, a veces pasan semanas o meses hasta que me animo a volver. Hoy estoy especialmente triste. ¿Por qué nunca se me ocurrió leer la literatura que existe sobre la formación de la Nación y, en vez de desechar a unos por conservadores, a otros por realistas, a los de más allá por burgueses o épicos, hacer una relectura para inventar? La conciencia chilena sigue invicta en mí. Eso me pone triste.

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