La publicación de sus ensayos literarios permite observar una inteligencia bien distinta a la del contador de historias. Si el narrador elabora y reelabora un recuerdo hasta hacerlo vivir delante de nuestros ojos, el ensayista describe con precisión, se enfrenta a los prejuicios de su campo cultural y a las limitaciones de su propio pensamiento en busca del siempre elusivo saber. Autores importantes de Chile y el extranjero, movimientos estéticos, amistades y una visión sobre el poder y la política recorren estas páginas en las que un Rojas nuevo toma la palabra. Y todavía hay oídos para escucharlo.
por Ignacio Álvarez I 23 Julio 2024
Durante los últimos 20 años hemos leído mucho a Manuel Rojas. Sus obras han sido reeditadas con especial cuidado y muchos hemos visto en sus cuentos y novelas, que se refieren a la crisis del sistema político chileno de inicios del siglo XX, descripciones particularmente pertinentes para el presente —y para las crisis del presente—. El Rojas que hemos sacado de allí, el Rojas con el que nos conectamos moral y emocionalmente, tiene dos rasgos fundamentales: es un anarquista radical y pensativo, identificado muy fuertemente con el mundo popular y sobre todo con los que resisten a los procesos modernizadores. Asimismo, es un sensible universalista, capaz de ver en cada persona a toda la humanidad.
Un costado que se le escapa a esa imagen es su vida como intelectual, y la reciente edición de sus Ensayos completos es una excelente oportunidad para discutirla. Digo intelectual en, al menos, dos sentidos. Por oposición al letrado del siglo XIX, el diletante que dedica su tiempo libre al pensamiento: Rojas es un escritor profesional, un intelectual de oficio. Tal como apunta su nieto Daniel Muñoz, editor del volumen, la escritura de crónicas y ensayos fue la profesión más constante de su vida. También lo digo en un sentido muy concreto, tratando de indicar que Rojas fue, aunque nos sorprenda, un pensador de la literatura, un teórico reflexivo tanto como un narrador de oficio.
Estos textos recientemente publicados son apenas el primer volumen de toda la obra ensayística de Rojas, que tendrá cuatro tomos cuando se complete. Se trata de sus artículos sobre literatura y, citando a Flaubert, llevan como subtítulo El árbol siempre verde. Los siguientes tomos recogerán sus textos políticos (De qué se nutre la esperanza), sobre sociedad y cultura (Chile, país vivido) y sobre la naturaleza y las ciencias (Mundos perdidos). La empresa editorial tiene una particularidad infrecuente en nuestro medio: el volumen publicado en papel representa una selección bastante modesta del total de textos que existen; ese total, que justifica el adjetivo “completos”, aparece paralelamente en una edición electrónica. El libro físico trae cerca de 70 piezas, pero la publicación electrónica, que puede comprarse en Libros Patagonia, trae más de 250 textos e incluye un índice onomástico, una bibliografía exhaustiva y una útil cronología.
Como sabemos, en sus novelas y cuentos Manuel Rojas escribió básicamente una autobiografía, la del joven chileno y argentino que comparte su destino con el bajo pueblo, va conectando emocionalmente con amigos, compañeros y a veces, pocas veces, con algunas mujeres, y logra construir una comunidad. En esos relatos hay también un segundo cuento, la historia de Rojas como intelectual, el cuento de su amor por la letra. La fórmula que lo resume es la siguiente: antes que la experiencia está la palabra, antes que la sinceridad va la letra, antes que lo universal está el código que permite nombrar lo universal. Hay al menos tres momentos o tres versiones distintas del momento primigenio en Imágenes de infancia y adolescencia, algunas recogidas también en Hijo de ladrón.
¿Cuándo se dejó persuadir por la letra?
Quizás a los 13 años, cuando encontró un libro de Salgari en una librería de Rosario que logró comprar después de unas semanas sin fumar y sin comprar golosinas. O de pronto a los 14 o 15 años, cuando leía en voz alta el largo folletín del diario a su casera, a cambio de unos pocos duraznos. O cuando Miguel Lauretti, obrero tipógrafo de Mendoza, le prestaba sus primeros libros de prestigio literario: algunos poetas modernistas, algunos novelistas franceses. Lo significativo es que a Rojas le interesa precisar que, antes de la vida vivida, hubo una novela de aventuras, un folletín, unos poemas que le permitieron darle sentido a la vida vivida.
Por eso tiene sentido pensar en la biblioteca que el joven Rojas manejaba. Por poner una fecha arbitraria, en 1920 ya conoce las novelas de aventuras y los folletines; en el seno de los grupos anarquistas argentinos se ha empapado del modernismo rioplatense —Julio Herrera y Reissig, Leopoldo Lugones, Delmira Agustini— y de autores ineludibles como Victor Hugo y el colombiano José María Vargas Vila. Como ha propuesto Grínor Rojo, en esa época conoce también una buena cantidad de literatura política: los clásicos del anarquismo (Bakunin, Kropotkin, Malatesta, Reclus), “cierto noventayochismo” literario con sus filósofos asociados, Schopenhauer y quizá Nietzsche. Es indudable que ha leído el criollismo chileno de Santiván, Latorre, Durand, Horacio Quiroga. La literatura estadounidense de la frontera, Bret Harte, Jack London, Sherwood Anderson, Gorki, Maupassant y Knut Hamsun, algunas lecturas de Platón y probablemente, relatos de aventuras del tipo de H. Rider Haggard.
Su cultura es vasta y variada, como se ve, y la pondrá en juego en los ensayos literarios.
Cuando Rojas elabora sus ensayos teóricos está en una encrucijada. Todavía no ha escrito sus obras mayores y cada cuento que publica es una exploración poética y estilística. Las alternativas estéticas que se le ofrecen son todas insatisfactorias. El presente parece completamente permeado por el criollismo, con su amor por el campo y un realismo que está en el borde de la ramplonería. Tiene un punto que a Rojas le atrae, sin embargo, el foco que hace en los campesinos, la utopía del mundo popular, pero claramente ve su agotamiento. El pasado está desprendiéndose de la estética modernista, cosmopolita y orientalista (cuestiones que no le atraen particularmente) y, al mismo tiempo, defensora de la originalidad individual (algo que, como buen anarquista, valora mucho). Si mira dentro de sí debe resolver un problema fundamental, el de la relación que tienen el arte literario y la política, los dominios que más lo comprometen vitalmente.
El largo y abstracto ensayo “Divagaciones alrededor de la poesía” (1930, solo en la publicación electrónica) es el texto más erudito de la colección y el que está más cerca de una escritura propiamente estética. Allí propone una teoría de la expresión poética que hasta podría dialogar con los ensayos de Huidobro: el poeta parte de una sensación que luego elabora interiormente, hasta construir una percepción que se expresa en el poema como imagen y concepto. La poesía es la empresa del individuo y de sus capacidades. Sin embargo, la voluntad y la imaginación tienen en este ensayo un límite, la inteligibilidad. Para Rojas, la poesía siempre es sentido que usa la palabra, es decir, la expresión individual no puede nunca perderse en el solipsismo. Aunque tiene un pie puesto en el horizonte de la vanguardia, no se deja seducir por las exploraciones puramente personales.
En “Acerca de la literatura chilena” (1930) hace un reclamo propio del curioso intelectual que era. Los escritores chilenos tienen una vasta cultura literaria, dice, pero una pobre cultura general. Sin una verdadera formación intelectual, el escritor chileno se dedica a lo más fácil: el campo, las montañas, el mar, los hombres de Chile. Con una cultura más vasta la literatura chilena podría tratar temas también más vastos, por ejemplo, cercanos a la ciencia y a la metafísica. Rojas entiende que su literatura puede ser considerada criollista (¿acaso no habla también de rotos y campesinos, como Latorre?), pero distingue que su acercamiento es político y no estético. Una escena clave en ese ensayo es la de su encuentro con Pedro Prado. Rojas lleva en la mano un libro que se llama El amor que no osa decir su nombre, que trata sobre la homosexualidad. Prado lo mira, lo hojea y luego le dice: “¿Usted lee esto? Me sorprende que a usted le interesen estas cosas. A mí no me han interesado nunca”. Escandalizado por el escándalo de Prado, Rojas defiende que una literatura realmente ambiciosa no debería prohibir ningún tema. Parte del provincialismo de la cultura chilena, concluye, se debe a su falta de curiosidad, a sus prejuicios, a sus inhibiciones.
Nadie podría dudar del compromiso político de Rojas, me parece, y por eso mismo es tan interesante “Lance sobre el escritor y la política” (1937), en el que despliega un criterio clásicamente moderno. La racionalidad artística debe desarrollarse, en el presente, con independencia de la racionalidad política. Sin renunciar nunca al compromiso del escritor como persona, debe distinguirse al escritor como trabajador de las ideas y al político como trabajador en la disputa del poder: “Si son verdaderamente escritor el uno y político el otro, son incompatibles. Mientras uno persigue el poder, el otro persigue las ideas, ideas que en ciertos casos solo sirven para que lo persigan a él”.
Menciono un último ensayo fundamental, “El cuento y la narración” (1944). El Rojas que está comenzando a elaborar Hijo de ladrón, separa el cuento artístico (“una fórmula que está destinada a sorprender al lector”) de la narración tradicional (una “composición simple, sin trucos, constituida por elementos también simples y cuyo mayor o menor valor reside en la mayor o menor destreza con que sean aprovechados y en la mayor o menor fuerza con que se expresen los matices dramáticos o sentimentales que posee”). Es, ni más ni menos, que la oposición entre lo ingenuo y lo sentimental en Schiller, o entre la narración y el relato moderno en El narrador de Walter Benjamin.
El libro tiene muchos más textos, además de los cuatro que he podido comentar con alguna detención. Por ejemplo, una valoración justa pero lapidaria de la obra de Mariano Latorre, que considera fiel a un afán de conocimiento pero humanamente superficial. Una entrada sobre las contradicciones de Marcel Proust, autor muy cercano al proyecto de Rojas, que seguramente les dirá algo a quienes quieran compararlos en el futuro. Una articulación muy bien pensada entre la creación literaria como trabajo y el trabajo obrero como creación, cuyo título es, lógicamente, “La creación en el trabajo”. Su defensa ante la acusación de haber plagiado “Un espíritu inquieto”, y textos ya muy conocidos para la descripción de su estilo maduro, como “Algo sobre mi experiencia literaria”.
En todos ellos aparece una inteligencia bien distinta a la del contador de historias. Si el narrador elabora y reelabora un recuerdo hasta hacerlo vivir delante de nuestros ojos, el intelectual describe con precisión, separa con inteligencia, se enfrenta a los prejuicios de su campo cultural y a las limitaciones de su propio pensamiento en busca del siempre elusivo saber. Es probable que la cualidad autodidacta de Rojas explique la alta exigencia que se pone a sí mismo y que impone a los demás cuando habla como intelectual en el campo literario, esa inseguridad básica del que no tiene maestros o escuelas en las que apoyarse. Hay que agradecer a esa inseguridad, porque comprueba en un caso cercano y querido para los chilenos que la erudición y un pensamiento que busca la claridad no están reñidos con el arte literario y, es más, que se complementan y enriquecen mutuamente.
No cabe sino alegrarse de esta edición, especialmente de la versión electrónica, cuyo material tiene tanto valor para el lector curioso. Un Rojas nuevo toma la palabra, y todavía hay oídos para escucharlo.
Ensayos completos I. El árbol siempre verde. Escritos sobre literatura (1913-1972), Manuel Rojas, edición de Daniel Muñoz Rojas, Fondo de Cultura Económica, 2023, 376 páginas, $16.900 ($7.900 versión electrónica).