“Más que nunca y más que nada, este es y será un tiempo para decisiones”, plantea el autor de este ensayo. “El mundo, en este quiebre, lo reclama. No una refundación, que no es nunca del todo posible y quizás ni siquiera deseable, pero sí una radical revisión y toma de posiciones. Decisiones globales, nacionales, laborales, familiares, vecinales, ninguna de las cuales tendrá lugar si antes no se dan las decisiones personales”.
por Vicente Undurraga I 19 Febrero 2021
La filosofía ha establecido desde largo tiempo una distinción muy fina y potente entre decisión y elección. Hoy vivimos como nunca en un mundo de elecciones, o de simulacro de ellas. Todo parece relegado al ámbito de la elección (o de su apariencia o conato), elevada a la categoría de diosa de un presente que se quiere perpetuo, con un humano que se olvida de todo y se disocia de la muerte hasta que esta le cae encima y lo desborda y apanica.
Elegir es el verbo favorito del neoliberalismo, la palabra clave de un mecanismo ya monstruoso. Otra cosa es qué tan real, equitativo o permanente es el acceso a la elección en cada ámbito en que esta es invocada, pero lo cierto es que, en el mundo ideal de algunos, de muchos tal vez, la elección sería el salvoconducto, la credencial de plenitud, de libertad y desarrollo.
Elige vivir sano, decía una campaña del gobierno en Chile. Elige vacunarte, elige tal o cual pantalón, crédito, banco, barrio, celular, cerveza, auto, ruta. Elige vivir en este condominio, en este edificio, acá en las afueras, allá en las alturas de la ciudad. Ciudad siempre sitiada por el imperativo de elegir.
Pero elegir no es decidir; es tomar lo que se te ofrece y no en función del deseo o la vocación íntima, sino considerando las consecuencias que cada elección podrá previsiblemente tener. Así, la elección no es nunca tan libre, pues a ella se es conminado por un sistema, por un orden, cuando no derechamente por una orden, y no es libre sobre todo porque se la toma no en función de convicciones e inclinaciones, sino de lo que ella y sus alcances puedan reportarnos. Es un ejercicio de cálculo, no de autonomía, y en eso el individuo se diluye, se transforma en pieza enajenada de un puzle en cuyo diseño no toma arte ni parte.
Puede alguien ser afortunado si le es posible tomar y de hecho toma buenas elecciones, o desafortunado si no tiene cómo acceder a ellas o si, pudiendo, no toma las más convenientes. Porque de conveniencia se trata, finalmente, toda elección. Elijo este trabajo u otro en función de la conveniencia, de la proyección. Es elocuente cuando un joven, al momento de decidir una carrera, escucha orientaciones que tienen que ver con los eventuales alcances –financieros, sociales, amorosos incluso– de su elección, y no, o mucho menos, con aquello que en su fuero interno, en su conciencia, quisiera hacer para que lo que está en potencia pueda desplegarse: un talento, una inspiración, un deseo, incluso un mero gusto.
Y así, de algún modo, el mundo se ha llenado de virtuales electores, que se vuelven apáticos al punto de declinar la única elección que no debieran declinar, que es la elección política, porque en las urnas sí que no queda más que elegir siempre el mal menor de entre lo propuesto.
El hombre contemporáneo apenas se da cuenta de estar eligiendo siempre entre propuestas que le son eminentemente ajenas. Dictadas por objetivos y motivaciones ubicados fuera de él. En una zona que quizás ya nadie conoce. Una zona ciega, pero no muda. Y se entra en un juego, se accede a bienes y medios para poder elegir lo más antojadizamente posible entre las opciones que se nos ofrecen. Y hay mucho de placer en ello, sin duda, por lo que no es una situación dramática, pero sí muy arraigada, prueba de lo cual es cómo cunde y se perpetúa en todas partes la vida como una sucesión de elecciones.
Decidir es otra cosa. Es plantarse ante el mundo, aun reconociendo nuestro carácter de seres ínfimos y limitados, mortales, efímeros, y trazar, con la mejor voluntad, un camino, un espacio, definiendo un modo de vivir, un tiempo o velocidad, un quehacer y un con quienes estar. Por cierto, toda decisión, desde las generales hasta las cotidianas, está condicionada por las circunstancias materiales, pero también, satisfecho lo básico (el menos malo de los políticos podrá procurarlo mejor que el peor), puede ponerse todo en consideración a la hora de decidir las circunstancias materiales que se quieren para habitar el mundo.
Kierkegaard, el filósofo de la angustia y la lucidez, del arrojo y la pasión, marcaba la diferencia con toda claridad: “Al tomar una decisión no se trata tanto de elegir lo correcto como de la energía, la seriedad, el patetismo con el que elegimos”. O sea, cuán involucrados estamos en lo que definimos. Para quien así se planta ante el mundo cobran pleno sentido los famosos versos de Antonio Machado: “No hay camino, se hace camino al andar, caminante son tus pasos el camino y nada más”.
En un tiempo como este, de pandemias, crisis sociales y financieras, violencia en todas sus formas, destrucción ambiental ardiente, el mundo debe tomar decisiones. Dejar el cálculo chico y decidir con cálculo grande. Con pensamiento, alzando la mirada por sobre lo que inmediatamente lo rodea y anega.
¿Cómo se quiere vivir? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo estar con y entre los otros? Son preguntas que se hace la filosofía desde siempre, porque son las preguntas que de suyo todo ser humano debiera hacerse o podría hacerse, al menos en los momentos clave de su vida. Al iniciar un desarrollo profesional o intelectual, al escoger o desdeñar el amor, al decidir procrear o no, viajar, escribir, trabajar la tierra.
No se trata de proponer o romantizar una fuga a la naturaleza, un cabañismo al que solo podrían acceder unos pocos, un llamamiento a la vida bucólica, un paso atrás sin otro sostén que la nostalgia de un pasado idealizado, pero es el tiempo de un cambio. De un suspender la elección para desplegar la decisión. Y si esa decisión es proseguir en la vida de elecciones puntuales y trabajos donde solo el sueldo es el horizonte, pues muy bien, pero si esa pausa y decisión revelan la necesidad de un cambio, podrán, ya con esa mera decisión bien tomada, reorientarse las naves de manera que el horizonte pase a ser otro, considerablemente más propio que aquel que habíamos tomado prestado sin pensarlo. De manera que a partir de ese nuevo horizonte o plan se redefinirán las formas de la vida de cada quien, y de todos. Eso supondrá en muchos casos cambios, en algunos menores, en otros una desalienación importante, una liberación como ninguna elección predeterminada podrá jamás brindar, en algunos casos incluso supondrá movimientos radicales o, como dijera el poeta polaco Zbigniew Herbert, verdaderas “metamorfosis hacia atrás hasta las fuentes de la historia”.
Alguno dirá que se exagera aquí, que se sobredimensiona una crisis más, como las tantas que ha tenido la humanidad. Y no estaría equivocado, porque una cosa es clara hasta para un niño: mientras el mundo no se acabe, el mundo sigue. Y mientras siga, la inercia, el azar, la debilidad seguirán definiendo en buena medida los rumbos vitales de las personas. Pero no hay nada de cándido en pensar que esos factores, y otros que la historia y la sociología han definido tan bien y que son tan determinantes, pueden entrar en relación, o ser puestos en cuestión, por el inalienable derecho humano a decidir, incluso si es a decidir su muerte. Cada latido es una decisión de seguir. A menudo una decisión es un no. Un no que define, que limita o rompe un esquema. El 1 de noviembre de 1975, Pier Paolo Pasolini dijo en una entrevista: “Los pocos que han hecho la historia, son los que han dicho NO, y nunca los cortesanos y los ayudantes de los cardenales. El rechazo, para que funcione, ha de ser grande, no pequeño: total”. Al día siguiente fue asesinado.
Cuando el humano no puede decir no, deja de ser humano, pasa a ser un esclavo o un funcionario de la vida. Esa decisión de vivir, ese latir, puede proyectarse a cada uno de los ámbitos donde la existencia se juega su partido. El amor, el trabajo, la amistad, la naturaleza, la comida, la relación que se tiene –y que nadie pide suspender, solo dominar– con la tecnología, el consumo y la hipercomunicación.
No hay que ir a la zaga de su tiempo, dirán unos. Tampoco tan adelante, porque se corre el riesgo de extraviar el camino y cuando se vuelva la vista atrás, ¿qué habrá? Nada, probablemente, como en ese poema perfecto de Montale: “Tal vez una mañana, andando en un aire de vidrio, / Árido, al volverme veré cumplirse el milagro: / la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con un terror de borracho”.
Las decisiones colectivas son políticas. Lo colectivo lo integran individuos. Es algo elemental. Como que toda decisión esencial es individual. En ese sentido, sin propiciar ningún egoísmo, es lícito abogar por la definición que cada hombre y cada mujer deben llevar a cabo para desde ese decidirse a sí mismos salir al encuentro del otro. Hacerse adulto, en otras palabras, estar a la altura de uno mismo. Decidir ser lo que se quiere ser, lo que se puede ser, lo que se es.
En este sentido, para decirlo con palabras del inmenso poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, es hoy más que nunca el tiempo de “la insurrección solitaria”. Solo de ella saldrá una sociedad como la que el mundo reclama: de la personal emancipación de cada uno respecto a la inercia a la que lo ha llevado el mundo de la mano de un capitalismo que no es necesario o posible desterrar, en el sentido de quitar de la Tierra, pero sí contener, moldear, combatir.
Y de combates se trata. La vida lo es, desde antes del parto, y desde el nacimiento muy marcadamente, cada inspiración es un combate, cada hálito una celebración del triunfo momentáneo de ese combate. La existencia no es fácil, pero hay que buscarle el lado. Todo puede ser, dice Sancho en un momento filosóficamente alto del Quijote. Todo tiene su lado, su entrada, su acceso. Y se llega ahí con todo lo que somos, sin disociaciones, sin engaños. Asumiendo la mezcla extraña que somos de conciencia, inconsciencia, voluntad, desidia, deseo, limitación, miedo, arrojo. Hay cuestiones dentro nuestro que se opondrán una y mil veces a nuestra voluntad, a nuestros planes, y otras que bogarán con secreta fuerza por ellos. Entregarse a veces es decidir. Las inclinaciones, como las de un árbol que crece libre buscando el sol y el aire que mejor le sientan, tiran más fuerte que la cuerda con la que, atada a un palo, pretende corregírselo. Es el “inútil combate” que tan magistralmente Marguerite Yourcenar expuso en su novela Alexis o el tratado del inútil combate, donde un hombre no puede negar su homosexualidad y resuelve un día, con dolor pero con la serenidad de la decisión bien tomada, abandonar a su esposa y entregarse a una vida de la que nada sabemos, salvo lo esencial: que la decidió.