Vida de un hombre (el ciclo final de Mario Levrero)

Irrupciones es el diario discontinuo de un sujeto provisto de una lucidez despiadada, una sensibilidad inocultable y un carácter humorístico y mañoso para enfrentar la constante hostilidad del mundo, manifestada en la llamada de una falsa tía, una moto sin silenciador, la proliferación de siglas en la prensa escrita, un taladro en la calle. No se trata de marginalia, sino de la confirmación de un escritor inmenso, que marcó un antes y un nunca más en materia de literatura autobiográfica.

por Vicente Undurraga I 16 Octubre 2020

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Si la literatura es un lugar donde cohabitan voltaicamente la humildad con la ironía, la grandeza con el total descreimiento, el goce con la irrevocable pena de vivir, si la gran literatura es un desgarro y a la vez una celebración, una arquitectura y una demolición, una carcajada y un alegato, un bostezo, un gemido, entonces Mario Levrero es un escritor mayor.

A 80 años de su nacimiento y 15 de su muerte, su inconfundible personalidad literaria sigue viviendo en la mayoría de sus textos. Muy especialmente en los de sus últimos 10 años, escritos en aquello que podríamos llamar su ciclo final, donde deja atrás una narrativa más imaginativa o disparatada para darse paso a sí mismo. Levrero se gana, hacia el final de su vida, el derecho narrativo al Yo –esa entelequia en la que de todos modos apenas cree–, llegando incluso a poner en su penúltimo libro de cuentos una autoentrevista, ese género patético que en su caso funciona a la perfección.

Desde que publicó El discurso vacío, en 1996, comenzó a vaciarse en su escritura. De ahí la índole indisimuladamente autobiográfica que adquirieron sus últimas novelas (“No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”), su gran obra póstuma, La novela luminosa, diario involuntario escrito postergando un deber (cumplirle a “Mr Guggenheim” por la beca otorgada para terminar una novela espiritual abandonada años antes) y ese otro diario involuntario y fenomenal que conforman sus 126 columnas publicadas entre 1996 y 2000 (fueron reunidas parcialmente por el autor como Irrupciones y en 2013 en Uruguay se publicaron todas, de las cuales Montacerdos edita ahora en Chile 100 en dos impecables tomos).

Leer sus columnas es entrar sin rodeos a una literatura hecha de rodeos, de digresiones y observaciones de libre decurso; es acceder a un modo de ver y de ser. La novela luminosa es una obra que separa aguas, que marca un antes y un nunca más en materia de literatura autobiográfica. Tras leerla, sus novelas del ciclo final (Dejen todo en mis manos, El alma de Gardel, Diario de un canalla), funcionan como escolios, miniaturas o maravillosas cápsulas recordatorias de esa obra de casi 600 páginas.

Levrero cuenta sueños sin aburrir, indicio de genialidad; de hecho, narra con igual cercanía y distancia los hechos y los sueños, al punto de que muchas veces no es que se parezcan o confundan, simplemente es imposible distinguirlos.

Esta línea de incisiva autoexploración la venía ensayando ya en algunos cuentos y también en sus entrevistas y correspondencias (recopiladas póstumamente). De estos textos se pasa con la naturalidad del viento a las columnas, que son ya el otro cabo de la vela siempre encendida –luminosa– que es el estilo tardío del Levrero final. Están las aprensiones del propio autor, que al reunirlas dijo que el lector notaría “abismos a los que no se desciende y ciertas alturas que no se alcanzan”, pero lo fascinante es que no es así, no son una marginalia ni un añadido editorial sino “un hipertexto, un holograma” donde se pasea, más o menos escondido detrás de una u otra trama, el mismo entrañable energúmeno que habita en La novela luminosa.

Irrupciones es el diario discontinuo de un sujeto provisto de una lucidez despiadada, una sensibilidad inocultable y un carácter humorístico y mañoso para enfrentar la constante hostilidad del mundo, manifestada en la llamada de una falsa tía, una moto sin silenciador, la proliferación de siglas en la prensa escrita, un taladro en la calle.

Hay en el ciclo final de Levrero un observador impenitente (reveladora es la cantidad de ventanas que aparecen en sus últimos libros) que lo mismo puede extraviar la mirada en los ojos de una mujer, en el edificio del frente, en la conducta de un insecto, en los sueños (Levrero cuenta sueños sin aburrir, indicio de genialidad; de hecho, narra con igual cercanía y distancia los hechos y los sueños, al punto de que muchas veces no es que se parezcan o confundan, simplemente es imposible distinguirlos).

Levrero es antes un voyeur que un exhibicionista, aunque se piense a menudo lo contrario y aunque a veces él mismo reclame atención: “Alguien debería levantar la vista y ver mi pobre figura en la ventana, un hombre muy viejo y muy gordo, con una camiseta sin mangas, mirando el mundo con mucha pena”. En su constante mirar, Levrero se revela como un gran impugnador de clichés. Por ejemplo, reivindica la costumbre de hablar del clima entre desconocidos como un buen sucedáneo del diálogo metafísico que la rutina taponea. Y el ojo alcanza al propio texto, logrando momentos de una meta textualidad hilarante, donde las propias palabras se cuestionan, aportillan y ríen: “Encontré en el procesador de textos un botón que, al oprimirlo, permite ir tachando todo lo que se escribe… Me siento tentado de seguir escribiendo así, siempre”.

Y hay, aunque no sea un afán, un pensar casi filosófico, como en su reflexión sobre las ideologías, que confiesa haber profesado de joven antes de despojarse de toda esperanza: ‘Lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo’.

Pero a Levrero le resultaba crecientemente más extraño el mundo interior que el exterior, hasta donde sea posible distinguirlos. El mundo de afuera ya lo había descrito enrarecido en La ciudad, París y El lugar, las novelas de su Trilogía involuntaria (es impresionante cómo la pandemia las ha convertido en libros hiperrealistas o anticipatorios). En cambio, en los textos del ciclo final Levrero es esencialmente un triple observador de sí mismo que mirando el afuera en realidad analiza y consigna las modulaciones de su espíritu, su mente y su cuerpo.

Son pues estas Irrupciones un diario en la medida en que tratan de lo que le pasa –o no le pasa– en un día a día consignado no metódicamente. Tal como en un diario de vida y literario, sus columnas a menudo tienen varias entradas, sin más conexión entre sí que la mirada y el tono del sujeto que expone y se expone: (Jorge) Mario (Varlotta) Levrero. Son los reportes de la vida de un hombre, para decirlo con la fórmula con que Ungaretti nombró su obra poética. Por eso campean las divinas mañas de un neurótico ejemplar, como su fijación casi agresiva contra “la escalada de la publicidad sonora”. Es, claro, una neurosis creativa, con una fuerte conciencia sobre la propia escritura y sus limitaciones y precariedades.

Entre medio hay cuentos magistrales –notable el de un hombre buscando un baño en un laberinto imposible–, ensayos, una extraordinaria saga (sobre un hoyo en su buzo deportivo) y poemas, textos antiguos, cartas, diatribas, aforismos, aventuras computacionales. Y hay, aunque no sea un afán, un pensar casi filosófico, como en su reflexión sobre las ideologías, que confiesa haber profesado de joven antes de despojarse de toda esperanza: “Lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo”.

Una última cuestión, primordial. Decisiva en la singularidad de Levrero es la relación pasional (de amor u odio) que establece con la naturaleza, en especial con su faceta menos glamorosa, olas de calor, arañas, ratones, palomas, cucarachas, drosófilas. Los mosquitos, a los que detesta porque le pican y chupan la sangre, le desatan dilemas morales sobre la vida y la muerte que ni Hermann Broch se planteó con tanta tribulación.

 

Irrupciones vol. 1, Montacerdos, 207 páginas, 2019, $13.900.

Irrupciones vol. 2, Montacerdos, 235 páginas, 2020, $13.900.

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