A los 74 años, murió este 28 de julio la escritora Tamara Kamenszain, figura gravitante de la literatura argentina de las últimas décadas. Este recorrido por su trabajo destaca la manera en que se construye una obra poética y ensayística de reconocida solidez.
por Vicente Undurraga I 30 Julio 2021
Poesía y ensayo fueron los géneros que habitó Tamara Kamenszain durante medio siglo de escritura. Hace unos años, en lo que ahora sabemos que fue el tramo final de su vida, la poeta y la ensayista se reunieron en una escritura tan breve como tremenda: El libro de Tamar (Eterna Cadencia, 2018).
En sus mejores ensayos, Kamenszain todo lo piensa con distancia, pero como primero lo ha mirado con cercanía y hasta cariño, el resultado es que todo lo acerca. Por eso leerla es querer leer lo que ha leído. Su escritura crítica es un ejemplo de lo mejor que dejó el textualismo, esa operación terapéutica, casi profiláctica, que en el siglo XX desterró del análisis y la creación literaria las subjetividades desbocadas (“aquel incuestionado yo autoral”), para concentrar todo en el texto. Esa escuela dio grandes lecturas, libros y enfoques. Pero pasados los años, caídos los muros y desarticulado el predominio del impresionismo y de ciertos romanticismos trasnochados, el textualismo devino purismo y mostró sus limitaciones.
Tamara Kamenszain vivió esa época y cultivó ese tipo de relación con lo que leía y lo que escribía, pero a tiempo supo salirse. Su salida fue su estilo. De ese fervor textualista quedaron las formas tiesas para los devotos y, para las inteligencias libres como ella, las herramientas punzantes, las necesarias suspicacias y la pasión inagotable por el detalle y la hechura de todo escrito.
Ella misma alude a esto en El libro de Tamar, ese gran espacio de libertad ganada. Libertad de leer un texto sin desentenderse de nada de lo que se tiene a mano; la inteligencia, desde luego, pero también los recuerdos, la biografía, la emoción y el deseo. En una mezcla de ensayo, memoria y elegía que resulta audaz incluso en este tiempo de mezclas, El libro de Tamar cuenta o más bien da cuenta de su relación de 25 años con el escritor Héctor Libertella —relación amorosa y familiar, pero ante todo literaria—. Y lo hace desglosando un brevísimo poema hermético que después del divorcio él le deslizó por debajo de la puerta de su departamento y que entonces ella no tomó en cuenta pero que 20 años después, al encontrarlo entre sus papeles, sí.
El poema está hecho de variaciones con las letras de Tamara (arma, trama, tara, rata, ama…); Libertella lo acompañó del siguiente comentario manuscrito: “Tamara: emerjo del sueño con la máxima cantidad de anagramas y combinaciones de tu nombre. ¿Tanta cantidad de bolsones semánticos pueden esconder 5 letras?”. Dos décadas y la muerte de Libertella mediante, Kamenszain lo ve. Lo escudriña, lo analiza con sagacidad resplandeciente, lo da vuelta, interpretándolo sin cerrarlo y permitiéndose incluso leerlo como “un genuino poema de amor… la serenata del juglar hermético”.
Y bien: en ese libro, recuperando la memoria de una pareja y también de toda una generación y de “aquella mística textualista que nos embriagó de supuestos”, Kamenszain se permite, como en su propia poesía se lo fue permitiendo cada vez más, abrirse a sí misma. Al punto de verse inmersa “en este complicado intento mío que me va mandando, como por un tubo, a novelar los asuntos del amor, la maternidad, el deseo y, sobre todo, al compromiso de tener que armar una trama nueva con materiales viejos”. Pocas veces en 80 páginas se concentra y alcanza tanto.
Y si en ese libro se abre a sí misma, antes, en Historias de amor (Paidós, 2000), la compilación de los ensayos que escribió en el siglo XX, se había abierto a sus predecesores: Sor Juana, Alfonsina, Olga Orozco, Girondo, Góngora, “la familia Trilce”, Perlongher, Lezama y Juan L. Ortiz son los principales invitados en esas páginas y se los ve como en casa, en una familiaridad debida a la mirada hospitalaria de Kamenszain. De igual modo, en los ensayos de sus últimos años reunidos en Una intimidad inofensiva. Los que escriben con lo que hay (Eterna Cadencia, 2016), se abre a los que vienen: “Ahora que somos una especie de abuelos de la nada, deberíamos dedicarnos a leer lo que escriben nuestros nietos”, cosa que hizo con agudeza. La literatura, así, es una conversación siempre abierta.
Sobresaliente es el prólogo que escribió en 2003 para la Obra completa de Héctor Viel Temperley, ese poeta que crece y crece después de muerto y en cuya escritura Kamenszain dice que hay “una presencia que mantiene al yo, desde la adolescencia de la poesía de Viel hasta su maduración extrema, en permanente estado de natación”. Si donde dice natación ponemos habitación o incluso “okupación”, la frase podría aplicársele a su propia poesía.
Una poesía que toda junta se lee mejor. Porque forma una casa. Lo puso de manifiesto la aparición de su poesía reunida, bajo el significativo título La novela de la poesía (Adriana Hidalgo Editora, 2012). Es una poesía de los espacios, siendo la casa el lugar que se impone. A cada rato aparece una: anhelada, soñada, recordada, imaginada, si hasta “la literatura es otro techito armado en el desierto”. Sus libros son breves y unitarios, sus poemas prescinden de títulos y el tono va variando en la medida en que cambia la persona que escribe y el mundo en que escribe, pues esta es una obra que, sin ser confesional ni política, se planta en su tiempo decididamente, una poesía situada, “pegada a las circunstancias… en la necesidad absoluta y utópica de dar cuenta”, como dijera ella misma acerca de la obra de Enrique Lihn.
Todo comienza con De este lado del mediterráneo, poemas en prosa que son el sólido radier de esta casa-novela donde temprano los muertos comienzan a deambular. Le siguen unos poemas en los que se deja ver el criterio de construcción: “Para armar un libro hay que hacer / como las modistas que cosen / siempre del lado de adentro / y cuando dan vuelta la tela esas costuras / que ellas trabajaron confiadas / desaparecen para dejar ver / un aceptable / lado de afuera”.
Luego vienen Los No, La casa grande y Vida de living, en los que amplía el espacio e inventa rincones con personalidad propia. Por ejemplo, en Vida de living la sintaxis se enrarece de una manera que recuerda a Alberto Rubio: “Envuelta sucia ropa que te dejo / me dejo ir subida a tres saludos / familia mía ustedes me retornen / amiguen ese andén hasta la casa”. La parte más acogedora empieza a tomar forma el 2003 con El ghetto, la escalera que lleva a esa mansarda fabulosa que conforman los últimos tres libros: Solos y solas, El eco de mi madre y La novela de la poesía. Lúgubres y a la vez luminosos, ahí están algunos de los puntos más altos de esta poesía crítica y autocrítica en la que caben la sencillez y el alarido, el baile y la agonía y en la que se tocan asombrosamente el nacimiento y la muerte de un mismo ser. Es también, esta parte final, el espacio para la comparecencia de referentes y amigos (Celan, Ungaretti, Vallejo, Lamborghini, Molloy, Eltit) y, sobre todo, para los muertos de la familia. Alberto Caeiro pedía “un río donde estar cuando acabemos”. Kamenszain, más sencillamente, procuró hacerle un altillo a sus muertos.
En Solos y solas (que comienza así: “Soy la okupa de mi propia casa”) hay un poema largo, “La alianza”, sobre la muerte del padre, con cuyo anillo ella se quedó: “¿qué veo cuando veo algo en el nombre del oro? / una esperanza desplegada en otro tiempo / toldo de dos que se apropiaron del desierto / dibujaron un techo nuevo sobre la nada”. De nuevo la idea de refugio, de techo, está en el centro. Entonces se oye El eco de mi madre, emocionante canción de tumba que sabe combinar lo lacónico y el desgarro para centrarse en la muerte de la mamá (“soy ahora por ella la hija que crece sin remedio / para dejarla decrecer tranquila entre mis brazos”) y en la de su hermano de tres años, ocurrida en 1953 y cuya existencia es referida como “un libro cortado”, lo que refuerza la idea de que vida y libro son nociones intercambiables en esta poesía que buscar ser “un idioma para hablar con los muertos”.
En el último libro incluido, inédito hasta entonces y que da título al conjunto, La novela de la poesía, se toman las páginas los que ya no están, incluido Libertella, “maestro en el arte de decir”. Y el remate es una senda reflexión sobre La novela luminosa, de Mario Levrero, vista como “la luz que a través de una radiografía / despierta la intimidad del esqueleto”.
Estirando la voluntad, su poesía ha sido arrimada al desigual bloque del neobarroco latinoamericano, pero el asunto lo zanjó ella misma: “Desde mi primer libro puede verse una tendencia a elidir, a decir menos, que me llevó a que me consideren neobarroca por lo opuesto que a otros: no por abundancia, sino más bien por anorexia”. Se lo dijo en 2005 a Luis Chitarroni, quien definió notablemente su obra como una “lírica de fugacidades dichas en el momento justo”.
Este último tiempo ha arrebatado nombres relevantes a la poesía latinoamericana. Hace unos días murió el crítico y poeta venezolano Guillermo Sucre, autor de ese ensayo de referencia que es La máscara, la transparencia y de algunos poemas memorables, en especial “La muerte que no supe”, donde se lamenta por no haber sabido a tiempo de la partida de un amigo y no haber estado “al lado de su cuerpo inerme”, por lo cual “el adiós que no / dije quedará para siempre en mi alma / como una nostalgia salvaje”.
Semanas antes murió Omar Lara, autor de una poesía serena y honda de la cual también podría decirse que es una “lírica de fugacidades dichas en el momento justo”. En Los buenos días, Lara escribió: “Mira dónde pones el ojo / cazador / lo que ahora no ves / ya nunca más existirá / lo que ahora no toques / enmohecerá / lo que ahora no sientas / te ha de herir algún día”.
Podría pensarse que la poesía de Kamenszain y en particular El libro de Tamar conversan con esos versos en la medida en que son un combate por no guardarse un adiós ni sucumbir a una nostalgia salvaje sino, al contrario, un glorioso intento por ver lo que en su momento no se vio. Para que no hiera.