Por una lengua sublevada

¿De qué se tratan los libros de Herta Müller? Difícil pregunta. O quizá la pregunta sea inapropiada e incluso normativa —plantea la autora de este ensayo—, en tanto obliga a relevar una sucesión de acontecimientos como lo central y lo definitorio. Algo así como preguntarle a una persona no binaria si acaso es hombre o mujer. O intentar definir como ensayo o novela El nervio óptico de María Gainza o Los argonautas de Maggie Nelson. A propósito de la ganadora del Premio Nobel, Trabucco dice: “Si pudiera resumir sus tramas, si la trama contuviera al libro, entonces pulverizaría su literatura. Y es que la escritura extranjera de Müller hace temblar la trama y el género (…). Lo violenta. Lo doblega. Lo corta. Lo pega. Lo rompe. Lo rearma. No hay diferencia entre forma y fondo, entre fuera y dentro, oración y verso, realidad y metáfora”.

por Alia Trabucco Zerán I 6 Enero 2022

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Al otro lado de la ventana ya ha florecido el jacarandá del pasaje Barros Borgoño. Miro distraída esas bocas púrpuras, agó­nicas, cuando Sofía me interrumpe para entregarme un libro. “Creo que te puede gustar”, dice, y me pasa En tierras bajas, de Herta Müller. Sofía es mi psicóloga y yo la miro algo perpleja. ¿Creerá que la literatura me puede servir de antídoto? ¿Antídoto contra qué? ¿Qué remedio podrían ofrecer esas páginas? Me guardo mis resquemores, le agradezco y me despido con el libro bajo el brazo. Unos minutos después, en el túnel del metro, abro un relato al azar. Se llama “El baño suabo”. El relato tiene tres páginas. Una familia se baña por turnos en el agua cada vez más sucia de una tina. Esa es la historia, esa es su trama. Padre, madre, abuelo, abuela, niño; todos se bañan en el agua cada vez más fría y más gris. Cuando lo termino, lo empiezo de nuevo. Luego, una tercera vez. Al alzar la vista me doy cuenta de que me he pasado de estación y otra vez me he perdido una clase de derecho.

Aunque esa es la historia que cuenta Müller —la sucesión de cuerpos desnudos que se sumergen en el agua—, esa trama es secundaria. Ni el agua sucia ni la blanca tina podrían dar cuenta de lo que no está. De qué se trata el libro se vuelve en este caso una pregunta incómoda, escurridiza, algo que se repite en toda la obra de Herta Müller y en la gran mayoría de mis libros más queridos. Ante esa pregunta común y corriente, obligatoria en las contratapas, forzosa para mí en más de una ocasión, rara vez sé qué contestar y por eso recurro a la repetición de un puñado de frases hechas: sobre el padre, sobre la madre, sobre el duelo, sobre la violencia. Frases genéricas para eludir la pregunta y así decir lo menos posible.

Y es que los libros que más me han impactado, los que me han causado mayor conmoción, no se tratan de algo. O acaso de qué se tratan es una pregunta inapropiada e incluso normativa, en tanto obliga a relevar una sucesión de acontecimientos como lo central, lo definitorio, cuando no lo es. Algo así como preguntarle a una persona no binaria si acaso es hombre o mujer. O intentar definir como ensayo o novela Los errantes de Olga Tokarczuk, o El nervio óptico de María Gainza, o Los argonautas de Maggie Nelson. El problema en esos casos es la pregunta y sus categorías. Y “de qué se trata el libro” puede convertirse en ese tipo de pregunta.

Con el tiempo, sin embargo, reparé en que no solo la pregunta era el problema. Con demasiada frecuencia yo misma olvidaba las tramas. Lo leído y lo imaginado parecían fundirse y cuando intentaba releer lo recordado, casi nunca hallaba la página que buscaba, porque esa página no existía. Durante un tiempo lo atribuí a una incapacidad de diferenciar realidad y ficción. Luego concluí que padecía de algún síndrome de memoria selectiva, que ahuyentaba tramas y personajes para grabar, en su lugar, alguna frase que brillaba: “Escribo para olvidar, esto es un hecho”, ese maravilloso inicio de Patas de perro, de Carlos Droguett. O “La jaula se ha vuelto pájaro, señor, qué haré con el miedo”, de la poeta Alejandra Pizarnik.

Cuando leo a Herta Müller me sorprendo, una y otra vez, en el gesto de alzar la cabeza, como si cerrara los ojos pero mis párpados continuaran abiertos. Esos nuevos ojos, entonces, recorren un paraje también nuevo, donde todas las palabras existen sin orden, sin objetos para nombrar, en una simultaneidad muy cercana al mutismo.

Años después, ya resignada a mi síndrome de lectora distraída, me topé con un ensayo de Roland Barthes. “¿Nunca les ha pasado, al leer un libro, interrumpir sin cesar la lectura, no por desinterés, sino al contrario, por una afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les ha pasado —interroga Barthes— leer levantando la cabeza?”. Levanté la cabeza del libro de Barthes y observé el vagón del tren en el que viajaba. Afuera, un cielo cada vez más negro devoraba el recuadro de la ventana. Recordé el sinfín de lecturas interrumpidas por esa misma excitación. Todo mezclado en un caos de imágenes y palabras, de pensamiento e imaginación, de la realidad que me rodeaba y la ficción en la que me hundía. Mi lectura de Carlos Droguett, de António Lobo Antunes, de Hilda Hilst, de Sara Gallardo, de Max Blecher, de Christa Wolf, de William Faulkner, de Clarice Lispector, de Raduan Nassar, de Maggie Nelson, y de tantas y tantos más.

Müller, siempre precisa, llama a este fenómeno desbocarse. “Cuando tengo que explicar por qué un libro es enjundioso y otro plano”, dice, “solo puedo remitir a la densidad de los pasajes que llevan a la cabeza a desbocarse, que de inmediato arrastran mis pensamientos allí donde no pueden existir palabras”. Eso es desbocarse para Müller. Perder la boca. Perder la lengua. Acaso la más radical desposesión.

Herta Müller fue convertida en extranjera en su país. Forzada en la Rumania de Ceausescu a enmudecer su alemán natal y a aprender el obligatorio rumano. En su ensayo “Cada lengua tiene sus propios ojos”, rememora ese mutismo al que se vio sometida y el instante en que el mundo que conocía apareció en ambas lenguas a la vez. “Hablaba lo menos posible”, confiesa Müller. “Y luego, pasado medio año, me vino casi todo de golpe, como si ya no tuviera que hacer nada, como si las aceras, las ventanillas, (…) los tranvías, todos los objetos de las tiendas hubieran aprendido el idioma para mí”. Tal vez ese fue el momento en que se volvió para siempre extranjera. No solo ella, en realidad, sino también su escritura. Una escritura pausada, extremadamente pulida, a veces extraña en su urdimbre, y acaso por eso extranjera, a contrapelo de estos tiempos de demasiado vértigo y demasiada nación.

Cuando leo a Herta Müller me sorprendo, una y otra vez, en el gesto de alzar la cabeza, como si cerrara los ojos pero mis párpados continuaran abiertos. Esos nuevos ojos, entonces, recorren un paraje también nuevo, donde todas las palabras existen sin orden, sin objetos para nombrar, en una simultaneidad muy cercana al mutismo. Luego, cuando vuelvo a la página, siempre debo releer. Porque sin querer me he pasado varias hojas de ciega lectura. Nunca sé cuánto tiempo transcurre en ese instante en que no estoy leyendo ni tampoco he vuelto a la realidad. Mi lectura rompe la sucesión lineal, introduce “un tiempo que no sigue el compás”, en palabras de Gaston Bachelard, sin principio ni fin, sin contornos. Ese no tiempo, ese entrar y salir, ralentiza la experiencia de lectura, invita a una inusual lentitud y, en ocasiones, a un incómodo aburrimiento. Recuerdo bostezar con La piel del zorro, pasar hoja tras hoja de monotonía y despertar de golpe con esta frase: “Todo hombre tiene una brasa en la boca, por eso hay que mirarle la lengua a todo el mundo”. ¿Qué se le pregunta a un libro como este? ¿De qué se trata? ¿Qué cuento cuenta?

Recuerdo bostezar con La piel del zorro, pasar hoja tras hoja de monotonía y despertar de golpe con esta frase: ‘Todo hombre tiene una brasa en la boca, por eso hay que mirarle la lengua a todo el mundo’. ¿Qué se le pregunta a un libro como este? ¿De qué se trata? ¿Qué cuento cuenta?

Ese instante desbocado me ocurre no solo con su ficción sino también con sus ensayos, porque el género, por cierto, no tiene importancia. El criterio de calidad es el mismo, dice Müller, refiriéndose a la prosa y a la poesía: “La cabeza se me desboca sin palabras o no”. Y agrega: “Toda buena frase desemboca en la cabeza en un lugar donde aquello que desencadena habla consigo mismo de una forma que no es verbal. Y cuando digo que los libros me cambiaron fue por ese motivo. Y, aunque se afirme lo contrario, en este sentido no hay diferencia alguna entre poesía y prosa. La prosa puede mostrar la misma densidad, aunque tenga que conseguirla con otros mecanismos, porque lo hace a larga distancia”.

“A larga distancia”, escribe Müller y yo subrayo sus palabras sin ser capaz de capturarlas del todo. Pienso en las dimensiones de un desierto. Pienso en si el agua transforma su sentido tras cruzar ese desierto. Resumir, anoto, es reducir, excluir; es simplificar. Si pudiera resumir sus tramas, si la trama contuviera al libro, entonces pulverizaría su literatura. Y es que la escritura extranjera de Müller hace temblar la trama y el género, dice algo y al mismo tiempo, diluyendo la dicotomía de Mario Montalbetti, le hace algo al lenguaje. Lo destruye, como los collages con los que compone sus poemas. Lo violenta. Lo doblega. Lo corta. Lo pega. Lo rompe. Lo rearma. No hay diferencia entre forma y fondo, entre fuera y dentro, oración y verso, realidad y metáfora. Sus metáforas, de hecho, suelen desplazar la realidad. “La mitad de lo que la frase provoca al leerla no está formulado”, advierte Müller. “Esa mitad no formulada hace posible que la cabeza se desboque”.

Hace un par de años la fui a ver a una lectura. Llevaba unos zapatos muy negros y lustrados, el pelo negro y lustrado como sus zapatos, los labios intensamente rojos. Habló de la belleza, en esa ocasión. De cómo le hería los ojos la fealdad. No la fealdad metafórica, sino los objetos feos. Los zapatos feos. Los feos edificios. También se refirió a los trabajos forzados y a su padre nazi. “Ante la brutalidad —afirma Müller—, toda belleza pierde su sentido propio, revierte en lo contrario, se vuelve obscena”. Acaso por eso cuando Müller se ve enfrentada a la violencia, al abuso, a la censura, su trama y su lenguaje se sublevan. Nunca es el hambre insufrible y crispada, no es el hambre que humilla, es el ángel del hambre el que aparece en Todo lo que tengo lo llevo conmigo, donde Müller escribe sobre la experiencia en los campos de trabajo forzado de su amigo el poeta Oskar Pastior.

Extraer la belleza de la violencia, anoté en aquella charla. Pero no para negarla, tampoco para sublimarla. No como un imperativo ético ni como acto político. “Cuando se desmoronan todos los pilares de la vida, también se caen las palabras”, escribe Müller. “Porque todas las dictaduras, de derechas o izquierdas, ateas o religiosas, ponen la lengua a su servicio”. Escribir, entonces, para habitar la extranjería y no caer al servicio de la lengua secuestrada. Para tener, al alcance de la mano, esa lengua impropia y libre. Una lengua que hace del libro una máquina del tiempo, que lo detiene, lo trastoca, y fuerza a alzar la cabeza en el total desconcierto. Entonces, con la cabeza alzada, constatar que en su lectura me he ido muy lejos, que ya no estoy ni aquí ni allá, ni en la realidad ni en la ficción, ni viva ni tampoco muerta. Fugada, tal vez; ida, a lo mejor. O yéndome, eso es: yéndome por esa trama elusiva, irreductible, de desbocada y justa belleza.

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