La poeta canadiense, admiradora de María Luisa Bombal y auténtico nexo con la cultura clásica de Grecia, será la principal invitada al festival literario Filba, que se realiza en Santiago la próxima semana en la Universidad Diego Portales. Su obra es un permanente diálogo entre el intelecto y la emoción, entre sus lecturas –Tolstói, Ajmátova, Safo– y la sensualidad entendida como aquello que provoca atracción. Mejor, que despierta.
por Milagros Abalo I 11 Octubre 2018
La voz de Anne Carson (1950) se abre camino con fragmentos desprendidos de otros textos: escenas de teatro, guiones, mitos antiguos, pedazos de biografías, memorias, sueños que reelaborados dialogan en el devenir de su escritura, donde todo convive de manera orgánica. Una voz desbordante de imaginación y lucidez va arando minuciosamente las líneas de sus textos. Quizás esto podría decirse de otros autores, de otras escrituras, pero en el caso de esta poeta y ensayista canadiense, oriunda de Toronto, constituye la fuente principal de la cual se nutre toda su obra. Cruces de textos en el tiempo que crean su propio tiempo del que a su vez huyen, huyen pues no procuran ser el tiempo de una verdad. Pues no es función de la poesía encontrarla sino más bien mirarla de soslayo y hacer preguntas.
La poesía aquí está forjada como ensayo, como el proceso de un pensamiento que transita de lo culto a lo cotidiano, pensamiento de tiempos anteriores y de tiempos presentes que se espejean. Más importante que el desenlace parece ser la estela que va dejando en el camino este movimiento al que asistimos en cada página. De ahí que sus poemas estén sembrados de preguntas, preguntas triviales que van desde “¿Qué hay de comida?” a otras como “¿Es esta una vocación por la rabia?”. Tal como señalara Anne Carson en una entrevista reciente: “Las preguntas le permiten a la mente que se mueva. Las respuestas le indican que se detenga”. No pretende ofrecer conclusiones sino más bien abrirse a un diálogo cristalizado, del que por lo demás hace uso frecuente en muchos de sus poemas: por su sentido teatral, pero sobre todo por la dimensión filosófica que este ofrece.
No se trata en todo caso de la abstracción de un pensamiento, sino de aquel que remite a momentos concretos de la existencia. Como si de cada momento emergiera un pensamiento que lo hace existir, como si cada momento reclamara la necesidad de ser pensado, de ser escrito. Y ese destello filosófico aquí está plagado de voces, de escenas; narrado por así decirlo. Anne Carson conduce con destreza su mente y en esa corriente de lenguaje y pensamiento confluyen todos los sentidos, lo que llena de sensualidad a su obra. Sensualidad entendida como aquello que provoca atracción, que despierta. El eros, del que tan agudamente se ocupara en su ensayo llamado justamente Eros, cruza rápido sus páginas, ferviente, corrosivo, como el deseo y la furia de los amantes.
La lectura de su obra por lo tanto es una experiencia intelectual y emocional –con diferencias en cada libro– muy intensa. También porque las formas que en la página toma dicho pensamiento van cambiando, se van ajustando de alguna manera al movimiento que lo ve nacer. La materialización en sus páginas no es sino la revelación formal de ese contenido, su rastro. “La ficción da forma a lo que se derrama en nosotros”, dijo Keats, y lo reescribió en una de sus páginas Anne Carson, quien entiende muy bien que escritura y lectura son hermanas de sangre, hermanas que exigen un diálogo vivo en la página. Por eso la escritura se lleva a cabo en muchos de sus libros como un ejercicio de resurrección de lo leído. Resucita a la Ajmátova en las puertas de Leningrado o en su lecho de muerte, rodeada de mujeres iguales a víboras; resucita a Tolstói repartiendo pan a los hambrientos, a la mujer de Tolstói pasando en limpio, a Freud, a Safo, a Homero, a Emily Brönte, a Catulo, a San Agustín, a Platón, versos de Ashbery, cuadros de Hopper o visiones de seres deshaciéndose en sus visiones, sueños, muchos sueños enlazados a las voces de Simone Weil o Virginia Woolf.
El espíritu de las obras y de las vidas de todos estos autores aparece en sus páginas reescrito, y no por alarde, sino porque su palabra necesita de esas otras voces, de esas otras antiguas palabras para existir y proyectarse. A algo parecido se refiere Germán Carrasco cuando dice que escribir es un ejercicio de “saqueo y resurrección”.
La conferencia de Anne Carson, “Albertine, rutina de ejercicios”, será el 16 de octubre a las 11:30 horas en el Auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.
En filba.org.ar/ puedes encontrar el programa de actividades del festival con sede en Santiago.
Sedes: Biblioteca Nicanor Parra (Vergara 324) y Facultad de Comunicación y Letras (Vergara 240) de la UDP.
El acceso a las actividades es libre y gratuito hasta colmar la capacidad de las salas.
Anne Carson, la profesora de lenguas clásicas, ensaya versiones de la misma historia, de otras historias, pues escribir –parece decir– es también un acto de reconocimiento, y justamente en el reconocimiento se origina la resurrección de aquellas lecturas que la han nutrido. Las partes son tan importantes como el todo, y cada uno de estos autores se constituye para ella como una parte de su propia voz. De más está decir que cada poema, cada prosa incluida en sus libros se alza como una unidad suficientemente cerrada como para existir de manera independiente, y a la vez formar parte de la totalidad a la que pertenece.
Susan Sontag, quien creía que escribir era practicar con singular intensidad y atención el arte de la lectura, dijo sobre Carson que era una escritora atrevida e inquietante. Quizás porque además de establecer un diálogo con la tradición allegándola a su propio cauce, la forma que tiene de hacerlo es particularmente original, entendiendo el concepto original como “una forma que no es de este mundo”. O como dijo Homero, “una forma saltando hacia la noche”.
Carson logra desprenderse de las ideas fijas sobre la poesía y en ese gesto inserta lo que considera necesario en la estructura de imágenes y pensamientos que son sus libros. Quiebra las convenciones, pone en juego, como en Decreación, ese libro arquitectónico, quizás uno de los más radicales de cuantos ha escrito y que es un buen reflejo para entender el movimiento que está en el origen de su escritura. La poeta diluye al yo por medio de las formas, de las voces por las que se va moviendo camaleónica. Deshace lo que ha sido creado para volver a crearlo. Desestabiliza la norma, principio básico de toda verdadera creación. Y bajo este prisma echa mano a citas como quien quiere desmoronar las impresiones que el lector va haciéndose, usa citas como armas, como dice que dijo Walter Benjamin en Decreación: “Las citas de mis escritos son como los asaltantes en el camino que atacan armados y alivian al ocioso transeúnte de sus convicciones”.
En este sentido es que el brillante trabajo de traducción que Anne Carson ha llevado a cabo, principalmente de los clásicos griegos, ha marcado la raíz de su escritura. Ya que la traducción obliga al desplazamiento, a entrar en el revés de lo que se lee, de lo que ha sido escrito, a pensar en cómo otros lo escribieron y a partir de eso volver a crear, decrear, recrear, reelaborar, volver a escribir lo que antes fue escrito, entendiendo la traducción como algo vivo y no como el traspaso literal de palabras. Para eso está Google. Anne Carson se transfigura en otros sin perder de vista el propio yo. Tiene la capacidad de estar ausente y presente a la vez. “Una persona tiene que moverse hacia atrás todo el tiempo”, dice en una de las escenas del libro Decreación. Todo aquí es volver atrás, evocar, pero la gracia es que este gesto siempre está condicionado por su propio torrente sanguíneo, pues tiene la capacidad de anclar en la experiencia de un presente lo que ha hecho regresar del pasado. Remonta escenas, pero tiene la capacidad de ir desprendiéndose de ellas para insertar su propia mirada.
En el origen de los versos de Anne Carson está el impulso de la prosa, pero cuando quieren se desenganchan con su propio cuerpo de verso, su propia cabeza de verso para iluminar un pensamiento. Carson escribe iluminando las piezas de una casa: “Una herida arroja luz propia, / dicen los cirujanos. / Si todas las luces de la casa estuvieran apagadas / podrías adornar esta herida / con su brillo”. Seres que observan todo lo que está al alcance de su mirada y más allá, y es la observación de esas pequeñas acciones cotidianas las que condensan un callado dolor, pero son proyectadas sin dramatismo, con antigua elegancia toma un par de imágenes, de escenas, de voces que une en el hilo invisible de su escritura a la que va sumando detalles que configuran en el lector distintas atmósferas, como la lúgubre de Cumbres borrascosas recreada en Ensayo de cristal.
La belleza del marido (Lumen, 2005)
Hombres en sus horas libres (Pre-Textos, 2007)
Decreación (Vaso Roto, 2014)
Eros (Fiordo, 2015)
Albertine (Vaso Roto, 2015)
El ensayo de Cristal (Cuadro de Tiza, 2015)
Red-Doc (Lom, 2018)
Carson deja ser al poema. Hace que emerja lo que tiene que emerger. Sin cargar la mata. Todo lo conduce con distancia pero nunca sin emoción, pues entiende que la inteligencia es emoción. Avanza con sus versos como si hubiera algo atrás persiguiendo al hablante, algo que la termina alcanzando. Es la zozobra el arco emocional que atraviesa gran parte de sus libros: Ensayo de cristal, Hombres en sus horas libres o La belleza del marido. Como si todo ese intento por desprenderse de esa mezcla de temor y tristeza solo confirmara que el punto de salida y de llegada es siempre el mismo. No se puede arrancar de la zozobra y todo lo que sucede entremedio es una estación necesaria después de la cual se mira con mayor intensidad aquello que se había dejado de mirar un momento para que entrara el aire. De ahí que los cierres de sus poemas sean en general un golpe seco, que termina por desmoronarlo todo.
La forma que toma la zozobra en la mayoría de sus libros es la de una mujer. Los contornos de una mujer. Una mujer a punto de hundirse aunque nunca se hunda o lo haga en un estoico silencio. Otra mujer con espinas incrustadas en la frente haciendo el intento por sacárselas sin poder lograrlo. Una mujer apresada por sus propias conductas. Otra roída por la tristeza. Una que espera y observa, observa y espera, y en ese refugio se le va la vida. Otra mujer asediada por sus rincones mentales y emocionales, y por una madre que todo lo advierte: “La voz de mi madre me atraviesa, / desde el cuarto contiguo, donde descansa en el sofá”. Una mujer desarticulada por la belleza del marido, capturada como un ciervo encandilado en plena carretera, porque la zozobra se funde siempre con el deseo. La misma mujer temiendo el peligro sin poder detenerlo.
La belleza es un peligro, un espiral de melancólica perdición. Porque ese, parece decir Carson y otros en voz de ella, es el único camino de la belleza, de toda creación de belleza. Un camino donde lo que permanece es el dolor y no la belleza, aunque escribir sea finalmente un intento por retenerla. Y entre tanto siguen apareciendo en la voz de una mujer las voces de otras mujeres en la locura secreta del matrimonio y sus diálogos beckettianos, como los de Abelardo y Eloísa que giran en círculos hasta callarse. No hay discurso, solo la transparente proyección de instantes en los que resume y rezuma una vida: “Contar una historia sin contarla”; “Pintar con ideas y con hechos”. Y esos montajes que hace de la cotidianidad del amor, de los amantes, de las mentiras, de los abandonos, de los celos, de las preguntas que rondan sin respuesta, son ofrecidos otras veces con un milagroso sentido del humor, como la picardía que pellizca en la rutina de ejercicios que hace con la Albertine de Marcel Proust.
Mientras tanto: “La nieve se arremolina, cae y lo cubre todo”. Cae la nieve como una capucha blanca sobre las cosas. Y Anne Carson la mira. La pisa oblicuamente. Toma nota. La escribe e inserta a sus voces-personajes en esos páramos de hielo. Páramos de lo cotidiano. Páramos del desamor. Y son en muchos casos las descripciones del paisaje lo que revela al alma que habita en ellos, rasgo que trae a la memoria el trabajo de la Bombal, de quien Anne Carson se declara admiradora.
La nieve sigue cayendo sobre sus páginas, al igual que el silencio. Hay palabras que no se pueden traducir, escribe en su brillante ensayo sobre la traducción (Variaciones sobre el derecho a guardar silencio), y sin embargo ese silencio es tan importante como las palabras que sí se han dicho. Aquellas mudas palabras son, parafraseando a Anne Carson, las que no pretenden ser traducidas, las que se detienen al interior de su propia claridad para hacernos ver algo para lo que aún no tenemos ojos, un brillo tal vez emerge: “Él se imagina la mente moviéndose sobre una superficie plana / de lenguaje ordinario / cuando de pronto / esta superficie se rompe o se complica. / Lo inesperado emerge” (“Hombres en sus horas libres”). Estos versos bien podrían ensayar una definición para su poesía.