La última novela de Gabriela Cabezón Cámara, Las niñas del naranjel, recupera la fascinante y atrevida vida de Catalina de Erauso, quien rechazó en la primera mitad del siglo XVII la orden de las monjas dominicas para convertirse en soldado de la corona española. El libro, que ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2024, indaga con sutileza en la manera en que el paisaje y las poblaciones aborígenes moldean la identidad de la protagonista y, al mismo tiempo, en las dificultades de ella para identificarse con los modelos propuestos por su propia tradición cultural e imperialista.
por Michelle Roche Rodríguez I 10 Febrero 2025
Antes de que Paul B. Preciado anunciara su transición, en el año 2014. Antes de 1928, cuando Virginia Woolf publicara Orlando, novela donde el protagonista se transforma en mujer a la mitad del argumento. Mucho antes, durante el lejanísimo Siglo de Oro, los pueblos del mundo hispano ya conocían las aventuras de Catalina de Erauso, la mujer que rechazó la orden de las monjas dominicas para convertirse en soldado. A los 15 años se escapó del convento de San Sebastián el Antiguo, en Donostia, vestida de hombre. Más tarde, con esa identidad se embarcó hacia el Nuevo Mundo, donde realizó un periplo de dos décadas, durante las cuales vivió peligrosas aventuras entre Punta de Araya (ubicada en la actual Venezuela) y la ciudad de Concepción (en Chile). Sobrevivió a varios naufragios y fue pirata en las aguas del Mar Caribe; después fue soldado, comerciante y hasta arriero, en los territorio de los actuales Ecuador y Perú. Más tarde se hizo popular por su agresividad contra los mapuches y otros pueblos indígenas, en las campañas militares para la conquista de la Araucanía. En esos lugares, como antes en la península, se le conoció siempre por nombres masculinos: Francisco de Loyola, Juan Arriola, Alonso Díaz Ramírez de Guzmán o Antonio Erauso. Aunque con frecuencia era prófugo de la justicia y estuvo preso nueve veces por deudas de juego o por herir y matar a sus contrincantes en duelos, el rey Fernando IV le otorgó el título de la Monja Alférez, en noviembre de 1624, e incluso le concedió una pensión anual por sus servicios militares. Meses más tarde, el Papa Urbano VIII la autorizó a vestir de hombre hasta su muerte, acaecida casi 30 años después.
Gabriela Cabezón Cámara convierte a semejante personaje de la vida real en la/el protagonista de su más reciente ficción, Las niñas del naranjel. Allí, Erauso —ya no Catalina, sino Antonio— huye del cuartel en donde casi lo/la ahorcan. Se adentra en la selva con dos famélicas niñas guaraníes, a quienes salva para cumplir una promesa hecha a la Virgen del naranjel que, según cree, en el último momento le salvó de la pena capital y, de paso, para conservar su honor. “Ser un hombre es guardar honor hasta matar o morir si es menester, sostener el honor que, déjame que te explique bien, es lo que lo sostiene a él”, escribe en una carta el/la protagonista creada por la autora argentina: “Es poder matar y que eso se sepa para poder vivir, aunque ese fin cueste la vida misma”.
La novela se estructura desde tres hilos dramáticos, que se alternan en secciones o dentro de un mismo capítulo. El primero es el texto de una carta dirigida a su tía, la priora del convento de donde huyó, que se lee más bien como un fluir de la conciencia. El segundo hilo es la conversación, medio en castellano, medio en guaraní, que Erauso sostiene con las niñas durante su travesía selva adentro. La fórmula Mba’érepa es la pregunta (por qué, significan en nuestra lengua esas palabras), que aparece en todas las escenas de este diálogo prolongado a lo largo de la novela. Si bien llega a ser repetitiva la fórmula, el contrapunto permite apreciar la experiencia del entrecruzamiento de ambas culturas, a través de la capacidad de asombro de Mitãkuña y Michi, que son los nombres de la adolescente y la pequeña cuya curiosidad intenta dotar de sentido al mundo nuevo en el que viven, allí donde súbitamente aparecieron agresivos seres provenientes de un lejanísimo lugar llamado el Reino de Castilla, los cuales cambiaron para siempre la realidad a la que ellas pertenecían. El tercer y último hilo narrativo de la novela, cuenta desde múltiples puntos de vista lo que pasa en el cuartel donde Antonio Erauso casi muere. Las perspectivas del preso, del capitán general, del obispo y hasta de un jote —así se llama por esa zona a los zopilotes o zamuros— señalan a la Conquista como un momento fundacional de la depredación del Amazonas, que ha sido también la de sus pueblos originarios, y ahora llega a su grado máximo.
Encontrar un árbol de naranjas en plena selva es imposible, pero eso no detiene a Catalina/Antonio Erauso en la empresa que se propone, que es tan delirante como formativa. Narrada en castellano peninsular y en porteño, con expresiones en guaraní, euskera y latín, esta obra conserva la experimentación con el lenguaje de la anterior novela de la autora argentina, Las aventuras de la China Iron (2017). El libro, finalista del Booker Internacional de 2020 y del Premio Médicis 2021, también cuestiona los rasgos identitarios, pero en este caso desde el personaje de la China, la mujer que se queda sola con dos hijos cuando el gaucho Martín Fierro es reclutado para servir en un fortín, en el extenso poema épico de José Hernández, pieza fundacional de la literatura argentina: El gaucho Martín Fierro (1872).
Leo la ficción propuesta en Las niñas del naranjel como un discurso contemporáneo sobre el alma barroca americana. Según investigaciones de la académica Mabel Moraña, en el tiempo de la Monja Alférez, hacia 1620, ya existía un sujeto social hispanoamericano. Si en la metrópoli la identidad barroca mezclaba los autores clásicos con la cosmovisión católica, en las colonias se le añadía la herida colonial. En Hispanoamérica, la identidad barroca significó, al mismo tiempo que los discursos traídos por el imperio español, la herida hecha en los pueblos conquistados y el sentimiento de inferioridad de no encajar en el modelo de los relatos occidentales. Desde la teoría y la crítica literaria poscolonial se ha tratado ampliamente el tema; menos común ha sido la perspectiva sobre cómo el barroco hispanoamericano cambió al sujeto colonialista. En esta elipsis trabaja Cabezón Cámara.
La extensa carta que Catalina/Antonio escribe a su tía habla de las transformaciones que se operan en ella, menos en su identidad de género que en su personalidad, al contacto con las voluptuosas realidades híbridas sudamericanas: su paisaje y sus poblaciones aborígenes. “Debajo de la tierra los árboles tienen otra vida, una que no vemos, la de sus raíces entrelazadas”, escribe: “Yo misma estoy echando raíces, téjome a ellos que téjenme con ellos (…) estamos aquí, (…) somos en el sol y en el agua, un eslabón entre el cielo y la tierra, el aliento de Dios creándose y creándonos todo el tiempo”. También la conversación con las niñas da cuenta de la experiencia barroca del alma americana que comienza a formarse en aquellos años, y que en la novela se traduce en la emoción que marca al personaje protagónico: la ternura.
A lo largo de los siglos se han dicho muchas cosas de este personaje, pero ninguna la caracteriza como alguien tierno. De hecho, se muestra sin pudor como una ladrona, ludópata y asesina en la Historia de la monja alférez, Catalina de Erauso, escrita por ella misma, la obra que escribió durante su viaje en barco entre América y España para la audiencia con Fernando IV. En la ciudad de Concepción mató a su propio hermano, sin saber de quién se trataba, y el único sentimiento que muestra por eso lo resume en estas pocas palabras: “Muerto el capitán Miguel de Erauso, lo enterraron en el dicho convento de San Francisco, viéndolo yo desde el coro, ¡sabe Dios con qué dolor!”. También cuenta en Historia sobre el exterminio de los mapuches en la batalla de Valdivia, que le mereció el rango de alférez. Fueron tantas las quejas sobre su crueldad contra los indígenas, planteadas por los demás representantes de la corona, que no le dejaron ascender más en las jerarquías castrenses; por eso en los países de América y especialmente en Chile no le tienen mucho aprecio a esta figura histórica.
Evidentemente, la ternura es una licencia poética que se toma Cabezón Cámara. A partir de ese sentimiento parece que quiere ir más allá de la identidad individual transgénero de la Monja Alférez, con las limitaciones que tenía en el siglo XVII, para dar cuenta de una experiencia de identidad más general: la barroca americana. Quizá en el gesto de llenar con ternura la elipsis de los discursos poscoloniales, se proponga poner en práctica la hipótesis de Preciado en Dysphoria mundi (2022). En su libro más reciente, el filósofo y curador de arte propone anular la definición vigente de “disforia” y generalizar otra más interesada en los límites y las ausencias. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la disforia es un estado de ánimo irritable y la “disforia de género”, que proviene de la psiquiatría, se define como el malestar causado en una persona por la falta de correspondencia entre su sexo biológico y su identidad de género. Lo que Preciado propone es tomar a la disforia por lo que es: un abismo epistémico, en donde no son válidas las estructuras mentales de la política tradicional. La ventaja de esto es que permite pensar en una sociedad más allá del esencialismo binario de los géneros y, por ende, más libre.
¿No se parece esa melancolía por la falta de correspondencia entre el sexo y la identidad de la disforia a la incapacidad del sujeto colonial de identificarse con los modelos propuestos desde el occidente imperialista?
En ambos casos se trata de modelos impuestos sobre las personas que limitan su actuación en la sociedad. “Fui mozuela al revés durante un tramo de mi camino, hasta que conocí hombres suficientes como para hacer uno, yo mismo”, escribe Catalina/Antonio en la carta. Si se puede comparar la disforia de género con la herida colonial, la versión de la Monja Alférez construida por Cabezón Cámara es una imagen poderosa. Incluso su ternura es útil porque como sentimiento positivo es opuesto a los estados de tristeza, ansiedad e irritación asociados con la disforia.
Reconozco que esta lectura surge de mi admiración por el trabajo de Preciado y el interés en el lenguaje literario de Cabezón Cámara. Pocas son las pruebas que ofrece Las niñas del naranjel de la intención de discutir sobre la condición transgénero de la Monja Alférez. Y, de hecho, esto es uno de los rasgos más vistosos de las decisiones narrativas tomadas aquí. En lugar de abordar la falta de correspondencia entre la identidad de género y el sexo de la protagonista, así como otros asuntos de diversidad sexual, como hizo en su primera novela, La virgen Cabeza (2009), la autora prefiere solapar ese discurso detrás de uno de tipo ecológico —uso esta palabra a falta de un mejor término. Como cuando dice: “Somos eso que hace vida entre las estrellas y las rocas”, o que “el mundo no se hizo en una semana, hácese y deshácese a cada instante”. Allí donde la selva se convierte en la gran democratizadora de la condición humana, han desaparecido ya no solo los binarismos sino cualquier categoría.
Las niñas del naranjel, Gabriela Cabezón Cámara, Random House, 2023, 256 páginas, $18.000.
por Sebastián Duarte Rojas