¿Quién te crees que eres?

Esta pregunta, que es el título de un libro de Alice Munro, fue la misma que Joyce Carol Oates se iba haciendo al leer los libros de la autora canadiense, fallecida en mayo de 2024, a los 92 años. Reproducimos el texto que Oates escribió para The New York Review of Books a propósito de la publicación del libro Demasiada felicidad, que es donde también ensaya una posible respuesta: Munro, con su voz directa, reflexiva y ante todo natural, con sus cuentos que parecen en realidad novelas condensadas, sería la mayor heredera del realismo lírico de Chéjov y Joyce. A ella no le atraía “la ficción tensa, cruda y basada en diálogos de Hemingway”, al igual que todo lo que oliera a experimentalidad.

por Joyce Carol Oates I 9 Enero 2025

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De los escritores que han hecho del cuento su oficio y cuya obra acumulada ha constituido mundos ficticios enteros —William Trevor, Edna O’Brien, Peter Taylor, Eudora Welty y Flannery O’Connor son los que de manera más destacada me vienen a la mente—, Alice Munro es la más consistente en estilo, forma, contenido, visión. Desde el principio, en colecciones tan acertadamente tituladas como Danza de las sombras (1968) y Las vidas de las mujeres (1971), Munro exhibió un notable don para transformar lo aparentemente simple —“anecdótico”— en arte. Tal como los escritores de cuentos que he mencionado, Munro se concentró en las vidas provincianas, incluso campestres, en relatos de tragicomedia doméstica que parecían abrirse, como por un acto de magia, a dimensiones más amplias, más profundas y más vastas: “De modo que mi padre conduce y mi hermano mira la carretera en busca de conejos, y yo siento que la vida de mi padre se escapa de nuestro coche mientras cae la tarde, oscura y extraña, como un paisaje sobre el que pesara un hechizo, y que mientras lo miras parece amable, corriente y familiar, pero apenas te das la vuelta se transforma en algo que nunca conocerás, con toda clase de inclemencias y distancias que no alcanzas a imaginar”, leemos en el cuento “El vaquero de la Walker Brothers”, de Danza de las sombras.

Aunque Munro ha ambientado historias en otros lugares —Toronto, Vancouver, Edimburgo y el valle de Ettrick en Escocia; incluso, en el volumen Demasiada felicidad, en Rusia y Escandinavia— su entorno favorito es el rural, de pueblo pequeño, el suroeste de Ontario. Esta región de Canadá, poblada por presbiterianos escoceses, congregacionalistas y metodistas del norte de Inglaterra, se ha caracterizado por la frugalidad, principios rígidamente “morales” y una piedad cristiana del tipo más severo y juzgador; un protestantismo estricto que ha inspirado lo que se ha llamado “gótico del sur de Ontario”, una categoría heterogénea de escritores que incluye a Robertson Davies, Marian Engel, Jane Urquhart, Margaret Atwood y Barbara Gowdy, además de Alice Munro.

Como en el sur rural de Estados Unidos, donde el protestantismo ha florecido a partir de raíces muy diferentes, la puritana y xenófoba cultura anglocanadiense arroja todo tipo de “bichos raros” y “ataques” —lesiones en el caparazón de la uniformidad que proporcionan al escritor el más extraordinario material. “El bicho raro”, de Munro, describe las consecuencias de las extrañas cartas amenazadoras que una niña de 14 años escribió a su propia familia; “Ataques” relata lo ocurrido tras un asesinato y suicidio en el seno de la familia de la esposa y madre que descubrió los cadáveres. ¿Cómo explicar semejante tragedia doméstica, ocurrida en la casa de al lado?: “Mira… esto se parece a un terremoto o un volcán. Es como un ataque. A la gente puede darle un ataque, como a la tierra, pero pasa solo muy de vez en cuando. Es un fenómeno anormal” (“Ataques”, El progreso del amor).

Posiblemente no, sugiere Munro. Posiblemente no sea un fenómeno “anormal” en absoluto.

En su decimotercera colección de cuentos, Demasiada felicidad —un título a la vez cortantemente irónico y apasionadamente sincero, como descubrirá el lector—, Munro explora temas, escenarios y situaciones que han llegado a ser familiares en su obra, vistos ahora desde una sorprendente perspectiva del tiempo. Su uso del lenguaje apenas ha cambiado a lo largo de las décadas, ya que su concepto del cuento se mantiene sin cambios. Munro es una descendiente del realismo lírico de Chéjov y Joyce, para quienes la ficción tensa, cruda y basada en diálogos de Hemingway tiene poco interés y la ostentosa altivez literaria de Nabokov es completamente extraña, así como la “experimentación” de cualquier tipo. (Uno se inclina a sospechar que Munro estaría de acuerdo con el rechazo de Flannery O’Connor a la literatura experimental: “Si se ve gracioso en la página, no lo leo”).

La voz de Munro puede parecer engañosamente directa, incluso sin adornos, pero expresa una especie de realismo vernáculo, elíptico y poético, en el que la incesantemente reflexiva, analítica y evaluadora voz parece completamente natural, como si fuera la propia voz del lector: “De lo que [Rose] se avergonzaba… era de haber podido enfatizar demasiado ciertos detalles, caricaturizarlos, cuando siempre había algo más allá, un tono, un matiz, una luz, que se le escapaba y no conseguía plasmar. Y esa sospecha no la rondaba solo al actuar. A veces todo lo que había hecho podía verse como una equivocación… Como buena hija de su tiempo se preguntaba si simplemente había sentido atracción, curiosidad sexual; no creía que fuese eso. Se diría que hay sentimientos que solo se pueden expresar traduciéndolos; que tal vez solo se pueden interpretar traduciéndolos; no hablar y no interpretar es el camino que se debe seguir, porque la traducción es sospechosa. Y peligrosa, también” (“¿Quién te crees que eres?”, del libro del mismo nombre).

Los relatos de ¿Quién te crees que eres? (1979) tienen el tono íntimo y confidente de la ficción autobiográfica, lo que lleva al lector a suponer que la voz de Rose no es distinta de la de Munro. En “Juego de niños”, de Demasiada felicidad, esta voz reaparece apenas alterada, aunque la narradora es mucho mayor que Rose, y su recuerdo del pasado no se ve atenuado por esa suerte de anhelo irónico y melancólico por lo perdido que ha traído a Rose —una mujer “de carrera” viviendo ahora en una gran ciudad— de regreso a su pequeño y sombrío pueblo natal de Hanratty, Ontario. En “Juego de niños”, la narradora emprende una especie completamente diferente de autoexploración o autoincriminación: “Lo que yo intentaba investigar [en un estudio antropológico titulado Idiotas e ídolos] es la actitud de los pueblos de diversas culturas —no me atrevo a usar la palabra “primitivas” para describirlas—, la actitud hacia las personas mental o físicamente excepcionales. Palabras como ‘deficientes’, ‘discapacitadas’ o ‘retrasadas’ habían quedado, por supuesto, relegadas al cubo de la basura, probablemente por una buena razón: no solo porque tales palabras pueden denotar una postura cruel y de superioridad, sino porque no son realmente descriptivas. Esas palabras desdeñan en gran medida lo que estas personas tienen de extraordinario, incluso de imponente, o al menos, de particularmente poderoso. Y lo interesante fue descubrir cierto grado de veneración y persecución, y la atribución, no por completo errónea, de una serie de aptitudes consideradas sagradas, mágicas, peligrosas o valiosas”.

La voz de Munro puede parecer engañosamente directa, incluso sin adornos, pero expresa una especie de realismo vernáculo, elíptico y poético, en el que la incesantemente reflexiva, analítica y evaluadora voz parece completamente natural, como si fuera la propia voz del lector.

El miedo a —la repulsión por— lo que es “imponente” en una niña retrasada del vecindario, a quien la narradora conoció cuando eran niñas, es el tema del relato irónicamente titulado “Juego de niños”. Al comienzo de la historia, el lector está preparado para esperar una mirada nostálgica a la crianza de la narradora en la Iglesia Unida de Canadá en Guelph, Ontario, y sus alrededores, así como su amistad intensamente cercana con una niña llamada Charlene, pero esta expectativa se revela como ingenua: “Charlene y yo nos mirábamos fijamente, sin prestar atención a lo que hacían nuestras manos. Charlene tenía los ojos muy abiertos, jubilosos, y supongo que yo también. No creo que nos sintiéramos malas, triunfantes por nuestra maldad. Era más bien como si estuviéramos haciendo lo que se nos exigía, aunque parezca mentira, como si fuera el cénit, la culminación de nuestra vida, de nuestro ser”.

En este caso, “nuestro ser” es la expresión de la herencia cultural de las niñas: una profunda sospecha hacia las personas que parecen desviarse de la norma, que amenazan el protocolo de la domesticidad estrecha. Las niñas “malvadas” crecen y se convierten, no en adultas “malvadas”, sino, simplemente, en mayores. Se buscará —de forma tardía— la absolución; la otra, la narradora autocondenadora pero parca, una de las inteligentes testigos de Munro, lo elude de manera decidida: “¿No me tentó tanta palabrería? ¿Ni una sola vez? Podría haberme abierto, tener la sensatez de abrirme, al vislumbrar el perdón, inmenso, aunque engañoso. Pero no. Esas cosas no son para mí. Lo hecho, hecho está. A pesar de los coros de ángeles y las lágrimas de sangre”.

Como Flannery O’Connor, cuya ficción, a pesar de su disimilitud superficial, ha sido una poderosa influencia en la de Munro, esta última escudriña a sus personajes en su búsqueda del “perdón”, o la gracia. Mientras que la visión de O’Connor es de otro mundo y la “gracia” es un regalo de Dios, la visión de Munro es firmemente secular: sus personajes carecen de cualquier impulso hacia la trascendencia, por desesperadas que sean sus situaciones; sus vidas no son susceptibles de momentos penetrantes y definidos de redención, sino de actos más mundanos de amor, magnanimidad y caridad humanos.

En “Madera”, por ejemplo, incluido también en Demasiada felicidad, Roy, un tapicero y restaurador de muebles independiente, algo excéntrico y malhumorado, se siente atraído por el bosque para cortar madera, un interés u obsesión que es “algo privado, pero no secreto”. Al sufrir una caída en el bosque, Roy apenas puede arrastrarse de regreso a su camioneta: “Siente un dolor increíble. No se puede creer que vaya a seguir así, que el dolor vaya a vencerlo”. Su situación es tan extrema que está siendo perseguido por un buitre, cuando, inesperadamente, su esposa, que ha quedado casi paralizada por una depresión crónica, acude en su ayuda: “Ha venido en el coche, dice —habla como si nunca hubiera dejado de conducir—, ha venido en el coche, pero lo ha dejado en la carretera”. En un momento, la terrible situación de Roy se alivia; no se ha perdido en un “bosque desierto”, como creía, sino que ha sido salvado (redimido) por su esposa. Su esposa también, al verse obligada a rescatar a su marido, ha salido de su depresión: “Que Roy sepa, Lea nunca había conducido el camión. Es extraordinario lo bien que se le da”. “Madera” llega a un aceptable final feliz, donde el lector ha sido preparado para esperar algo muy diferente, como en una de las pequeñas alegorías bellamente sombrías de Jack London sobre hombres que sucumben a la naturaleza.

De igual modo, el primer cuento del volumen, “Dimensiones”, muestra el progreso de Doree, una mujer que ha permanecido casada, imprudentemente, con un marido mentalmente inestable y abusivo: “Pero de nada valía contradecirlo [a Lloyd]. Quizá los hombres necesitaban tener enemigos, como necesitan gastar sus bromitas”. Incluso después de que Lloyd asesinara a sus hijos, lo declararan criminalmente loco y lo hospitalizaran, Doree no logra separarse de él; al igual que Lloyd, quiere pensar que los niños están en una especie de “cielo”: “Era la idea de que los niños estaban en lo que él [Lloyd] llamaba su Dimensión lo que se adentraba furtivamente en ella y por primera vez le proporcionaba una sensación de tranquilidad, no de dolor”.

En otra conclusión inesperada, Doree se libera abruptamente de su morbosa dependencia de su exmarido mediante un acto espontáneo suyo, cuando salva la vida de un chico que había chocado su camioneta, dándole respiración artificial:

Entonces lo notó, sin lugar a dudas: de la boca del chico salía aliento. Extendió una mano sobre la piel del pecho y al principio no sabía si subía o bajaba porque ella estaba temblando.

Sí, sí.

Era aliento de verdad. La laringe estaba abierta. Respiraba él solo. Estaba respirando.

En la igualmente conmovedora historia “Pozos profundos”, del mismo volumen, una mujer debe reconocer el doloroso hecho de que ha perdido a su hijo adulto, a pesar de todos sus esfuerzos por recuperarlo; ha desaparecido de su vida solamente para resurgir como una especie de gurú para personas desfiguradas y sin hogar en un barrio pobre de Toronto, y las relaciones “normales” con su familia le resultan repugnantes. Sin rodeos, él le dice: “No estoy diciendo que te quiera, no utilizo ese lenguaje absurdo… Normalmente no intento llegar a nada hablando con la gente. Normalmente intento evitar las relaciones personales. O sea, lo hago, las evito”.

Mientras que la visión de O’Connor es de otro mundo y la ‘gracia’ es un regalo de Dios, la visión de Munro es firmemente secular: sus personajes carecen de cualquier impulso hacia la trascendencia, por desesperadas que sean sus situaciones; sus vidas no son susceptibles de momentos penetrantes y definidos de redención, sino de actos más mundanos de amor, magnanimidad y caridad humanos.

Para el hijo de Sally no existe una dimensión espiritual: “No hay nada dentro… Lo único que hay es lo de fuera, lo que haces, todos y cada uno de los momentos de tu vida. Desde que me di cuenta de eso soy feliz”. Rechazada y apartada, la madre del gurú finalmente llega a sentir afinidad con otros como ella. Sus victorias serán pequeñas, pero alcanzables: “De todos modos, ya es algo haber acabado el día sin que haya sido un completo desastre. No lo fue, ¿verdad? Sally dijo quizá. Kent [su hijo] no la corrigió”.

El cuento de Demasiada felicidad que más claramente deriva de Flannery O’Connor es el extrañamente titulado “Radicales libres”, en que un joven con una cara “alargada y como gomosa” —“una mirada jocosa”— se abre paso hasta la casa de Nita, una anciana viuda que vive sola, con el pretexto de ser de la compañía eléctrica. Entonces afirma ser diabético y que necesita comer algo rápidamente; al final, en un monólogo psicótico, revela que es un asesino —ha matado a su familia—: “Yo saco mi pistolita y pim, pam, pum, me los cargo”. La mujer aterrorizada en cuya casa ha entrado con la esperanza de robar su auto (ella está en remisión de un cáncer), se las ingenia para salvar su vida siguiéndole la corriente al joven y contándole una historia de cómo años antes había envenenado a una chica por la que su marido se sintió atraído. La historia no es cierta y no parece hacer mucha diferencia para el joven psicótico, pero parece revelar la propia culpa de Nita por haberle robado el marido a otra mujer cuando era joven. Después de que el joven se ha escapado con su auto, Nita se da cuenta tardíamente de que hasta ahora no ha llorado realmente a su marido: “Rich. Rich. Ahora se da cuenta de lo que es echarlo en falta de verdad. Como si al cielo le chuparan todo el aire”. Es un cuento curioso, una amalgama desgarbada de O’Connor y Munro, más intrigante que satisfactoria, que termina cuando un oficial de policía informa a Nita que el joven asesino murió al estrellar su auto: “Muerto. Instantáneamente. Merecido se lo tiene”.

A menudo se dice que los cuentos de Munro, ricos en detalles y llenos de observaciones psicológicas, se leen como novelas compactas, pero “Radicales libres”, como uno o dos más de esta colección, más bien sugieren la delgadez de la anécdota.

La joya de Demasiada felicidad es el cuento que da título al libro, una novela corta, exquisita en cuanto a imaginación y estructura, a la manera de los más largos e intrincadamente configurados cuentos de Munro, “El amor de una mujer generosa”, “Entusiasmo” y “La virgen albanesa”, así como de las historias vinculadas de La vista desde Castle Rock (2006).

En la matemática y novelista rusa Sofía Kovalevski (1850-1891) —la primera mujer nombrada para un puesto docente universitario en el norte de Europa—, Munro ha descubierto a una de sus protagonistas jóvenes más convincentes y agradables, con un temperamento muy similar al de sus heroínas anteriores, como Rose de “¿Quién te crees que eres?”, de quien se dice, “[su] naturaleza estaba creciendo como una piña espinosa, pero se cubrió poco a poco, y en secreto, de una dura capa de orgullo y escepticismo que incluso a ella misma la desconcertaba”.

Así como Sofía Kovalevski finalmente está condenada por su propia independencia, físicamente agotada y enferma por tener que emprender sola un arduo viaje en tren en invierno, Rose se siente miserablemente fuera de lugar en su pequeña ciudad provincial de Hanratty, en Ontario. Aunque Rose nunca corre ningún peligro físico, la amenaza a su autoestima es incesante durante la infancia y la adolescencia, un cuestionamiento continuo por parte de sus mayores acerca de la integridad de su propia naturaleza.

La historia final de ¿Quién te crees que eres? tiene el mismo título: la terrible, burlona y corrosiva pregunta formulada a mujeres jóvenes de mentalidad independiente, a menudo por mujeres mayores que deberían ser sus mentoras y su apoyo, como la señorita Hattie, la profesora de inglés de secundaria de Rose, que insiste enloquecedoramente en exigir que Rose siga todas las insípidas reglas de su salón de clases. Con la autoridad de la represiva comunidad protestante detrás suyo, la señorita Hattie persigue a Rose como si Rose fuera una niña desobediente en lugar de una muchacha de secundaria intelectualmente dotada: “No puedes ir por ahí creyéndote mejor que el resto solo porque puedes aprender poemas de memoria. ¿Quién te crees que eres?”.

Aunque interiormente furiosa, Rose reacciona de la misma manera que, el lector adivina, reaccionó la propia Alice Munro, cuando era una brillante estudiante de secundaria en la pequeña ciudad de Wingham, en Ontario, en la década de 1940: “No era la primera vez que a Rose le preguntaban quién se creía que era; es más, la pregunta a menudo le había parecido la típica cantinela, y no hacía caso. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que la señorita Hattie no era una profesora sádica; habría podido decirle lo mismo delante de toda la clase. Y tampoco lo hizo por despecho, porque se hubiese equivocado al no creer a Rose. Intentaba inculcarle una lección que para ella era más importante que cualquier poema, y sinceramente creía que Rose necesitaba aprenderla. Por lo visto, mucha otra gente también creía lo mismo”.

Así como Sofía Kovalevski finalmente está condenada por su propia independencia, físicamente agotada y enferma por tener que emprender sola un arduo viaje en tren en invierno, Rose se siente miserablemente fuera de lugar en su pequeña ciudad provincial de Hanratty, en Ontario.

Por supuesto, Sofía Kovalevski vive en un mundo todavía más provinciano y restrictivo que el suroeste rural de Ontario, al menos cuando reside en su Rusia natal, donde a las mujeres solteras no se les permite viajar fuera del país sin el permiso de sus familias. Por la causa de la emancipación femenina, Sofía se casa con un joven de mentalidad radical sin amarlo, para abandonar el país y estudiar en el extranjero; tras la muerte de él, por suicidio, ella se queda con su pequeña hija y el desafío de lograr una carrera. En 1888, Sofía gana el primer premio en un concurso internacional de matemáticas en el que los participantes son anónimos. Durante la elegante recepción del premio Bordin en París, “al principio también ella [Sofía] se dejó seducir, fascinada por las luces y el champán. El vértigo de los halagos, el deslumbramiento y los besamanos recubrían con una gruesa capa ciertas realidades, realidades fastidiosas pero inmutables. La realidad de que jamás le ofrecerían un trabajo digno de su talento, de que tendría mucha suerte si le tocaba dar clase en una escuela femenina de provincias”.

Los caballeros matemáticos que tanto honran a Sofía no le darían un puesto universitario, como tampoco emplearían a un “chimpancé amaestrado”. Al igual que las mujeres engreídas y moralistas de la provinciana Ontario, las esposas de los grandes científicos “preferían no conocerla y no la invitaban a sus casas”. Lo más doloroso de todo es que Sofía pierde, al menos provisionalmente, al hombre que es el gran amor de su vida, un profesor de sociología y derecho, un liberal al que se le prohíbe ocupar un puesto académico en Rusia, llamado Maksim Maksimovich Kovalevski. (Es una coincidencia que sus apellidos sean idénticos: el primer marido de Sofía era un primo lejano de Maksim).

La adoración de Sofía por Maksim ilumina su vida como mujer y la pone en peligro. El lector intuye, más allá de las fantasías de la joven sobre la vida doméstica con este hombre tan inusual —“Pesa 125 kilos, repartidos por un cuerpo enorme; como es ruso a menudo lo llaman oso, y también cosaco”—, que él no está tan enamorado de Sofía como ella de él. Ambos tienen 40 años, pero Sofía es la más madura de los dos, ya que es la más vulnerable emocionalmente. Maksim parece no poder perdonar a Sofía por ser al menos tan brillante como él, tal vez incluso con su “chocante y fulgurante fama”, más bien un prodigio. Mientras Sofía escribe sobre Maksim con adoración juvenil:

Es muy alegre, y al mismo tiempo muy sombrío,
vecino desagradable, excelente camarada,
sumamente gracioso y sin embargo tan afectado.
Indignantemente ingenuo, mas muy displicente.
Terriblemente sincero, y tan astuto al mismo tiempo.

Maksim, en cambio, incluye en sus cartas de amor frases “terribles”: “Si te amara, habría escrito de otra manera”.

Parecería que la suerte de Sofía mejora cuando le ofrecen un puesto para enseñar en Suecia, “los únicos en Europa dispuestos a contratar a una matemática para su nueva universidad”. Pero viajar sola de Berlín a Estocolmo en invierno, en un momento en el que Copenhague está en cuarentena debido a un brote de viruela, es una empresa peligrosa, si no temeraria: “Maksim, ¿tomará un tren como aquel alguna vez en su vida?”. Cuando Sofía finalmente llega a Estocolmo, está devastada por una neumonía y nunca recupera el conocimiento. Al hablar en su funeral, Maksim se refiere a ella “un poco como si hubiera sido una profesora a la que conocía” y no su amante. Es un final melancólico para esta mujer “emancipada”, vibrante y competente, que vivió antes de su tiempo, con valentía y sin la protección de los hombres.

Demasiada felicidad” cobra un impulso narrativo considerable en sus páginas finales, que trazan el viaje fatal de la pobre Sofía al único país de Europa —si no del mundo— que la contratará como profesora universitaria. Al igual que esas historias largas, elaboradamente investigadas y documentadas de Andrea Barrett, que narran las vidas de los científicos del siglo XIX —ver La fiebre negra (1996) y Servants of the Map (2002)—, “Demasida felicidad” contiene suficiente material densamente recopilado como para varias novelas y a veces se ve agobiada por el material expositivo presentado en pasajes poco dramáticos y algo improbables, como si la autora estuviera ansiosa por establecer su tema como real, histórico y no simplemente imaginado: “Si la chica hubiera estado despierta, quizá Sofía le habría dicho: ‘Perdone, estaba soñando con 1871. Yo estaba allá, en París; mi hermana estaba enamorada de un comunero. Lo capturaron y podrían haberlo matado o enviado a Nueva Caledonia, pero conseguimos sacarlo. Lo hizo mi esposo. Mi esposo, Vladimir, que no era comunero y lo único que quería era ver los fósiles del Jardín des Plantes’”.

En sus agradecimientos, Munro señala que partes de “Demasiada felicidad” se derivan de textos rusos traducidos, incluidos extractos de los diarios, cartas y otros escritos de Sofía, y que su fuente principal es la biografía escrita por Nina y Don H. Kennedy, Little Sparrow: A Portrait of Sophia Kovalevsky (1983), obra que la “cautivó”. Sofía Kovalevski es realmente una figura fascinante, la persona más interesante sobre la que Munro ha escrito hasta la fecha. Es apropiado que Munro comience “Demasiada felicidad” con un comentario de la propia Sofía Kovalevski histórica: “Muchas personas que no han estudiado matemáticas las confunden con la aritmética y las consideran una ciencia seca y árida. Lo cierto es que esta ciencia requiere mucha imaginación”.

 

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Este artículo apareció en The New York Review of Books en diciembre de 2008 y se publica con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

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