Si hay algo que el escritor peruano nunca regateó fue su admiración por los escritores con los cuales se sentía en deuda y por los intelectuales que clarificaron su pensamiento. Sobre estos últimos escribió incluso uno de sus buenos ensayos, La llamada de la tribu. Pero, como figura política, la Dama de Hierro simplemente lo deslumbró.
por Héctor Soto I 24 Septiembre 2025
Debe haber sido a mediados de 1982, después del triunfo británico de la guerra de las Malvinas, cuando el historiador Hugh Thomas invitó a un grupo de artistas e intelectuales a un almuerzo con Margaret Thatcher. En ese momento ella estaba en la plenitud de su gloria. Se daba por hecho a esas alturas que el triunfo bélico iba a garantizar, al año siguiente, una cómoda reelección. Fue precisamente lo que ocurrió, y hubo incluso otra reelección más que no alcanzó a completar, porque un sector de su partido, el Conservador, decidió quitarle piso político y jubilarla para siempre.
La agenda oculta de ese almuerzo era tomarle el pulso a la primera ministra y ver cómo se desenvolvía en un ambiente intelectual exigente. Entre los comensales de Thomas estaban Vargas Llosa, Isaiah Berlin, Stephan Spander y el poeta Philip Larkin. Según Vargas Llosa, Mrs. Thatcher “aprobó con soberbia desenvoltura el examen al que la sometieron una decena de invitados implacables”, y ese fue el primer contacto personal que tuvo el escritor con ella.
Después vino otro, de solo 30 minutos, esta vez a solas, en Downing Street, cuando el escritor estaba postulando a la presidencia del Perú y Mrs. Thatcher ya estaba resistiendo el viento en contra de iniciativas impopulares suyas, como el poll tax y también sus reservas frente a Europa (con el correr de los años, Brexit mediante, los ciudadanos le habrían dado la razón).
En una columna de noviembre de 1990, Vargas Llosa confesó que, habiendo visitado a muchos presidentes y gobernantes respetables, por ninguno de ellos profesó una admiración tan incondicional como la que le generaba Margaret Thatcher. Describió sus sentimientos como “esa reverencia poco menos que filial que no he sentido por ningún otro político vivo y sí, en cambio, por muchos intelectuales y artistas (como Popper, Faulkner o Borges)”.
En la entrevista de Downing Street, Vargas Llosa aprovechó de decirle a la premier lo que al momento de escribir la columna creía incluso con más fuerza que cuando había conversado con ella. ¿De qué se trataba? De su férrea convicción en orden a que lo que había ocurrido en Gran Bretaña desde que la Dama de Hierro llegó al poder era probablemente la revolución más fecunda que había tenido lugar en Europa durante el siglo XX. También, la de efectos más contagiosos en el resto del mundo.
De más está decir que para entonces Vargas Llosa había dejado muy atrás su pasado político; esto es, su proximidad al comunismo cuando era estudiante, su resuelto apoyo a la Revolución cubana en los años 60, su simpatía con el golpe militar izquierdista de Velasco Alvarado en Perú, su compromiso revolucionario incluso para alojar en su departamento en París nada menos que a la mamá del Che Guevara, a la sazón titular del Banco Central de Cuba, que mandaba de viaje a su madre confiando en la hospitalidad que pudieran darle sus amigos.
Sabemos lo que ocurrió después. El año 71 fue rrestado en La Habana el poeta Heberto Padilla, simplemente por el hecho de ser díscolo. Padilla estuvo desaparecido por algunas semanas, sin que nadie hiciera público su paradero. El incidente, como se sabe, terminó al cabo de 37 días en una siniestra sesión de “autocrítica” del poeta ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba la noche del 27 de abril de 1971. Fue el hecho que marcó la ruptura de la flor y nata de la intelectualidad con Fidel Castro. Vargas Llosa fue un activo agente de ese rompimiento y, de hecho, por su intermedio se consiguieron varias de las firmas que suscribieron las dos cartas de protesta por el trato que recibió Padilla.
Pero eso no significó que Vargas Llosa cruzara de inmediato el Rubicón ideológico. Siguió apoyando en sus escritos la causa del socialismo, y cuando a fines del 73 Octavio Paz le pidió que comentara para Vuelta, su revista, el libro Persona non grata, que había escrito su amigo Jorge Edwards, Vargas Llosa interpretó la obra como un llamado a “corregir los excesos de la Revolución” y no como el portazo concluyente que Edwards le dio a la experiencia política que le tocó conocer como encargado de abrir la embajada de Chile en La Habana, por especial encargo del presidente Allende.
Después vino un período en que Vargas Llosa más bien se sumergió políticamente, poniendo en remojo las convicciones que había profesado en el pasado. Momentos de lecturas y reflexión. En 1984, con un ideario más centrista, reapareció en el Perú de la segunda administración del presidente Belaunde, para encabezar una comisión independiente, constituida para indagar un trágico episodio de la violencia política, la llamada “masacre de Uchuraccay”, en la que habían perdido la vida ocho periodistas. Allí hubo un tira y afloja entre Belaunde y el escritor para que entrase al gobierno, cosa que, en definitiva, se frustró.
Vargas Llosa volvió a sacar la cabeza tres años después, para encabezar las manifestaciones contra la nacionalización de la banca anunciada por el presidente Alan García en su primera administración. Sería en ese rol que se convertiría en líder del Movimiento Libertad y en candidato opositor a la presidencia del Perú en 1990. Ese mismo año, para entonces un liberal de tomo y lomo en lo político, en lo económico y en lo valórico-cultural, Vargas Llosa tuvo un encontronazo con Octavio Paz cuando en un congreso presidido por el autor de El laberinto de la soledad definió el sistema político mexicano regimentado por el PRI como “la dictadura perfecta”. Para Paz no era una dictadura, sino solo “un sistema hegemónico de dominación”. Paz terminó echándolo de ese congreso y la relación entre ambos solo se recompuso bastante tiempo después.
Luego de su campaña presidencial, Vargas Llosa se convertiría en un resuelto activista de la causa liberal y un incondicional de las transformaciones que había llevado adelante el gobierno de Mrs. Thatcher. Su programa lo sedujo desde un comienzo, tanto por su ortodoxia liberal como porque ella, hija de un tendero, había llegado a controlar el Conservador, que hasta ese entonces era un coto de caza de aristócratas azumagados y clasistas. La admiraba, además, porque a partir de los años 80, a juicio suyo, ella había tenido —mucho más que el presidente Reagan— el liderazgo político y moral que el mundo necesitaba para que el Muro de Berlín se viniera abajo.
Cuando Mrs. Thatcher recibió a Vargas Llosa le quedaba poco tiempo en el poder y no estaba tan desconectada de la realidad política como después se presumió. De otra manera no se explica que le haya dicho lo siguiente: “Para hacer en su país lo que usted se propone, debe usted rodearse de un grupo de personas totalmente identificadas con esas ideas. Porque cuando hay que resistir las presiones que trae consigo el enfrentarse a los intereses creados, las primeras defecciones ocurren siempre en las propias filas”. La premier ya estaba oliendo su propio desenlace: su mandato concluyó el 28 de noviembre del mismo año 90.
Apenas Vargas Llosa se enteró de la dimisión de Mrs. Thatcher, le envió un ramo de flores con una nota que decía: “Señora, no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecerle lo que usted ha hecho por la causa de la libertad”.
A diferencia de los tránsfugas, que siempre se instalan donde más calienta el sol, Mario Vargas Llosa tuvo el coraje de cambiar de ideas en público. La observación es del crítico mexicano Christopher Domínguez Michael. Cambió de ideas con transparencia, a plena luz del día y en medio de la batalla, poniéndole el pecho a las balas y arriesgándose a toda suerte de infamias. Extraño destino el suyo: triunfó en todo lo que se propuso. Pocos novelistas e intelectuales de esta época han tenido una vida más plena que la suya. En lo único que fracasó fue en su candidatura a la presidencia del Perú. Bendito fracaso. Porque de ahí salió uno de sus mejores libros —El pez en el agua— y porque, como enseña la experiencia política latinoamericana, difícilmente su gobierno hubiera terminado bien, atendidas las brechas, urgencias y restricciones de la sociedad peruana. Luego de ser candidato en 1990, a Vargas Llosa le quedaban todavía 10 novelas, varios cuentos y cientos de columnas periodísticas por escribir. Que alguna vez las letras le ganen a la política.