Dramaturgo, narrador y psicoanalista, Marco Antonio de la Parra recuerda en estas páginas cómo fue asistir al taller de Donoso en un país opaco y provinciano, y cómo cambió la relación con el maestro luego de que este lo vetara de las sesiones semanales y lo invitara a una suerte de tutoría personalizada, en la que tendría acceso al proceso de creación de La desesperanza.
por Marco Antonio de la Parra I 4 Octubre 2024
Fueron tiempos tristes para un aprendiz de escritor los primeros años de la dictadura militar. Yo venía de haber ganado el Premio Paula a los 19 años, en 1971, y con la sensación de que la vida venía por delante llena de promesas. Participaba, en 1973, en los talleres de la Vicerrectoría de Comunicación de la Universidad Católica, tanto en el de narrativa, dirigido por Luis Domínguez, como en el de crítica, a cargo de Martín Cerda. Me sentía más narrador que dramaturgo y no sabía que venían años aciagos, difíciles, rudos.
Doy por contado el Golpe Militar. El exilio y la persecución desorganizaron todo. Domínguez se fue a Estados Unidos, dejando a Miguel Arteche a cargo. La Alameda estaba destruida por la zanja de la línea uno del Metro y nos juntábamos en la Casa Central de la Universidad Católica, atravesando un Santiago que parecía arrasado, con toque de queda y sensación de peligro inminente.
En los talleres de la UC había conocido a Darío Oses, de mi generación, abriendo una amistad en que se leía compulsivamente, de manera casi desesperada. Le debo un personaje de una de mis obras más citadas. El plagio o la inspiración nos habitan.
La memoria ya no es lo mío y tengo más recuerdos visuales que datos fidedignos. Estaba Jorge Marchant Lazcano, que había publicado La Beatriz Ovalle, muy influenciado por Manuel Puig y la lectura de Scott Fitzgerald. También, Carlos Iturra.
Buscaba talleres donde dialogar y mostrar mis cuentos. No quería meterme en los de Enrique Lafourcade en su librería en Lastarria, frente a La Pérgola. Viajaba largamente en micro hasta la Pila del Ganso, donde convocaba gente de la SECH. Incluso fui a una sesión del taller legendario —por su oscuridad— de Mariana Callejas, en Las Condes, donde Carlos Iturra leería un cuento muy a la Borges y aún recuerdo la sensación de no querer volver ahí.
En esos años 70 alguna vez me enteré de la visita de José Donoso a Chile. Convocó a jóvenes escritores no sé ya dónde y nos preguntó, entre muchas otras cosas, qué poesía norteamericana estábamos leyendo. Silencio total. Yo recién aventuraba a William Carlos Williams y a E. E. Cummings, y quizás a los beatniks: Ferlinghetti, Ginsberg y Gregory Corso. Entonces, Donoso hizo esa mueca de desilusión tan suya ante la falta de actualidad de nuestras lecturas. Se habló de factura de novelas y yo era un confeso admirador de El obsceno pájaro de la noche, que había leído en primera edición a inicios de los 70; seguiría a Donoso libro a libro, hasta La desesperanza por lo menos, o sus Conjeturas.
Lafourcade convocó al taller Altazor en la Biblioteca Nacional, un taller donde había una muy modesta beca y mezclaba profesores de castellano y escritores jóvenes. Conocí ahí a Gonzalo Contreras, a quien regalaría una edición repetida del Ulises de Joyce y hablaríamos del Gran Sertón: Veredas, contagiados por la novela total del Boom y las vanguardias históricas latinoamericanas. Además, estaba Carlos Franz, y a través de ellos conocí a Arturo Fontaine y Diego Maquieira, habitués de La Pérgola.
No era gran cosa ese taller. Leí un cuento sobre un Santiago bombardeado y lo criticaron como de un pesimismo que no correspondía. Otra historia larga me llevó a la dramaturgia y conocí la censura cuando escribí Lo crudo, lo cocido, lo podrido.
Lafourcade me incluyó en su Antología del cuento chileno de tres tomos, pero yo estaba resentido por el premio otorgado a Mariana Callejas en el concurso de El Mercurio, donde Lafourcade presidía el jurado. Un suplemento literario del mismo periódico publicó un par de cuentos de los finalistas, pero la tristeza no se iba. Se podía publicar o ser entrevistado en la revista La Bicicleta, y el resto era la amistad con Darío Oses en su casa de Las Condes, donde una enorme fotografía de Greta Garbo presidía su habitación en la que hablábamos de libros y nos mostrábamos los borradores. En la Escuela de Medicina teníamos un círculo literario, además de un grupo de teatro muy activo, otra historia larga.
Así me encontré con el aviso en El Mercurio en el que José Donoso, regresando a Chile, a inicios de los 80, convocaba a un taller literario en la Academia de Humanismo Literario. Había que postular con currículum, escritos y proyecto. Nos reunió una tarde noche (la oscuridad está en casi todas las imágenes de esos tiempos) y salimos entusiasmados conversando, para variar, de libros. Yo estaba leyendo a Elías Canetti y Milan Kundera, y Pepe (le gustaba que lo trataran de tú, cosa difícil para mí que a mi padre lo traté siempre de usted) me habló de The White Hotel, de D. M. Thomas. Me contó de su psicoanálisis kleiniano cuando yo estaba iniciando el mío.
El taller de Donoso tuvo para mí la historia de una educación sentimental que tuvo dos avenidas. La del grupo, que año a año iba cambiando su gente, y la de la relación personal con él. Me costó leer cómo me honraría con su amistad.
Dice la leyenda que Carlos Iturra (a quien recuerdo tocando el piano mientras me habla de los escritores católicos) propuso el nombre de Mariana Callejas cuando el taller, ya en su segundo año, se había trasladado a la casa de Donoso en Providencia. Dice la leyenda que me opuse categóricamente, yo que nunca he sido muy categórico para nada. Dice la leyenda que a Fuguet lo envió a leer a Dostoievski si quería volver al taller. A mí me hizo leer Retorno a Brideshead, por razones que todavía ignoro. Sus recomendaciones eran muy personales y ciertamente buscaban mejorar nuestro perforado bagaje de lecturas.
Era un día a la semana, en el altillo, que era donde Donoso había instalado su escritorio, y para mí se transformó en un sitio donde se respiraba una escritura cosmopolita. Pero las sesiones daban paso a visitas al azar en las que Gonzalo Contreras tomaba el té con Pilar, su mujer, Fernando Sáez y Ágata Gligo. En el taller militaban varios de los nombrados, más Sonia Montecino y Arturo Fontaine.
Mi formación como psiquiatra y luego como psicoanalista, además del absorbente arte de la dramaturgia me sacaron de su entorno, pero Pepe (creo que ahí se produjo el punto de inflexión que puso el tú donde estaba el usted) me eligió como entrevistador para un suplemento de la revista Qué Pasa. Se trataba de que un joven se enfrentaba con alguna figura consagrada. A Enrique Lihn, por ejemplo, lo encaraba Claudia Donoso. La entrevista que le hice a Pepe fue larga, de varias horas, y me habló de todo, incluso de su vida sexual, no obstante, después pediría que esa parte no fuera en el texto final. Tres líneas, no más, que borré.
Llegó su cumpleaños número 60 y me dijo que fuera a su casa. Por alguna razón me había desconectado del taller formal y asistí convencido de que sería una reunión más de los rostros conocidos, pero me sorprendió con una fiesta por todo lo alto, donde estaban consagrados como Diamela Eltit y Raúl Zurita, todo el Ictus, con quienes yo había estrenado, una serie de diplomáticos y amigos personales. Me había honrado con su amistad y yo no me había dado cuenta.
De ahí en adelante, el taller se convirtió en una experiencia personal, una amistad real y cariñosa. Me leía y algunas cosas las encontraba espantosas y otras prometedoras. Terrible en sus críticas, era feroz también con sus exigencias a la hora de pensar en ser un escritor de altura. Por su casa pasaban de repente autores como Carlos Fuentes y lo entrevistaban en inglés de la CNN o la BBC.
Lo cierto es que el taller era el puente al mundo y sus lecturas, apuntes para la formación de un novelista.
Mi éxito en los 80 como dramaturgo le parecía algo ruidoso y fue directo en decirme que debía protegerme de convertirme en la coqueluche de moda, instándome a irme al extranjero para mejorar la sustancia de mi escritura.
Yo tenía terror a cualquier tipo de exilio y envidiaba sus estadías en Estados Unidos, México o Calaceite, que sentía estimulantes, pero se me tornaban angustiosas. Tenía ya tres hijos y una carrera de psicoanalista en camino, y me puso en jaque. O te vas o te acabas. Pepe Donoso era así.
Le pedí volver al taller y me lo negó. Me ofreció a cambio que trabajara —¿los martes?— en su altillo, revisando los diarios que registran el proceso de elaboración de La desesperanza, viendo cómo planificaba cada día de escritura, todo lo que él llamaba la carpintería literaria. Estuve meses en ello, viendo su brutal disciplina en una novela que partía de la relectura de Contrapunto de Huxley, para dominar el punto de vista, para luego contagiarse de otros autores en la construcción de un personaje o la utilización del diálogo.
Torpe y disperso, no tomé notas ni llevé un diario de aquellas sesiones solitarias.
Recibió la Orden de Caballero de las Artes de parte de Mitterrand y se negó a viajar a París, pues perdería la concentración.
Ese dominio del oficio lo contemplé y pude palpar sin lograr aprehenderlo.
“Cada escritor tiene su maña”, me diría, ante mi dispersión entre el teatro, el diván, el ensayo político y la narrativa.
Su empuje me llevó a maniobrar para conseguir la agregaduría cultural en Madrid (otra historia larga), a un tris de ser destinado en París con el pobre francés de mi infancia, de mi bisabuela belga.
Tenía razón. Había que saltar al mundo. Y eso intentaba transmitirnos en cada sesión del taller.
¿Por qué volvió a Chile en plena dictadura?
¿Por qué ese acto de generosidad brutal que, tengo la sensación, hasta pudo haber dañado su escritura?
Chile para él era una experiencia terminal que quería vencer y de alguna manera salvarnos de la ignominia, de la pequeñez, de las envidias, esa enfermedad nacional que carcome nuestras artes.
No pude como agregado cultural mover las influencias para que le dieran el Premio Cervantes, que sin duda merecía más que la poeta cubana Dulce Loynaz.
Nos cruzaríamos cuando le otorgaron el Premio Nacional y yo estaba ya de vuelta en Chile, contaminado por la experiencia española hasta el tuétano (otra historia larga), cuando se le hizo un gran homenaje para sus 70 años, y comentaríamos aquello sin resentimientos, pero con cierta sensación de que tenía mala suerte con los premios. El Premio Seix Barral que El obsceno pájaro de la noche merecía, no llegó por la desaparición de tal reconocimiento justo el año de su publicación.
Recuerdo una noche en que me hizo subir al altillo para comentarme su amargura por La desesperanza: veía errores en la estructura, en los personajes, en su desenlace. Le conté que me parecía lograda la primera parte y muy donosiana la segunda, con la oscuridad y los cuchepos, pero quizás menos afinado el final.
Sus últimos años tuvimos menos contacto.
Una noche lo visitó José Saramago y lo rodeó lo más selecto del taller. Estábamos admirados por el encanto del portugués, que a la semana siguiente honrarían con el Nobel. Me di cuenta de que había desaparecido Pepe, escondido en su dormitorio, como sabiendo que en su casa sus discípulos rodeaban al candidato seguro al Nobel. Se lo comenté, bromeando; siempre hablábamos de lo salvaje de la envidia en Chile, la mía, la de él, el bloqueo en la escritura. En un homenaje que organicé en Madrid a su vida y obra, en Casa de las Américas, hablé del deseo envidioso de matar al maestro. Con humor y cierta sorna. La sensación de querer unas líneas de El obsceno o Casa de campo. Era, fue, para los que queríamos ser narradores marcados por el Boom y el arrasador post Boom, el más grande, su genio. En una sesión nos leyó un cuento suyo fresco, sacado de su máquina de escribir. Deslumbrante. Entusiasmado.
Después, mucho después, vendría Bolaño a denostar a los donositos de La Pérgola y coronar a Lemebel (otra historia larga y que aquí ya no cabe). Otro grande. Se pelean los despojos entre ellos.
Me dediqué al teatro y al psicoanálisis y escribí algunos cuentos que atesoro. Los menos.
Escribo estas líneas rabiosamente agradecido. Donoso era de los grandes de verdad. Me lo advirtió: moriré y caeré en el Purgatorio y no se hablará de mí. Quizás alguien me rescate años después, el Paraíso es estrecho y efímero. El hígado se lo estaba comiendo. En su casa. Cerca, Fernando Sáez, quizás Carlos Cerda o estoy fabulando con otras agonías. Yo no estuve como debí haberlo hecho. Fui un discípulo envidioso. Hoy doy gracias por haberlo conocido. Como el amigo que él me ofreció ser. Y esa es mi herencia.
por Sebastián Duarte Rojas