Una ventolera que no se deja escribir

No solo un creciente interés sino incluso una distinguible expectativa por libros de ensayos —verificable en rescates y reediciones y hasta en preventas, esa operación comercial comúnmente asociada al best seller— pueden tomarse como indicios de que pudiera ser este un tiempo de ensayo. Se ve, por ejemplo, en la atención concitada por las novedades de Peter Orner, Brian Dillon o Anne Boyer, por los ensayos de Louise Glück o Natalia Ginzburg o los recientes rescates ensayísticos de Martín Cerda, Gabriela Mistral o María Zambrano.

por Vicente Undurraga I 21 Octubre 2024

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Tal vez sea este un tiempo propicio para ese género movedizo, incierto, digresivo, exploratorio, cambiante, irónico, emotivo, ligero, cálido y suspicaz, penetrante y sutil, claro y misterioso que es el ensayo: cercano al poema en lo que tiene de intuitivo y de cuidado por cada palabra y sus formas de caer, y próximo a la narrativa en lo que tiene de relatos y escenas, también lo es a las reflexiones filosóficas en lo que tiene de pensamiento abierto, que se enfrenta al estar en el mundo, al mundo mismo y al hecho de estar, aunque lo haga sin exhaustividad ni grandes tutelas.

No tiene método el ensayo, o su método es abrirse paso. Es más trayecto que proyecto, una forma de estar y seguir. Más que con ideas, se construye con pensamientos que no es necesario sostener por los cuatro costados, puesto que, como decía Carlos Martínez Rivas, “se despiertan en el día y se marchitan en la noche”. Lo que hace el ensayo es exponer la existencia de los pensamientos y sus huellas, su germinación y su olor a raíz y tierra fresca. También insinúa sus brotes.

Los tiempos demandan o añoran la libertad y soltura del ensayo. Su calor y su risa. Jean Starobinski, en “¿Es posible definir el ensayo?”, sostiene que es el género más libre y que “solo un hombre libre o liberado puede inquirir e ignorar”, que sería lo propio del ensayo. Por eso no anda bien en tiempos de ideas cerradas. “Los regímenes serviles prohíben inquirir e ignorar o, al menos, reducen estas actitudes a la clandestinidad… Intentan imponer a todos un discurso sin fallas y seguro de sí, que nada tiene que ver con el ensayo. La incertidumbre es, a sus ojos, un indicio sospechoso”. Y el ensayo es, justamente, un discurso con fallas, o más exactamente, un discurso que porque falla existe, falla y se mueve, tuerce el andar una y otra vez, abre caminos, va y viene. Y a veces ni siquiera va, surge pegado en algo y ahí se queda, sin por eso agotarlo. No se atrapa, no demuestra.

Uno de los ensayos más lindos del mundo es el “Elogio del aburrimiento”, de Joseph Brodsky, una conferencia que les da a unos graduados universitarios estadounidenses y que parte con una serie de consideraciones sobre el tedio como “una ventana a la infinitud del tiempo o, lo que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él”, y termina volviéndose una tenaz defensa de la pasión: “Somos intrascendentes porque somos finitos. Pero cuanto más finito es algo, más cargado viene de vida, de emociones, de goce, de miedos, de compasión”.

Todo ensayo puede tomar cualquier forma; es la encarnación de un cierto espíritu —una meditación libre— que puede darse con ocasión de diversas circunstancias: así como ese de Brodsky es una charla, lo mismo que La inteligencia de Henri Bergson y tantos más, otros se dan en la columna (sería el caso de Roberto Merino o María Moreno), en el discurso fúnebre, en la carta abierta (Thomas Bernhard, Armando Uribe), en la correspondencia privada (Virginia Woolf, Rosa Luxemburgo), incluso en el poema de circunstancia (como los discursos de sobremesa de Nicanor Parra, que a todas luces son una forma del ensayo, de la cual, dicho sea de paso, se descuelgan los “discursos insufribles” de Roberto Bolaño, notables casos de ensayística enfática, lo que podría parecer una paradoja, y quizás lo sea).

El ensayo no sofoca, indaga y airea. Pero tampoco es un puro dudar y especular. Se celebra mucho que tales y cuales libros estén (supuestamente) más hechos de preguntas que de respuestas. ¡Pero también queremos respuestas! Ciertamente, la pregunta que abre tiene mejor reputación que la respuesta que cierra.

Está en las antípodas del tratado. Lo sabía Diderot: “Prefiero el ensayo al tratado: un ensayo que me arroja ideas geniales casi aisladas, que un tratado en que esos gérmenes preciosos acaban sofocados bajo el peso de las reiteraciones”. El ensayo no sofoca, indaga y airea. Pero tampoco es un puro dudar y especular. Se celebra mucho que tales y cuales libros estén (supuestamente) más hechos de preguntas que de respuestas. ¡Pero también queremos respuestas! Ciertamente, la pregunta que abre tiene mejor reputación que la respuesta que cierra. Pero puesto así es un simple cliché, pues asume que toda respuesta cierra y las mejores respuestas más bien abren, multiplican las preguntas o los horizontes: traen amistosamente una idea, sentido o proposición desafiante.

Un buen ensayo está hecho de respuestas, solo que no definitivas. Nada lo es, salvo que morimos. Eso el ensayo lo sabe bien. Y sin remilgos tantea en la niebla. “Se puede hablar de forma poco clara sobre aquello que no ilumina la luz del lenguaje claro. Y el enigma existe”, escribe en Levantar la mano sobre uno mismo Jean Améry, contrariando al primer Wittgenstein, y sus palabras pueden tomarse para avizorar los senderos por donde se mueve la mejor escritura ensayística, desde los escritos filosóficos de Nietzsche o de Kierkegaard hasta las reflexiones tan claras como enigmáticas y enérgicas de Natalia Ginzburg o César Aira.

Y si bien el ensayo —el género que se piensa a sí mismo con más denuedo, como lo refrenda ahora Brian Dillon en Ensayismo— es de contornos difusos, vecino de muchas escrituras (la narrativa, la poética, la periodística, la crítica, la espiritual, la epistolar), es en última instancia un género distinguible. Fino lo establece Cynthia Ozick en “Ella: retrato del ensayo como cuerpo tibio”, donde lo diferencia de los escritos funcionarios, como el artículo, que “tiene la ventaja temporaria que le otorga el calor social, un tema caliente aquí y ahora”, mientras que “el calor de un ensayo es interior… desafía su propia fecha de nacimiento y la nuestra”. Es amplio como el mundo y puede por tanto ser el espacio de sendas cavilaciones, como las que Ozick hace sobre la metáfora o las de Marguerite Yourcenar sobre el pasado, o un recinto decididamente personal, como los ensayos de Peter Orner, por no decir el reducto de un marcado “yo” en busca de la levedad, como ciertas Irrupciones de Mario Levrero, esas columnas semanales donde podía burlar con alta gracia el uso de siglas en ciertos escritos divulgativos o poner contra las cuerdas los lugares comunes más acendrados, por ejemplo, el que afirma que hablar del tiempo con desconocidos es trivial, porque comentar la última lluvia o los desatados calores bien puede ser, dice, una forma de hablar de lo más misterioso, de que “la vida humana en particular, y la vida en general, puede existir solo en condiciones muy especiales de temperatura, en un segmento relativamente muy pequeño de la escala que mide el termómetro”.

Y al final, o al comienzo, están ya los ensayos de la voz. Siempre hay voz en un ensayo, pero a veces un ensayo es una voz, un aliento en el desaliento: “No siempre el ensayo es un ensayo sino una ventolera que no se deja escribir”, escribió Gonzalo Rojas. Y Clarice Lispector, que en sus crónicas suele contrabandear breves ensayos inmensos, dice: “Solo la intuición toca en la verdad sin necesitar ni de contenido ni de forma. La intuición es la honda reflexión inconsciente que prescinde de forma mientras ella misma, antes de surgir, se trabaja”. Y ella misma escribe así: una escritura que logra asir las formas nacientes, aquellas donde la intuición aún no deja de ser y la forma no se establece del todo. En ese espacio casi imposible se da su roce con lo porvenir, su calidez con el presente y su comprensión de lo pretérito. Una gran maestra de esto en la lengua es María Zambrano, movediza su figura y su escritura: ¿Qué leemos cuando leemos a María Zambrano, de cuyo nacimiento ya se cumplen 120 años y cuya obra no para de reeditarse?

Zambrano es escurridiza. Escribió con la libertad de quien tuvo que moverse antes más ágilmente por la Tierra que por la página. Vivió un año en Chile (1936) y luego, ya desterrada por el franquismo, largamente en México, Cuba, Puerto Rico, Francia, Italia y Suiza, volviendo a España a mediados de los 80, donde ganaría el Premio Cervantes en 1988 y moriría en 1991.

Según Octavio Paz, que la conoció bien y la leyó con agudeza, la de Zambrano era “una voz que venía de lejos”, que no iba en línea recta sino como sorteando obstáculos invisibles, hasta que, de pronto, “la materia verbal deja de fluir y se concentra en una frase que se levanta de la página como un chorro de claridad”. Corresponsal de José Lezama Lima por décadas, columnista de prensa, crítica literaria, investigadora de cuestiones como los sueños y la memoria, la razón poética es la zona que indagó con más ímpetu.

Buscó y logró en su propio escribir rejuntar la intuición poética con la meditación filosófica, una escritura dirigida a la vez a la memoria y al porvenir: son los suyos ensayos de la aurora, del final de la noche (pero tan lejanos a la mañana). Justamente su libro De la aurora, que es una continuación de Claros del bosque, se constituye de prosas completamente misteriosas, pero igualmente magnéticas. De las que entendemos apenas una parte, quizás algo más, pero como sea vamos detrás de ellas, prendados de su potencia y su belleza, su adentrarse en lo desconocido con las manos y los ojos abiertos. Nos dejamos llevar por los ensayos de la aurora como por los grandes versos, y para ello suspendemos lo que haya que suspender. Asumimos como irrefutables las posibilidades y conjeturas más peregrinas, porque con una voz así entramos en un ánimo de creerlo todo, en un oído contento de canto y encanto, en “un ansia —diría Mistral— de llenar el alma seca de savias nobles”.

Si en su libro sobre cuatro filósofas clave del siglo XX Wolfram Eilenberger no la incluye, no es de extrañarse. Zambrano es escurridiza. Escribió con la libertad de quien tuvo que moverse antes más ágilmente por la Tierra que por la página. Vivió un año en Chile (1936) y luego, ya desterrada por el franquismo, largamente en México, Cuba, Puerto Rico, Francia, Italia y Suiza, volviendo a España a mediados de los 80, donde ganaría el Premio Cervantes en 1988 y moriría en 1991.

Se han dicho y se podrían decir muchas cosas de su incitante escritura, pero vale la pena citar las que en sus Ejercicios de admiración dijo Cioran: “¿Quién como María Zambrano, yendo al encuentro de nuestras inquietudes, de nuestras búsquedas, posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles? De ahí que quisiéramos consultarla en los momentos cruciales de una vida… para que nos revele y explique a nosotros mismos, para que nos dispense, por así decirlo, una absolución especulativa, y nos reconcilie tanto con nuestras impurezas como con nuestros callejones sin salida y nuestros estupores”.

Esa reconciliación quizás sea lo que todo buen ensayo en alguna medida logra y lo que explique que hoy se lo busque y se lo quiera más.

 

Imagen: María Zambrano entre las mujeres retratadas en un mural feminista de Gandía, España.

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