Desarrollo sostenible y derechos humanos: la oportunidad de reforzar el nexo entre ambos

Aunque tras el estallido existió un temor inicial de que el cambio climático y los problemas medioambientales quedaran relegados a un segundo plano frente a las demandas sociales y económicas que exigía la población, la desigualdad como eje del descontento ciudadano ha incluido demandas directamente vinculadas con la transformación del modelo de desarrollo y la protección del medioambiente. En este sentido, sostiene la autora de este texto, el proceso iniciado el 25 de octubre de 2020 abre una puerta para reconstruir un ordenamiento constitucional que garantice un Estado de derecho en materia ambiental.

por Paloma Toranzos I 6 Enero 2021

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“El Apruebo arrasó en las zonas de sa­crificio”, decía un titular del diario, en relación con la elección de los ciudadanos y ciudadanas que viven en las 10 comu­nas de nuestro país que han sido categorizadas como tal. Según la definición que el Instituto Nacional de Derechos Humanos dio el 2014, se trataría de “aquellos territorios de asentamiento humano devastados am­bientalmente por causa del desarrollo industrial. Esta devastación tiene implicancias directas en el ejercicio pleno de los derechos fundamentales de las personas: derecho a la vida, a la salud, a la educación, al trabajo, a la alimentación, a la vivienda, etc.”.

Esta definición se aplica a comunas como Quinte­ro-Puchuncaví, Tiltil y Coronel, entre otras. La fuerte presencia en estos territorios de diversas instalaciones con actividades contaminantes y peligrosas: termoe­léctricas, rellenos sanitarios o relaves mineros, provo­can externalidades negativas a nivel ambiental, princi­palmente la contaminación del aire, los suelos, el agua y otras consecuencias graves que afectan a la salud de las personas que viven en estas zonas y que, a su vez, impactan social y económicamente a su población.

Al leer testimonios de algunos habitantes de estas comunas posteriores al plebiscito del 25 de noviem­bre, se repiten palabras como: pobreza, medioam­biente, contaminación, salud, justicia y educación. Uno de ellos menciona, como tantas veces se ha se­ñalado, la necesidad urgente de un desarrollo integral en sus territorios. Mejor dicho, la integralidad como antónimo del sacrificio que a diario observan en su entorno.

Las zonas de sacrificio en Chile son el resultado de las graves consecuencias de un modelo de desarrollo nacional que ha ocasionado severos impactos ambientales sobre sus comunidades y son, incluso más, la evidencia in situ de que no ha sido suficiente el que la Constitución garantice el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, y que las leyes, normas y reglamentos que preceden este dere­cho han sido muchas veces ineficientes para alcanzar este principio.

La devastación ambiental provocada por un desa­rrollo industrial desmedido, que ha causado crisis de salud y conflictos socioambientales que aún no se han logrado resolver, a pesar de los esfuerzos de diversos sectores públicos, privados y de la sociedad civil para priorizar e implementar acciones que promuevan un desarrollo más sostenible, nos recuerda que persiste un modelo de desarrollo que termina vulnerando los derechos humanos.

Quienes viven en estos territorios tienen la es­peranza de ver cambios profundos para mejorar su bienestar y calidad de vida a partir del inicio de un proceso que culmine en una nueva Constitución. En este sentido, el proceso que estamos viviendo ahora abre una real oportunidad de reconstruir un orde­namiento constitucional que garantice un Estado de derecho en materia ambiental.

Diversos análisis de experiencia comparada de países de Latinoamérica (Colombia, Ecuador, Argen­tina, Perú) que han avanzado en la incorporación de disposiciones en sus Constituciones, orientadas a proteger el medioambiente y promover el desarrollo sostenible, han logrado definir directrices no solo en materia de regulación, sino también en limitar la aplicación de leyes que puedan contravenir estas dis­posiciones, incluyendo además la creación de nuevas instituciones que permitan asegurar los derechos am­bientales ahí consagrados.

En un documento publicado por la Organización de los Estados Americanos (OEA) el 2015, que selec­cionaba diversos ensayos sobre el Estado de dere­cho en materia ambiental, se señalaba que este tiene el propósito de lograr la equidad ambiental a través del acceso equitativo a la justicia y, en consecuencia, avanzar hacia el desarrollo sostenible garantizando un enfoque basado en el respeto a los derechos esen­ciales, tales como el derecho a la alimentación, el de­recho al agua y el derecho a un medio ambiente sano. Es, continuaba, fundamental para la paz, el bienestar social y económico.

Ese mismo año, la Asamblea General de las Nacio­nes Unidas lanzaba la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible; un plan de acción en favor de las personas, el planeta y la prosperidad, y también publicó los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), propósitos cuyas metas son de carácter integrado, indivisible y conjugan las tres dimensiones del desarrollo sosteni­ble: económica, social y ambiental.

La devastación ambiental provocada por un desa­rrollo industrial desmedido, que ha causado crisis de salud y conflictos socioambientales que aún no se han logrado resolver, a pesar de los esfuerzos de diversos sectores públicos, privados y de la sociedad civil para priorizar e implementar acciones que promuevan un desarrollo más sostenible, nos recuerda que persiste un modelo de desarrollo que termina vulnerando los derechos humanos.

La declaración de la Agenda incluye un nexo in­trínseco entre desarrollo sostenible y derechos humanos. Se supone, entonces, que los países que la suscribieron, entre ellos Chile, comparten una visión común de que los derechos humanos y el desarro­llo sostenible son interdependientes y se refuerzan mutuamente entre sí, constituyendo compromisos y obligaciones diferenciados pero convergentes.

Lo cierto es que la propia Agenda reconoce que el aumento de las desigualdades, disparidades de opor­tunidades, la riqueza y el poder, los riesgos mundia­les para la salud, el aumento de desastres naturales, el agotamiento de los recursos naturales, los efectos negativos de la degradación ambiental y en particular los daños provocados por el cambio climático, entre otros factores, han menoscabado la capacidad de los países para avanzar hacia este modelo de desarrollo y, en consecuencia, proteger los derechos humanos y garantizar una protección duradera del planeta y sus recursos naturales.

Antes del estallido social, el cambio climático y los problemas ambientales se encontraban en el centro del debate nacional. Chile a partir de su ofre­cimiento de presidir la COP25 y en respuesta a los compromisos internacionales en la materia, asumía la tarea bajo el eslogan “#es tiempo de actuar”, de convencer a los países de elevar sus metas nacionales de reducción de emisiones, relevar la participación de la ciencia y la juventud en las discusiones climá­ticas y promover el enfoque de género, entre otros objetivos. A su vez, se hacían esfuerzos por acelerar la agenda pública ambiental y se llegaba a acuerdos multisectoriales para, por ejemplo, iniciar un proce­so de carbono neutralidad al 2050. Aunque hubo un temor inicial de que estos temas quedaran relegados a un segundo plano frente a las demandas sociales y económicas que exigía la población durante la crisis social, la desigualdad como motor principal del des­contento ciudadano incluyó, sin lugar a dudas, de­mandas directamente vinculadas con la transforma­ción del modelo de desarrollo del país y la protección del medio ambiente, incluyendo la necesidad de pro­teger a los grupos más vulnerables de los impactos del cambio climático. Estas demandas hicieron eco no solo en las zonas de sacrificio, sino también en las comunidades rurales e indígenas que han sido golpeadas por la escasez hídrica, deterioro de su entorno natural y pérdida de alimentos.

En seguimiento a lo que establece la Agenda 2030 y los ODS, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Chile lanzó el año 2017 las 10 claves ambientales para un Chile sostenible e inclusivo. Este documento quiso instalar en el debate técnico y político los temas que eran prioritarios para avanzar en una senda de desarrollo sostenible: diversificar la matriz productiva, fortalecer la institucionalidad am­biental, transformar las finanzas ambientales, fomen­tar la democracia y la equidad ambiental, aumentar la resiliencia y adaptación al cambio climático, así como reducir el riesgo de gestión de desastres, acelerar la transición energética, conservar la biodiversidad, ga­rantizar la seguridad hídrica y disminuir la contami­nación ambiental.

Todos estos temas incluyen recomendaciones que pretenden no solo contribuir a lograr transformacio­nes estructurales para avanzar hacia un modelo de de­sarrollo sostenible; también, a disminuir las desigual­dades, reducir la pobreza y proteger el medioambiente de manera que todas las personas gocen de bienestar.

Sin embargo, lo anterior no es posible si no están asegurados los derechos humanos fundamentales y, en particular, aquellos de carácter ambiental, como el derecho al ambiente sano y equilibrado, derecho al agua potable y al saneamiento, derecho a la alimenta­ción, derecho al acceso a energías renovables, derechos de las personas en casos de catástrofes y derechos de los desplazados ambientales.

En efecto, no estamos solamente ante la oportuni­dad de analizar y debatir sobre los derechos ambien­tales que debiesen ser garantizados en la actualidad; estamos ante la necesidad urgente de asegurar que contemos con una visión ampliada del medioambien­te y, a su vez, integrada a un modelo de desarrollo que promueva su protección. Para lograr esta visión holís­tica es fundamental que incorporemos en este cami­no constituyente principios que se consideran claves para lograr la sostenibilidad, principios que nacieron ya en 1992, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro, y que incorporan no solo aspectos de ética, integralidad, paz y derechos humanos, sino también de participación, justicia e información.

El principio número 10 de la Declaración de Río subraya la necesidad de reforzar el nexo entre desa­rrollo sostenible y derechos humanos, pues contri­buirá a que se concreten los espacios de participación y acceso a la información ambiental que exigen pro­cesos democráticos, cuyos resultados finales pueden ser el comienzo de un cambio de paradigma nunca antes soñado.

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