¿Más Homero, menos Ercilla?

En abril de 2023, The New York Review of Books publicó un fragmento de la reciente traducción de La Odisea hecha por Daniel Mendelsohn: “Odysseus Saved from the Sea”, donde se narra un episodio del Libro V del poema homérico. A partir de un fragmento, Mendelsohn logra crear un poema completo en sí mismo, aspiración que el autor de este artículo se impone como deber al momento de traducirlo. Asimismo, reflexiona sobre el acto de traducir, sobre todo cuando se desconoce la lengua original (él mismo no sabe el griego) o si las interpretaciones completan el texto a su favor: es lo que ocurre, a su juicio, con La Araucana, “una especie de Eneida sin Roma, enmarcada en una geografía inhóspita y terremoteada. La Araucana también puede ser leída como una Ilíada sin Aquiles, situada en una Troya movediza en la que piños de contrincantes combaten en como en un círculo vicioso, propinándose golpes alevosos, igualados en contumacia, alternándose en derrotas y victorias ad infinitum, como en las sagas de superhéroes y sus inalterables némesis”.

por Roberto Castillo I 3 Enero 2024

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Ningún problema es tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción”, dice Borges en su ensayo “Las versiones homéricas”. Por supuesto, el misterio de las letras no tiene nada de modesto; Borges tiene la costumbre de mitigar o enmascarar la radicalidad de sus ideas, pero no es modesto al afirmar que las diversas versiones traducidas de La Ilíada son principalmente “un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis”.

Borges hace detonar la granítica idea de la primacía del original sobre las versiones traducidas. No se inhibe para sostener que ninguna obra literaria se puede anclar a su presunto autor original ni tampoco a su lenguaje. “De Homero […] ignoramos infinitamente los énfasis”, dice, y además observa que ciertos aspectos del griego, como los conocidos epítetos, pueden funcionar de manera tan arbitraria (y tan vacua de sentido) como las preposiciones del castellano.

Para Borges, traducir con la libertad que todo buen texto exige no es una operación distinta a la de escribirlo. Escribir es traducir, traducir es escribir. No se trata de un juego de espejos sino de un principio fundamental de toda escritura. La traducción, libre del sometimiento al original, adquiere vida propia; no hay originales sino versiones, formas de escribir y reescribir, de leer y releer, de traducir y retraducir, y estas se vuelven indistinguibles entre sí, y por lo tanto imposibles de ordenar jerárquicamente en el largo acontecer del tiempo. Los clásicos son nuestros y los estamos reinventando constantemente. Parafraseando a un prócer: la literatura es nuestra y la hacen los que leen, los que traducen, los que escriben. Es la “obra invisible” a la que se refiere magistralmente el crítico peruano Efraín Kristal en su estudio sobre Borges y la traducción.

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En El curso que hice al revés, Ignacio Álvarez cuenta que existe una traducción de Moby Dick al macedonio, el lenguaje de un país que no tiene mar ni ballenas ni balleneros. Esto no fue obstáculo para que un profesor universitario llamado Ognen Čemenski sacara una versión de la novela de Melville en su “lengua de rulo”.

¿Cómo lo hizo?

Para representar la jerga náutica norteamericana del siglo XIX, Čemenski recurrió al léxico de los pescadores lacustres de su país. Para representar el habla de los tripulantes del ballenero Pequod, recicló antiguas versiones de Shakespeare en macedonio. A Borges no le hubiera extrañado este sampleo literario; más aún, hubiera celebrado la audacia de Čemenski al demostrar que para traducir a Melville no se requiere haber visto ni de lejos una ballena ni replicar el inglés de los isleños de Nantucket. Impostar la lengua también es una forma legítima de escritura; las lenguas impostadas también son literatura, siempre lo han sido.

Para Borges, traducir con la libertad que todo buen texto exige no es una operación distinta a la de escribirlo. Escribir es traducir, traducir es escribir. No se trata de un juego de espejos sino de un principio fundamental de toda escritura. La traducción, libre del sometimiento al original, adquiere vida propia; no hay originales sino versiones, formas de escribir y reescribir, de leer y releer.

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Chile tiene una épica impostada, La Araucana, un poema de calidad irregular —con perdón— que muy poca gente lee más allá de las primeras estrofas o de los momentos estelares copy-pasteados a los libros de texto u otras formas de la farándula educacional. Tiene una anomalía: parece ser un poema épico sin héroe, lo que ha dado pie a interpretaciones enclenques pero efectivas, como la que dice que La Araucana tiene un héroe colectivo y que “araucanos” y españoles se van turnando el protagonismo. A partir de la carencia o la ausencia, se inventa una virtud: este gesto de fantasía es un dispositivo recurrente en el discurso de la nación chilena. Alquimistas de los símbolos, para disfrazar cualquier derrota, le cambiamos el signo y la convertimos en victoria.

Épica impostada, épica impostora: La Araucana, inscrita en un contexto de colonización y formación imperial, es una especie de Eneida sin Roma, enmarcada en una geografía inhóspita y terremoteada. La Araucana también puede ser leída como una Ilíada sin Aquiles, situada en una Troya movediza en la que piños de contrincantes combaten en como en un círculo vicioso, propinándose golpes alevosos, igualados en contumacia, alternándose en derrotas y victorias ad infinitum, como en las sagas de superhéroes y sus inalterables némesis.

El esfuerzo sostenido por convertir La Araucana en un documento cuasi-testimonial e instalarlo en el grado cero de la identidad nacional sugeriría que Chile es un país poco dado o francamente inepto para comprender su propia historia. ¿Qué hubiera pasado si en vez de un Virgilio/Ercilla preocupado de glorificar el imperio romano/español hubiéramos tenido de figura tutelar al fantasmagórico Homero, capaz de ir más allá del tedioso angst colonizador y pechoño del señorito poeta-soldado? ¿Qué hubiera pasado si tuviéramos como referente fundacional a un autor capaz de meterse en temas como el fracaso repetido, el batallar inútil contra el destino, el anhelo imposible, la indiferencia sempiterna de la naturaleza, la burla veleidosa de los dioses? ¿Qué pasaría si nos leyéramos o imagináramos en clave de Odiseo y no de Eneas? ¿Cómo sería un Lautaro homérico? ¿Un Allende homérico, un Allende sin la sombra de Caupolicán, sin la impronta del acorralado manco Galvarino? ¿Qué pasaría con Fresia y con Guacolda ante los hologramas de Penélope o de Circe? ¿Ante Calipso? ¿Qué haríamos de Telémaco, de su furia y su impotencia de hijo abandonado en aras del proyecto paterno? ¿O de Argos, estragado por los años, con su fidelidad perruna?

La Odisea es una historia de navegaciones y retornos imposibles, de rebeldía tenaz frente a los pesares infranqueables y los dilemas insolubles de la vida. Es una historia sobre el deseo, sobre la curiosidad irreprimible, sobre el inútil empecinamiento humano, sobre el fracaso y la pérdida.

En literatura, nada nunca es demasiado tarde. Imaginémonos que Homero nos interpela como individuos y como ciudadanos en estos momentos de quiebre e incertidumbre: ¿cómo será su voz traducida de ese modo? Podría decirse que trasladar La Odisea al idioma de un país reseco y obnubilado como el nuestro, se asemeja a traducir Moby Dick al macedonio. A pesar de tanta costa y tanto mar, Chile no es tan distinto a Macedonia: nuestra literatura, con pocas excepciones, está escrita de espaldas al mar, nuestros combates se dan en tierra, terra tremens. Nuestros grandes naufragios son de rulo. ¿Cómo será imaginarnos a nado, náufragos que añoran poner pie en tierra desde la altura de una ola? ¿Cómo se vería la isla Chile pensada como Ítaca?

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En abril de 2023, The New York Review of Books publicó un fragmento de la reciente traducción de La Odisea hecha por Daniel Mendelsohn: Odysseus Saved from the Sea, donde se narra un episodio del Libro V del poema homérico. A partir de un fragmento, Mendelsohn logra crear un poema completo en sí mismo, aspiración que me impongo como deber al momento de traducirlo. Mi versión homérica no es fiel al original-original, porque ignoro el griego clásico; la de Mendelsohn seguramente lo sigue más de cerca, pero mi intento solo aspira a emular la claridad de esta reciente versión en inglés. Las omisiones y los énfasis son responsabilidad mía y de la larga cadena de traductores anteriores. And so it goes, como diría Kurt Vonnegut.

¿Qué hubiera pasado si tuviéramos como referente fundacional a un autor capaz de meterse en temas como el fracaso repetido, el batallar inútil contra el destino, el anhelo imposible, la indiferencia sempiterna de la naturaleza, la burla veleidosa de los dioses? ¿Qué pasaría si nos leyéramos o imagináramos en clave de Odiseo y no de Eneas?

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Odiseo rescatado de la mar

Y pasó dos noches y dos días en las olas,
y de frente su corazón miró el desastre,
pero cuando la aurora de las hermosas trenzas
trajo al mundo el tercer día, amainó el viento,
dejando tras de sí la más clara y suave calma;
y entonces, desde lo más alto de una ola,
Odiseo avistó tierra y unos bosques a lo lejos.
Como el hijo de un padre muy enfermo
se alegra al ver una leve señal de mejoría
(y luego —dicha inmensa— entiende
que por fin los dioses lo liberan de su mal),
así se alegró Odiseo al divisar
esa costa lejana y esos árboles.

Se echó a nadar con fuerza, ansioso de pisar terreno firme.

Pero cuando estuvo a un grito de distancia de la orilla,
sintió el estruendo de la mar golpeando el arrecife.
Las grandes olas se estrellaban en las rocas,
tronando con un ruido aterrador,
todo espumaba en el hervor agitado de esas aguas,
no había ensenadas, no había abrigo alguno,
no había nada más que salientes y arrecifes,
roqueríos y escarpas cubiertas de alba espuma.

Entonces, las rodillas de Odiseo se aflojaron
y dentro de él tembló su corazón.

¡Ah! Cuando ya perdía la esperanza,
dios me dejó vislumbrar de nuevo tierra,
y así avancé desde lo hondo, brazada tras brazada,
pero veo que no hay modo de eludir
estas aguas grises y salobres
que golpean la dura roca del acantilado:
en su entorno todo el oleaje brama, su faz agreste
surge vertical desde las profundas aguas de su orilla,
y no veo dónde afirmar el pie para escaparme del desastre.
Si me acerco, vendrá un gran tumbo a lanzarme
contra las rocas afiladas, sin que de nada valgan mis esfuerzos.
Y si sigo nadando en busca de un espacio,
de una apertura en que las olas no rompan tan de frente
o de algún otro resguardo de la mar, me da terror imaginar
que la resaca me arrastrará otra vez,
lanzándome de vuelta a la mar llena de peces.
¿Y si entonces, más encima, a algún dios se le ocurre azuzar
sobre mí un monstruo, uno de los tantos
que se engendran en las profundidades?
(Porque ya sé cuánto me odia
el que hace estremecer la Tierra con las olas)”.

Mientras todo esto pesaba en su corazón,
una corriente enorme lo aventó contra las rocas.

La piel se le hubiera rasgado en jirones,
sus huesos se hubieran destrozado
si la diosa de los ojos de lechuza
no hubiera puesto esta idea en su cabeza:
dejarse llevar hacia el rostro de la roca,
y aferrarse a ella para aguantar así el embate.
Por un momento, Odiseo logró asirse, pero la ola volvió con un rugido,
volcándose sobre él,
lo aplastó con todo el peso de sus aguas
y lo arrojó de nuevo mar adentro.

Si se descuaja un pulpo de su cueva
se verá la densa masa de guijarros
que agarra desesperadamente en sus ventosas:
así, arrancada de las duras manos de Odiseo,
quedó su piel, jirones en el cuchillo de esas rocas.

La gran ola lo envolvió de nuevo por completo.

Hubiera muerto entonces, desdichado, (ese no era su destino)
si la diosa de los ojos luminosos no le hubiera sugerido otra salida:
se abrió paso entre las aguas, nadando de costado frente al risco, y avanzó,
orillando las rompientes, a la espera de encontrar alguna entrada
en que los tumbos golpearan de costado, algún refugio de la mar y su oleaje.

Así siguió nadando hasta llegar a la boca de un manso y bello río.

El lugar le pareció perfecto: no había roqueríos y estaba a resguardo de los vientos.
Al verlo fluir, se preguntó qué río era y, desde el fondo de su alma, Odiseo así le habló:

No sé quién eres, pero como a tantos otros inmortales
te ruego que me escuches: vengo del mar, huyendo de su dios y sus maltratos.
Hasta los dioses como tú debieran respetar la súplica
de un hombre errante y desvalido (así llego ahora a tu corriente)
que se presenta ante ti después de soportar tantos trabajos.
Apiádate de mí, yo te lo imploro”.

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