Las tres derivas

¿Cómo contar una historia en un mundo dominado por las tramas utilitarias y los algoritmos que predeterminan cómo producir un libro, una película o una serie de alto impacto? ¿Qué resquicio queda para los experimentos narrativos que prescinden de esos mandatos y buscan transformarse en una experiencia artística que invente su propia forma? Estas preguntas son el eje de un ensayo que se pasea por Raúl Ruiz, César Aira y Juan José Saer, tres creadores cuyas obras no le temen a lo que Cioran definía como “masticar el tiempo”, a riesgo incluso de producir aburrimiento.

por Hernán Ronsino I 21 Diciembre 2022

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Es sabido que detrás de ciertas historias, tanto en el cine como en la literatura, hay fórmulas que apuestan a provocar efectos precisos. Con el desarrollo de los algoritmos y las plataformas virtuales, esas fórmulas se han vuelto cada vez más contundentes y sofisticadas, porque indican cuándo un espectador, por ejemplo en Netflix, comienza a aburrirse. Esas fórmulas no solo están premoldeadas por las estructuras clásicas de una narración, sino que se ven complejizadas por los ensamblajes digitales y la lógica utilitaria de las empresas. El objetivo sería evitar con esas herramientas el aburrimiento y hacer posible, así, un determinado tipo de consumo cultural.

En consecuencia, aquella mirada crítica que Raúl Ruiz planteaba en su “Teoría del conflicto central”, no solo sigue vigente; también apunta al corazón del problema: ¿Cómo contar una historia en un mundo dominado por las tramas utilitarias y los algoritmos? ¿Qué resquicio queda para los experimentos narrativos que se corren de esos mandatos y buscan transformarse en una experiencia artística que invente su propia forma?

El conflicto central

El primer capítulo de Poéticas del cine, de Raúl Ruiz, es el famoso texto en donde plantea su crítica al modelo narrativo que se ordena sobre un conflicto central. Un modelo que, tomado por la industria de Hollywood, se masifica, se vuelve, a su vez, vehículo de una transmisión ideológica. “Decir que una historia solo puede existir en virtud de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas que no incluyan ninguna confrontación”, dice Ruiz. En las películas norteamericanas, el modelo aristotélico estaría combinado con la concepción de voluntad de Schopenhauer. ¿Qué lugar queda para esos acontecimientos que se narran con otra lógica: “la contemplación de un paisaje, una tormenta lejana, una cena entre amigos”? Esas historias que provocan el temido aburrimiento que Ruiz rescata como un elemento necesario dentro de una experiencia genuina. Benjamin decía que sin aburrimiento no hay posibilidad de contar historias. Contar historias es la manera de procesar ese estado en el que, como planteaba Cioran, “se mastica el tiempo”. El aburrimiento sería, por un lado, lo que no se puede editar en la intensidad de una experiencia y, a su vez, el almácigo de una futura historia, de un tiempo nuevo.

En este sentido, el problema que señala Ruiz cuando escribe ese ensayo es también el problema del tiempo. Las tramas utilitarias capturan al espectador durante unas horas, lo entretienen, lo estimulan con historias divertidas y dramáticas para, finalmente, devolverlos más empobrecidos a la vida cotidiana. Son las películas que no aburren, que atrapan con el demonio del mediodía. Con esta idea Ruiz hace referencia a lo que en el siglo IV los primeros padres cristianos llamaban el octavo pecado capital, es decir, la tristeza provocada por Asmodeo, el demonio del mediodía. El dilema de un creador, entonces, es trabajar con el tiempo: esculpir el tiempo, como decía Tarkovsky. El problema es el problema del tiempo no solo para el creador, también para el espectador, porque como cita Ruiz, siguiendo a Pascal, “la desdicha de los hombres proviene de una sola causa: no saben permanecer en reposo en un cuarto”.

Las películas de Ruiz vienen a cuestionar la posición dominante de las películas norteamericanas. Esa que borra cualquier posibilidad de estructurarse con una lógica opuesta a las del conflicto central. Cuesta imaginar que Días de campo o La recta provincia puedan encontrarse entre las ofertas de Netflix. Sería algo anómalo que el algoritmo rápidamente acomodaría y pondría en su lugar. Las películas de Ruiz, más bien, quedan encapsuladas en lo que se conoce como cine de autor. Es decir, esa categoría despectiva que se explica como un espacio ajeno a lo masivo, que busca la experimentación artística más que el predominio del entretenimiento.

Hay dos autores argentinos que están muy cerca de estos planteos de Ruiz. Siempre fueron pensados como autores antagónicos, como modelos narrativos opuestos, incluso entre ellos mismos. Me refiero a Juan José Saer y a César Aira. Si Saer despliega en una zona territorialmente mítica y narrada de un modo obsesivo un tiempo y una materialidad lenta y morosa, en busca de una percepción perdida, Aira, por su parte, juega con la dispersión que se escurre con la fuerza de la parodia y la ironía en un tiempo veloz. Si bien son modelos narrativos opuestos, desde hace un tiempo han empezado a ser pensados más que desde sus diferencias, desde sus puntos en común. El ensayo de Valeria Sager, El punto en el tiempo, es un buen ejemplo de ese intento de pensarlos en paralelo, a partir de la idea de Gran Obra y una nueva reformulación del concepto de realismo. Es evidente, a su vez, que la obra, el pensamiento y la biografía de Raúl Ruiz se ubican como una boya que hace posible, también, trazar una relación entre estos dos autores fundamentales de la narrativa contemporánea.

Las películas de Ruiz vienen a cuestionar la posición dominante de las películas norteamericanas. Esa que borra cualquier posibilidad de estructurarse con una lógica opuesta a las del conflicto central. Cuesta imaginar que Días de campo o La recta provincia puedan encontrarse entre las ofertas de Netflix. Sería algo anómalo que el algoritmo rápidamente acomodaría y pondría en su lugar.

Saer

Saer nació en Serodino, un pequeño pueblo en la provincia de Santa Fe, a orillas del río Paraná, en 1937. En los años 60, después de haber publicado sus primeros libros, partió hacia Francia por una beca y se quedó allí hasta su muerte, en 2005. La zona geográfica donde nació se fue convirtiendo, libro a libro, en un territorio literario materialmente complejo, que se expandió desde la percepción, desde la narración minuciosa y detallista, cercana al objetivismo francés. Una obra que tiene una unidad de lugar y compone una totalidad, pero siempre a partir de fragmentos, de personajes que reaparecen, de sensaciones astilladas. Como plantea Martín Prieto en su reciente libro sobre Saer, “el objetivo del programa narrativo es desactivar el modelo de los relatos cerrados, con principio, desarrollo y fin. El modelo puesto en discusión es el de los melodramas, los teleteatros, los best-sellers”.

Saer comenzó a escribir su obra antes de instalarse en París. Y el hecho de vivir en otra cultura no alteró en lo más mínimo semejante proyecto. La circulación, entonces, entre París y Santa Fe se comenzó a trazar de manera periódica. Ir y volver. Como lo hacía Ruiz con Chile, también desde París. Y también con esa zona de la infancia que tanto marcó el imaginario de ambos. En uno de esos regresos, Saer plantea en una charla en Santa Fe una crítica a lo que él llama, una literatura utilitaria. Le interesa “atacar, aflojar los cimientos de esa prosa pensada como lenguaje utilitario: una prosa económica, clara, directa. Me parecía que eso era una ideología utilitaria sobre la prosa. Una prosa donde todo lo que se dice se lo expresa de manera directa, sin circunloquios, sin opacidad”.

El camino que opone Saer a esa forma de hacer literatura se desprende de una tradición que viene no solo de Faulkner, sino de la tradición latinoamericana: Onetti, Rulfo, Guimaraes Rosa. Una literatura “opaca que guarda toda su fuerza poética, toda su fuerza musical”. Que genera impresiones “que no podemos atrapar totalmente pero producen en nosotros un impacto estético”.

En uno de los ensayos de El concepto de ficción, Saer desnuda con qué herramientas aflojará esos cimientos. Dice: “Un poema no se termina, se interrumpe”. De esta manera, busca a través de la fusión entre la prosa y la poesía modelar un camino que nada tenga que ver con el efecto utilitario o con el modelo del conflicto central. El mundo narrativo de Saer no se termina, se interrumpe. Así sucedió, azarosamente, con La grande, la última y magistral novela que se publicó de manera póstuma. La frase final con la que se cierra la obra de Saer puede ser pensada como un poema inconcluso: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”.

Aira

César Aira nació en Pringles, en la provincia de Buenos Aires, en 1947. Luego se instala en Buenos Aires y comienza a desplegar una obra que se expande como una mancha incontrolable. Ser contemporáneo de Aira y vivir en la misma ciudad donde escribe, provoca una extraña sensación. La nueva novela de Aira siempre acecha en cualquier librería para sorprender pero, a su vez, es lo inevitable, es lo que uno sabe que va a ocurrir.

En ese sentido, hay un rasgo en la obra de Aira que opera tanto por dentro como por fuera del marco literario. Y es la idea de desborde o de desmesura lo que lo asemeja a la súper producción de películas y de escrituras de Ruiz. Por un lado, una materialidad desplegada como hiperproducción, una expansión física de la obra, más de 100 libros publicados en una diversidad de sellos editoriales: que va desde pequeñas ediciones cartoneras o independientes hasta grandes sellos multinacionales. La obra pareciera tener un efecto líquido, inasible. Y, asimismo, hay una desmesura interna, una deriva que rompe con cualquier expectativa lectora, con cualquier idea de género. Y allí opera una idea de tiempo.

Si Saer despliega en una zona territorialmente mítica y narrada de un modo obsesivo un tiempo y una materialidad lenta y morosa, en busca de una percepción perdida, Aira, por su parte, juega con la dispersión que se escurre con la fuerza de la parodia y la ironía en un tiempo veloz.

Valeria Sager plantea que en la escritura de Aira las historias se ordenan a partir de un punto de inicio y de un punto de cierre. Todo lo demás está regido por la lógica de lo impensado. Julio Premat lo remarca muy bien en su ensayo sobre las vanguardias. “Al tiempo medido, pensado en pasado, presente y futuro, se lo reemplaza por una circulación permanente, por un desplazamiento sin fin, por algo que aparece como un tiempo alternativo”.

Por dar apenas un ejemplo: en el cuento “El todo que surca la nada”, la típica estructura clásica de lo que sería un cuento, esa pieza de relojería ordenada que está golpeando al lector desde la primera página y termina revelándose al final con todo el impacto de la sorpresa, estalla. Lo que monta allí Aira es un devenir de historias que, por momentos, parecen cortadas y montadas sin una conexión interna. Se pasa de unas mujeres que hablan en un gimnasio, a la cantidad de taxis que hay en la ciudad de Buenos Aires, al diario de un escritor y a la reflexión final de cómo contar una historia, por dónde empezar a contarla, si contarla de manera cronológica, “ordenada”, o como la cuenta Aira, montada en capas que producen un efecto de salto e interrupción constante.

Derivas

En La ola que lee, el libro que recupera las notas críticas y las reseñas que escribió Aira durante gran parte de la década del 80 y en los 90, se lee una crítica a Saer. Aira dice allí que tanto Saer como Puig son los únicos novelistas presentables que tiene la Argentina y, curiosamente, viven en el extranjero. La lectura que hace Aira de Saer está atravesada por una ironía permanente. Dice del método de escritura de Saer que es “escolar aplicado, honesto a más no poder”. No es el tipo de crítica que despliega sobre Piglia, donde dice que Respiración artificial es la peor novela de su generación. Acá socava con burla y destaca la escritura controlada de Saer, a la que le faltaría un poco de locura. En esa crítica, Aira está negando un modelo de escritura serio, perfecto y presentable, para proponer otro que viene de Russell, de Duchamp, de Copi. Es decir, una escritura que no sea solemne ni seria, una escritura descontrolada.

Saer, después de semejante crítica, no hizo mención alguna, en ninguno de sus ensayos, a la escritura de Aira. Pero no es difícil sospechar que la escritura de Aira sea vista por el modelo de Saer como una escritura posmoderna y utilitaria. Durante muchos años fueron modelos antagónicos de narrar: la lentitud y la perfección, frente a la escritura rápida y ligera. Pero, finalmente, y más allá de la mirada de los propios autores y de la época, hay algo que trasciende en la escritura, algo que está por fuera de la voluntad de cada autor y traza relaciones posibles entre obras aparentemente contrapuestas.

Fabián Casas tiene una idea sobre la lectura que puede ser apropiada para pensar de otro modo estas dos maneras de narrar. Casas dice que se puede leer con la lógica de un soldado, defendiendo las trincheras de un modelo estético; o, en cambio, se puede leer con la lógica del soldador, aquel que lee lo inconexo, el que une lo que, en apariencia, no se puede unir. Saer y Aira constituyen modelos narrativos muy diferentes, con búsquedas muy opuestas, pero hay un punto que no solo los conecta, sino que también los acerca a Ruiz. Los tres son autores que piensan críticamente el modelo del conflicto central y que proponen a través de la deriva en la trama, cada uno a su modo, una forma de narrar distinta, antihegemónica, plural.

 


La ola que lee, César Aira, Random House, 2021, 336 páginas, $15.000.


Cuatro ensayos, César Aira, Beatriz Viterbo Editora, 2020, 364 páginas, $20.000.


El concepto de ficción, Juan José Saer, Océano, 2016, 352 páginas, $30.000.


Poéticas del cine, Raúl Ruiz, Ediciones UDP, 2013, 440 páginas, $16.000.


El punto en el tiempo. Gran obra y realismo en Juan José Saer y César Aira, Valeria Sager, EME, 2021, 344 páginas, US$25.

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