La violenta ternura de Alfredo Gómez Morel

El documental de Héctor Vera y Daniel Rozas es más que una simple introducción a la torrentosa novela El Río, de Alfredo Gómez Morel. En parte, esto se debe a elementos como el protagonismo que se les dio a las fotografías de Mauricio Quezada, que capturan la vida de los habitantes del Mapocho a fines de los 90 y actualizan la historia. Pero se debe más al último tercio de la película, cuando Bruno Vidal lee un poema debajo de un puente del Mapocho, el psiquiatra Claudio Naranjo habla de cómo la terapia llevó al autor a explorar recuerdos como la atracción incestuosa por su madre, y su esposa e hijos dejan ver su complicada vida íntima durante los últimos años. La aparición de esta cinta es una excelente oportunidad para revisitar un libro clave de la literatura chilena.

por Sebastián Duarte Rojas I 7 Marzo 2025

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A fines de los años 40, cuando sufría el incómodo efecto de empezar a verse aceptado por la intelectualidad francesa, la misma que lo había ayudado a salir de la cárcel, Jean Genet preparó un discurso para la radio nacional de su país en que hablaría de los delincuentes menores de edad, como él mismo había sido, no en busca de compasión o entendimiento, sino todo lo contrario: para exigir castigo y explicar qué los hace distintos al resto. El programa en que aparecería Genet fue cancelado, pero con el tiempo se difundió por escrito El niño criminal, aquella diatriba en que el escritor decía:

No conozco otro criterio para juzgar la belleza de un acto, de un objeto o de un ser, que el canto que suscita en mí y que traduzco en palabras para comunicarlo: es el lirismo. (…) Llamen entonces, si sus almas son mezquinas, inconsciencia al movimiento que lleva al niño de 15 años al delito o al crimen, yo le doy otro nombre. Porque se necesita una frescura altanera y una hermosa osadía para oponerse a una sociedad tan fuerte, a las instituciones más severas, a leyes protegidas por una policía cuya fuerza consiste tanto en el miedo fabuloso, mitológico e informe que se instala en el alma de los niños, como en su organización.

Lo que los conduce al crimen es el sentimiento novelesco, es decir, la proyección de sí en la más magnífica, la más audaz, en definitiva, la más peligrosa de las vidas.

Sea o no esta llamada casi quijotesca que enuncia Genet la que está detrás de la criminalidad juvenil, ciertamente hay mucho de sentimiento novelesco y de lirismo en El Río (1962), el primer libro de Alfredo Gómez Morel (1917-1984), sin que aquello opaque por un segundo la violencia que el narrador sufre y ejerce a lo largo de sus páginas. El autor, que empezó a escribir esta novela en prisión, es testigo y protagonista (como víctima o victimario) de actos de crueldad, saña y perjuicio gratuito, pero también de la bondad y el afecto desinteresado, incluso desde antes de llegar a las orillas del Mapocho, siendo solo un niño.

Sus primeros recuerdos son en compañía de una mujer de provincia que lo recibe en su hogar y lo cría como su propio hijo, hasta la aparición de su madre biológica, una prostituta que se lo lleva a vivir con ella a la capital, donde lo golpea constantemente, cuando no lo abandona durante días. Con el tiempo aparece su padre (casado, con otra familia) y, tras rebotar de un hogar a otro, el niño termina en un internado en que dos sacerdotes se aprovechan de él. Como suele ser el caso en las mejores novelas, pese a ser víctima de estas violaciones, Gómez Morel no deja fuera los grises de la situación, ya que él también saca provecho y usa su posición privilegiada, por el temor de los curas a que los delate, para cometer actos prohibidos, como robarles a sus compañeros.

Es gracias a ese equilibrio de lo cruel y lo hermoso que sus lectores podemos salir a flote y no ahogarnos en el intento de atravesar El Río; sin ellos, sería difícil soportar el maltrato —aquí nadie es un simple opresor u oprimido, los personajes se aprovechan de cualquier desequilibrio de poder— presente en todos los espacios que recorre el protagonista.

Es alrededor de esta época cuando descubre el Río; el autor escribe este y otros elementos, como la Ciudad, con mayúscula inicial, casi personificándolos. Tras su primera visita al caudal, en que de nuevo la ambigüedad domina la narración —quienes lo reciben por una noche se masturban tocándolo—, el narrador cuenta:

Aquel fue un momento cristalizador, definitivo en mi vida: empecé a amar el Río. A pesar de lo ocurrido en la noche, el jolgorio, la sensación de libertad que me dio la vida de los chicos, la violenta ternura con que se agredían y jugaban, el horizonte plateado de las aguas, la modorra excitante y meditabunda de los perros, las casuchas con sus puertas semiabiertas como la sonrisa de un ciego, la calle ancha y misteriosa que formaba el Cauce, y la lujuriosa cabellera de los sauces, semejantes a viejos que estuviesen hablando cosas de amor, se me metieron en lo más hondo del alma.

La dualidad de aquella violenta ternura (¿será también una tierna violencia?) muestra un aspecto esencial de la novela, ya que, como dice esta misma: “Un artista debe maravillarse ante lo más cruel o más hermoso. Solo así surge el creador”.

Lo que Gómez Morel creó en El Río es un relato lleno de escenas y personalidades inolvidables: pienso en momentos como el épico capítulo en que los policías y los chicos del río, con refuerzos de otros grupos de jóvenes marginales, se preparan para enfrentarse en una isla del Mapocho, batalla interrumpida por el revelador mensaje del padre Antonio, un deus ex machina que parece sacado de una tragedia griega; o en figuras como el Paragüero, un noble venido a menos que, tras ser rechazado por los suyos, termina viviendo junto a estos muchachos, quienes, sin integrarlo del todo, lo respetan por su manera de hablar y sus historias de un mundo inaccesible para ellos:

Soy un artista —dice este personaje, que tiene aires de Paulo de Jolly—, un exponente de la sangre. Un aristócrata. ¿Ellos me rechazan? Bien. Me gusta la morfina, amé a quienes tenían formas armónicas y esbeltas, sin importarme su sexo ni condición. Ellos me rechazan, pero ¿dejaré por eso de ser lo que fui desde mi cuna? ¡No! Sigo descendiendo, acaso, de un marqués asesino o de audaces bucaneros. Sigo siendo la rama del tronco augusto, vengo de la Historia, trayendo en mis venas las sangres de aventureros intrépidos o locos conquistadores.

Es gracias a ese equilibrio de lo cruel y lo hermoso que sus lectores podemos salir a flote y no ahogarnos en el intento de atravesar El Río; sin ellos, sería difícil soportar el maltrato —aquí nadie es un simple opresor u oprimido, los personajes se aprovechan de cualquier desequilibrio de poder— presente en todos los espacios que recorre el protagonista —la casa de su madre, el internado, el Mapocho, las calles del centro, el reformatorio, los prostíbulos, distintas cárceles—: los continuos abusos sexuales, las peleas y asesinatos naturalizados y, ya hacia el final, las escenas de tortura explícita, tal vez las más brutales en nuestra narrativa antes de la dictadura de Pinochet.

Lo que vino después de El Río es el foco del final de La invención de Morel, en que se cuenta la traición que sufrió el escritor tras la aparición de este libro en la prestigiosa editorial francesa Gallimard —el documental destaca que Gómez Morel sigue siendo el único chileno en su catálogo—, su recaída en el alcoholismo y su muerte cerca del mismo afluente que tanto lo marcó, tras la que fue dejado varios días en el Instituto Médico Legal y luego enterrado con otro nombre.

Yo estoy convencido de que este libro dentro de 100 años todavía se leerá. Hay libros que permanecen, y este (…) es uno de esos libros que duelen y que aportan. Porque creo que en la vida, para aprender, es necesario conocer la belleza y el horror, y aquí están, están los dos, y está también la ternura”, dice Óscar Sipán, escritor, político y editor de la novela en España, en una de las primeras entrevistas del documental La invención de Morel. La cinta chilena estrenada en 2024, fruto del trabajo de más de una década de los directores Héctor Vera y Daniel Rozas, aborda tanto El Río como la torrentosa vida de su autor.

En un principio, el documental tiene lo que era de esperar dada su temática, como imágenes de archivo y entrevistas a varios escritores. Entre ellos, Luis Rivano, que junto a Gómez Morel y otros, como Armando Méndez Carrasco, formó parte de un grupo de autores que documentaron la vida de los bajos fondos locales, destaca la sinceridad como un atributo de la novela; Alberto Fuguet cuenta que llegó a estos escritores a través de conversaciones con Rivano y luego se encargó de difundirlos en Zona de Contacto, además de que tuvieron influencia en su libro Tinta roja, y Manuel Vicuña sitúa El Río no solo dentro de esta especie “de realismo sucio, de autores que están intentando mapear otro Santiago, otro Chile”, sino también como parte de otra corriente subterránea: “A veces los mejores libros, la mejor escritura o las cosas más interesantes en la literatura chilena son géneros de no ficción”.

Pero el documental que se apropió del título de Bioy Casares es más que una simple introducción a Gómez Morel y El Río. En parte, esto se debe a elementos como el protagonismo que se les dio a las fotografías de Mauricio Quezada, que capturan la vida de los habitantes del Mapocho a fines de los 90 y actualizan la novela. Pero se debe más aún al último tercio de la película, cuando esta gana mayor peso poético e intensidad. Eso empieza desde la escena en que Bruno Vidal lee un fragmento del libro bajo un puente, sentado frente a la cámara mientras, a un par de metros, se ve a un hombre comiendo sobre un colchón sucio y acompañado por un perro, un momento que, a medida que la lectura dramática del poeta captura la atención de los otros personajes, se vuelve muy decidor. Luego de esto, aparece el psiquiatra que trató a Gómez Morel en la cárcel, Claudio Naranjo, que habla de cómo la terapia lo llevó a explorar recuerdos que incluyó en el libro, como los pasajes que aluden a la atracción incestuosa por su madre, y también hablan la esposa y los hijos del autor, que dejan ver su complicada vida íntima durante sus últimos años.

Lo que vino después de El Río es el foco del final de La invención de Morel, en que se cuenta la traición que sufrió el escritor tras la aparición de este libro en la prestigiosa editorial francesa Gallimard —el documental destaca que Gómez Morel sigue siendo el único chileno en su catálogo—, su recaída en el alcoholismo y su muerte cerca del mismo afluente que tanto lo marcó, tras la que fue dejado varios días en el Instituto Médico Legal y luego enterrado con otro nombre, un último cambio de identidad, como los varios que él mismo relata en su primera novela.

Luego vinieron más libros —La ciudad (1963, del que renegó), El mundo (2012, póstumo)— y artículos periodísticos, en los que narró la continuación de su vida, pero en algún sentido Gómez Morel nunca salió de El Río y de aquello que, como dijo Genet, suscitó su canto: por un lado, la frescura altanera y la hermosa osadía de su juventud, recordadas con nostalgia; pero sobre todo las profundas heridas que jamás cerraron, como nos permite ver en el único momento de la novela —justo tras el punto cúlmine de la violencia, uno que destroza hasta el lenguaje— cuando deja de mirar hacia atrás y expone su presente: “Tengo 46 años de edad. Me levanto de mi mesa de trabajo. Estoy cansado y desgarrado por dentro. Cada vez que escribo vuelvo a sentir lo vivido como una navaja rasgándome las carnes. Muestro mis recuerdos hasta quedar sangrando por dentro”.

 


El Río, Alfredo Gómez Morel, Tajamar, 2017, 370 páginas, $16.000.


La invención de Morel (2024), dirigido por Héctor Vera y Daniel Rozas, 46 minutos, disponible en YouTube.

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