La asombrosa fertilidad de la devastación

La narradora escocesa Cal Flyn visita 12 lugares del planeta que vivieron procesos de auge, degradación y desalojo: sitios abandonados por la guerra, catástrofes naturales, negligencias industriales o declives financieros. Con todo, Islas del abandono es más que un mapa de cataclismos; también es un tejido de historias de redención: la intención es testificar sobre cómo la naturaleza no solo se recupera de los desastres, sino que los aprovecha para renovarse y fortalecerse.

por Daniel Campusano I 2 Agosto 2024

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Durante sus expediciones, Cal Flyn recorre diversos paisajes con “la sensación desconcertante de un peligro camuflado” y, al mismo tiempo, refuerza sus divagaciones con una pertinente precisión botánica y zoológica. Las especies, organismos y accidentes geográficos tienen nombre, color, aroma, textura, y el eco de los territorios se vincula hábilmente al concepto de “memoria ecológica”: la constatación de que, así como los humanos estamos constituidos de traumas y fracturas, los ecosistemas respiran considerando la mutilación de su pasado.

Otro acierto de Flyn es acompañarse en sus paseos por hombres enigmáticos o mujeres vigilantes que han permanecido en sus espacios con una mezcla de orgullo y conformidad (“se entiende que existir aquí es renunciar, pero también reivindicar”). La voz de los anfitriones funciona para escenificar la agonía del cotidiano y, de paso, marcar la cautela de la voz narrativa: Flyn, más intrusa que turista, no parece dominada por los análisis ni lamentaciones, sino por una seguidilla de sospechas y revelaciones.

Los 12 recorridos de Flyn se dividen en cuatro partes ordenadas según el tipo de destrucción y el grado de responsabilidad humana. El periplo arranca en su Escocia natal, específicamente en los restos de un antiguo polo petrolero de West Lothian. La última mina de lutita cerró en 1962 y dejó una tierra yerma: un vertedero de residuos estériles donde, sin embargo, nace una gama de valerianas, rosas mosquetas y otras especies arrastradas por el viento —o propagadas en el excremento de las aves.

En la segunda visita, Flyn conoce la última casa grecochipriota: un disputado espacio entre la República de Chipre y la República Turca del Norte de Chipre, Estado cuya existencia solo reconoce Turquía. Un espacio geopolíticamente incomprensible, donde hoy se estudian las especies que se adueñaron de los prados y acantilados cuando las balas se apagaron: plantas infrecuentes como el tulipán carmesí y la asombrosa orquídea abeja.

El tercer destino son los campos de Harju, en la Estonia rural, lugar donde la Unión Soviética desplegó inmensos invernaderos (llamados kolijos o granjas cooperativas), expropiados a los campesinos locales. Una vez desintegrado el gobierno central, el nuevo orden de Yeltsin —en un simbólico rechazo al comunismo— redistribuyó los kolijos entre los antiguos dueños y sus herederos, pero la tierra cayó en desuso, los almacenes quedaron como monumentos del régimen y se atiborraron de álamos, enebros y “la leve respiración de los cuerpos inmóviles pero llenos de vida”.

Cuando Flyn pisa Chernóbil, (…) rápidamente se pregunta si la ciudad es un infierno radiactivo… o un refugio de la naturaleza. Sin relativizar el peligro de un viento cargado de yodo y cesio, se asombra al contemplar una deslumbrante flora radiactiva: abedules, líquenes, musgos y hongos nocivos para el ser humano, pero que hacen resplandecer las praderas. Una de las teorías científicas expuestas, a propósito, defiende que pequeñas dosis de agentes radiactivos pueden fortalecer el sistema inmunitario de los organismos y reforzar una nueva ‘memoria genética’.

Cuando Flyn pisa Chernóbil, en tanto, rápidamente se pregunta si la ciudad es un infierno radiactivo… o un refugio de la naturaleza. Sin relativizar el peligro de un viento cargado de yodo y cesio, se asombra al contemplar una deslumbrante flora radiactiva: abedules, líquenes, musgos y hongos nocivos para el ser humano, pero que hacen resplandecer las praderas. Una de las teorías científicas expuestas, a propósito, defiende que pequeñas dosis de agentes radiactivos pueden fortalecer el sistema inmunitario de los organismos y reforzar una nueva “memoria genética”. El zinc, por ejemplo, produce flores amarillo-limón, las plantas alrededor del manganeso sufren gigantismo y el sulfato de cobre produce especies enanas pero firmes.

En la segunda parte del libro, Flyn empieza contemplando el escalofriante deterioro urbano de Detroit, en Estados Unidos. La narradora sintetiza en el concepto de blight —término agrícola que representaba “la muerte repentina de todos los cultivos”— el destino de miles de propiedades vacías y la plaga de autos levantados por ladrillos (como el despojado vehículo del poema “Apocalipsis doméstico” de Gonzalo Millán). Después de medio siglo de bonanza, las automotoras cerraron —las industrias fueron centralizadas o derivadas al extranjero— y solo quedaron los galpones de armazones donde, en los intersticios de la chatarra, relucen brotes de diversos colores.

Como destino obligado, Flyn llega a Paterson, Nueva Jersey, la célebre “belén del capitalismo” o la “zona cero de la América Moderna”. El relato abre con una imagen fascinante: en medio de la batalla de Monmouth, Alexander Hamilton (asistente de George Washington y uno de los padres de la república) quedó embelesado con la cascada del río Passaic y el arcoíris que surgía entre la niebla. Hamilton no se olvidó del lugar y, en 1791, lo escogió para que se convirtiera en la primera ciudad industrial estadounidense. En su esplendor, Paterson llegó a alimentar 350 fábricas, entre ellas la armería Colt, varias algodoneras y talleres de ferrocarriles. A mediados del siglo XX, la crisis oxidó todo y las bodegas se cubrieron de vegetación, pobreza, desempleo, pandillas y heroína. Por esas mismas fechas, Allen Ginsberg —hijo ilustre de la zona— le escribió a su coterráneo y mentor, Williams Carlos Williams, una carta donde se refería a Paterson como “un abuelo grande y triste que necesita compasión”.

En la tercera parte, Flyn avanza unos kilómetros desde Paterson para contemplar la bahía de Newark, una antigua ciudadela de refinerías y curtiembres. Los químicos desprendidos a principios del siglo XX —entre ellos, el célebre insecticida DDT, denunciado por Rachel Carson en Primavera silenciosa (1962)— se calificaron como “prácticamente no biodegradables”, y hoy la bahía es un cementerio de remolcadoras y transportadoras en donde nadan cangrejos azules que lucen un aspecto formidable, pero que cargan suficientes dioxinas para provocar cáncer a cualquier organismo.

Quizás el punto más fascinante del ensayo es cuando Flyn visita el bosque de Verdún (Francia), el mítico lugar donde en 1916 se vivió la batalla más extensa de la Primera Guerra Mundial. Se calcula que murieron 300 mil hombres, se dispararon 40 millones de proyectiles y el suelo padeció el equivalente a 10 mil años de erosión natural. Una región devastada o, en sus palabras, “una criatura desollada”. Años después de la masacre, sin embargo, una lluvia de amapolas escarlatas honra a los caídos, excepto en un perímetro donde se cavó una fosa y se acopiaron los restos de gases mortíferos. A esta zona baldía y envenenada se la bautizó como la Place a Gaz (“El lugar del gas”), una piscina semejante al alquitrán donde los musgos se aferran en los bordes.

Abrumada por la experiencia en Verdún, Flyn aterriza en Tanzania donde conoce el sorprendente Instituto Biológico Agrícola de Amani, un laboratorio donde, a principios del siglo XX, se introdujo toda la flora y fauna que pudiese adaptarse al clima de la entonces África Oriental Alemana. Después de la Primera Guerra, los británicos tomaron el país y centraron los esfuerzos del Instituto en encontrar la cura para la malaria, hasta que en 1961 Tanzania logró su independencia, comenzó una guerra con Uganda y se detuvo el financiamiento. Alrededor de los laboratorios quedó un ecosistema único y forzado que, con los años, ha sustentado perspectivas ecológicas que se abren a reevaluar la prohibición de la introducción de especies nativas (propuesta que sus defensores, sin arrugarse, denominan “el nuevo orden ecológico mundial”).

Quizás el punto más fascinante del ensayo es cuando Flyn visita el bosque de Verdún (Francia), el mítico lugar donde en 1916 se vivió la batalla más extensa de la Primera Guerra Mundial. Se calcula que murieron 300 mil hombres, se dispararon 40 millones de proyectiles y el suelo padeció el equivalente a 10 mil años de erosión natural. Una región devastada o, en sus palabras, ‘una criatura desollada’. Años después de la masacre, sin embargo, una lluvia de amapolas escarlatas honra a los caídos, excepto en un perímetro donde se cavó una fosa y se acopiaron los restos de gases mortíferos.

De vuelta en Europa, la narradora retorna a Escocia para conocer los estudios zoológicos en la isla de Swona, un antiguo mercado pesquero deshabitado en 1974, hoy convertido en un observatorio de ganado crecido lejos de la supervisión de granjas y veterinarios. Una organización social que recuerda cómo la mansedumbre y domesticación humana no son otra cosa que “la cría selectiva de un animal que repercute en sus formas futuras”. O como sintetizó el mismo Darwin en El origen de las especies, algunos animales domésticos tienen las orejas caídas porque ya no utilizan sus músculos destinados a advertir el peligro.

En la cuarta y última parte, Flyn visita la isla caribeña de Montserrat, donde en 1997 el volcán Soufriere Hills arrojó cinco millones de m2 de magma y sepultó el pueblo en cenizas. “La imagen sublime y terrorífica de la lava en una incandescencia líquida” se compara con el mayor evento de extinción que ha conocido el planeta: la erupción de un supervolcán que provocó la extinción del Permico-Triásico hace unos 252 millones de años. En la ocasión, más del 95 por ciento de las especies marinas y tres cuartas partes de la terrestre fueron erradicadas, la mayoría de ellas anápsidos: esas lagartijas con el cráneo horadado que dominaban el planeta antes de los dinosaurios.

Cuando Flyn vuelve a EE.UU. y llega a su último destino, anota: “Mis titubeantes progresos adquieren cada más el vertiginoso significado de un sueño”. Esta vez camina absorta por la orilla del mar de Salton, en California, un balneario devastado por recibir canales agrícolas llenos de fertilizantes. En 1999, 10 millones de peces se encontraron flotando y los cadáveres de miles de aves se repartieron en la playa. Un ecosistema enfermo de arsénico y selenio que, para Flyn, es “una metáfora del tiempo profundo” que le permite detenerse en eso que latía desde el inicio y, por supuesto, no podía evadirse en un ensayo de estas intenciones… el calentamiento global.

Cuando Flyn organizaba la información del libro, algunos colegas le preguntaron si no estaría socavando de algún modo el trabajo de activistas y legisladores medioambientales con “premisas optimistas”, pero ella respondía que no buscaba rebatir o relativizar evidencias científicas, sino testificar la inherente resiliencia de la naturaleza en la tempestad. En una de sus digresiones, como descubriendo algún hilo o bisagra del misterio, divaga: “Cada una de las grandes extinciones en el planeta se ha visto reemplazada por un estallido de creatividad evolutiva”.

Islas del abandono no es un ensayo alarmista ni combativo ni, mucho menos, propone soluciones. La dimensión poética de las revelaciones de Flyn no edulcora las circunstancias; por el contrario, comunica esa inmensa sensación de pequeñez de los humanos ante las explosiones y respuestas de la naturaleza. En los bosques de Verdún, Flyn observa cómo una cierva huele la hierba que crece a la orilla de un arroyo envenenado con miedo o al menos cautela, como si supiera que en lo profundo yacen los huesos de soldados alemanes y franceses. Al terminar la lectura, podemos preguntarnos si acaso los humanos nos convertiremos en esa cierva que —conscientes de la devastación del entorno— pegaremos el hocico a la hierba y buscaremos alimento entre los escombros.

 


Islas del abandono, Cal Flyn, Fiordo, 2023, 343 páginas, $18.000.

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