Marina Closs: “Mi plan es trabajar para no convertirme nunca en una autoridad”

La escritora argentina ahora publica Casa de agua, novela construida con imágenes poéticas y fantásticas, protagonizada por una familia de descendientes rusos que hablan con los muertos y que viven en un hogar inestable, lluvioso y que parece desplazarse entre la naturaleza. La escritora se refiere a su interés por las obras rusas: “Como que viviese un poco atrapada en esos libros”.

por Javier García Bustos I 29 Julio 2025

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Creció en Aristóbulo del Valle, parte de la provincia de Misiones, en el noreste de Argentina. Desde hace un par de años vive en Chile. “De Santiago, me gustan cada vez más cosas. Pero lo primero que me llamó la atención fue la naturaleza. Es muy distinta al lugar del que yo vengo. Me sorprenden mucho unos árboles que no sé cómo se llaman, pero que me dan unas fuertes ganas de llorar”, dice Marina Closs (1990), autora de historias extrañas, sorprendentes, a veces alucinantes, que siempre juegan con los límites de la realidad y con los límites de la literatura misma. Le gusta la poesía. “Mis poetas de cabecera son Marosa di Giorgio y Francisco Madariaga”, comenta.

Entre sus libros se encuentran Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre (2019), Tres truenos (2021), Pombero (2023), Monchi Mesa (2023) y La doncella aguja (2024); estos dos últimos editados en Chile por Laurel.

Su última obra es la novela Casa de agua, publicada por Alfaguara, donde la familia Semérenko Belobriúchkova y sus cinco hijos —“Los hijos que nacen de las ruinas no deben quedarse dormidos debajo de los cimientos”, apunta Closs— deben lidiar con una casa de madera en permanente peligro, cuyo piso cruje y amanece húmedo, con paredes siempre mojadas. Por debajo de la casa corren varios ríos. La herencia familiar se vuelve un escenario ambiguo, donde hay tragedias, resignación y un diálogo con los antepasados muertos. A algunos personajes se les caen los dientes. “La época de los dientes buenos se había acabado”, se lee en Casa de agua, narración construida con frases poéticas, entre párrafos fragmentados y diversos, que fluyen con fuerza y claridad como un río que avanza, donde también leemos: “El agua entera luchaba por venir a buscarnos”.

En Casa de agua hay un trabajo con el lenguaje, la sintaxis y el ritmo. También con la estructura del texto. ¿Te aburren los textos convencionales?
No sé si diría que me aburren los textos convencionales. Últimamente estuve leyendo a Chéjov y me parece impresionante lo que puede hacer con un relato convencional. Sobre todo con el detalle. También Maupassant, por ejemplo, y los dos casi que inventaron el relato convencional, pero uno ni se da cuenta de ese aspecto, hipnotizado como está por los detalles. Lo que sí me aburre son los relatos “solo” bien estructurados. La prolijidad sin más. La poesía tampoco es que se salve necesariamente. Tiene sus propias convenciones atroces. Si siempre vuelvo a algunos poetas, creo que es, sobre todo, a los que trabajan con el ritmo. Pero me gusta que esto suceda de una forma que yo no termine de entender.

La casa como una metáfora, un símbolo, una estrategia. Una casa puede ser un universo inagotable de aventuras.
Sí, la idea de la casa infinita me gusta. Eso seguro que tiene que ver con la fascinación que me produce Marosa (di Giorgio). Plantar un lugar, recorrerlo hasta el fondo, seguir igual de perdido que siempre. Me parece que una casa es como una envoltura, como si el mundo exterior estuviese casi encima, pero queda la casa como última piel. Una piel que, por otra parte, se comparte. Y, en ese sentido, yo pensaba la casa de mi novela como una dimensión del cuerpo propio (el infantil, sobre todo) que uno comparte. No en el sentido cómodo de compartir. En el sentido incómodo.

Para mí no hay modelo más grande, en el sentido casi de inescapable, que Dostoievski. Los personajes medio desencajados, los ‘amigos de la familia’, la gente besándose las manos, estallando en carcajadas de angustia. Tienen lo mejor de la literatura, que es como crear una necesidad. Yo no puedo creer que la literatura vaya a desaparecer. Seré ilusa, pero es por Dostoievski.

En ciertos pasajes Casa de agua adquiere ribetes de historia de terror. ¿Eres lectora del género?
En la época que escribí Casa de agua, me gustaba mucho leer novelas góticas clásicas, del siglo XIX, me gustaban las imágenes, las cosas exageradas, medio absurdas, fantasiosas, pero no la cuestión del terror. No me interesa el terror como género. El terror como efecto, digamos. Es más, hasta tal punto no me interesa que por lo general alguien tiene que avisarme que está ese elemento; yo más bien lo omito. Por ejemplo, en Poe. Nunca pienso que Poe escribe cuentos de terror. Pero me encanta. Solo que lo leo totalmente distraída del elemento de género.

Una familia descendiente de rusos podría ser una parodia —o un homenaje secreto— a las novelas decimonónicas rusas. ¿Te interesan esa tradición?
No solo me interesa, es casi como que viviese un poco atrapada en esos libros. Para mí no hay modelo más grande, en el sentido casi de inescapable, que Dostoievski. Los personajes medio desencajados, los “amigos de la familia”, la gente besándose las manos, estallando en carcajadas de angustia. Tienen lo mejor de la literatura, que es como crear una necesidad. Yo no puedo creer que la literatura vaya a desaparecer. Seré ilusa, pero es por Dostoievski.

Ttus libros han sido calificados de fantásticos y góticos. ¿Te sientes parte de una generación en la que también figuran Mariana Enriquez, Samanta Schweblin, Gabriela Cabezón Cámara y Dolores Reyes?
No me siento parte del boom, tampoco comparto tanto lo de la generación. Son mayores que yo y están consagradas; creo que, como persona de una nueva generación, más bien siento las distancias, el deseo de hacer algo diferente. Lo del género gótico fue casi un accidente que sin duda me facilitó la publicación. Pero no es que el resto de mis libros sean especialmente góticos, no es de ninguna manera mi meta. Por otra parte, en la literatura como en la vida, todo lo que se me presenta como una autoridad me genera mucha inquietud. Mi plan es trabajar para no convertirme nunca en una autoridad.

Ella creo que fue lo más inolvidable de mi infancia”, has dicho sobre tu abuela. ¿De alguna manera te condicionó para que contaras historias particulares, extrañas, fantásticas?
Estaba hablando de mi abuela Erika Liebrenz. Ella tenía una relación con la literatura que no tenía que ver con leer (no me acuerdo de que leyera más que cosas religiosas). Pero caminaba por su casa con los ojos cerrados, por ejemplo, y decía que era “para practicar”. Hacía muchas cosas extrañas. Una vez, después de ver la película Sexto sentido, yo estaba preocupada porque pensaba que iba a empezar a ver gente muerta. Y se lo planteé a mis papás, que me dijeron que eso no pasaba, que los fantasmas no existían, algo así, contundente. Mi abuela, en cambio, me acuerdo de que estábamos las dos en la cama y me dijo: “Si Dios quiere que veas fantasmas, es porque te eligió y vas a poder perfectamente soportar ver fantasmas”. Y se puso a roncar. Así era ella.

 

Fotografía: gentileza de Alfaguara.

 


Casa de agua, Marina Closs, Alfaguara, 2024, 208 páginas, $17.000.

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