Todo lo que hay en la Tierra morirá

Desde el 1900, el número de especies desaparecidas se ha multiplicado por 100, algo no registrado desde la extinción de los dinosaurios. Algunas estimaciones hablan de la completa desaparición de la mitad de las especies hoy conocidas hacia el 2100; otras calculan que un 41% de los anfibios, un 26% de los pájaros y un 60% de los corales podrían extinguirse de aquí al 2050. Como un arca de Noé sin diluvio, solo sobrevivirá lo que se decida preservar, es decir, aislar. Con la muerte de cada especie o con su confinamiento en reservas o parques, lo que se pierde es una posibilidad de interacción, de conformar un mundo, varios mundos con ellos y entre ellos. No solo con nosotros los humanos, sino entre ellos mismos.

por Luis Felipe Alarcón I 9 Mayo 2024

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La extinción también tiene una historia y se remonta a principios del 1800, cuando comenzó a tener un estatuto científico. Antes de eso, la idea de que muchas especies habían desaparecido —y de que otras tantas lo harían en el futuro— no pasaba de ser una especulación controversial. Si se sigue la opinión mayoritaria, es en el discurso preliminar a Investigación sobre las osamentas fósiles de cuadrúpedos, donde se reconstruyen los caracteres de diversas especies de animales que las revoluciones del globo parecen haber destruido, de Georges Cuvier, donde se encuentra por primera vez formulada, de manera más o menos rigurosa, la noción que hoy es simplemente una evidencia. El título es ya decisivo, pero lo fundamental es que allí se cruzan por primera vez la historia del planeta y la historia de los seres vivos. “Mi objetivo será mostrar cómo se liga la historia de los huesos fósiles de animales terrestres con la teoría de la Tierra, y por qué estos tienen una particular importancia para ella”, leemos apenas comenzado el discurso.

Poco a poco, con el paciente tono de su época, Cuvier da a conocer que los estratos más superficiales del planeta contienen fósiles de animales similares a los que todavía la pueblan, pero a medida que se entra más y más, las especies se vuelven menos reconocibles. Se llega finalmente a un punto en el que ya no hay fósiles. La vida comenzó entonces en un momento determinado y fue diversificándose hasta llegar a nosotros. ¿Qué pasó con esas especies intermedias, de las que solo se conocen fósiles, pero no ejemplares vivos?

Tuvieron que ser destruidas, deduce Cuvier, por grandes catástrofes.

La tesis estaba lejos de ser aceptada por todo el mundo. Jugaba en contra la religión, por cierto, pero también el entusiasmo: Thomas Jefferson, al enterarse del descubrimiento de los huesos del mastodonte, les encargó a dos exploradores del Pacífico que estuvieran atentos, pues el animal podría estar todavía rondando por esos parajes. Lo había hecho, claro, pero hace unos 10 mil años. La idea de que una especie se extinguiera simplemente no le cabía en la cabeza.

Suena increíble, pero es cierto: lo que hoy parece no solo evidente, sino inevitable, era hasta hace no tanto inconcebible.

Sea como sea, mientras Cuvier identificaba los estratos de la Tierra gracias a los fósiles, más de una especie desaparecía para siempre. El antílope azul de El Cabo, por ejemplo, el primer gran mamífero africano en ser víctima del humano. Unos años después fue el turno del alca gigante, también conocido como gran pingüino. Su historia ejemplifica bastante bien la lógica que llevó a la desaparición de muchas especies durante el siglo XIX. Si bien había sido cazado y utilizado como alimento desde el paleolítico, la temprana sobreexplotación pesquera lo fue despojando de su alimento, hasta hacerlo desaparecer de Europa. Hacia el siglo XVI solo quedaban especímenes en Norteamérica. Desaparecido también allí, se refugió en Islandia, donde recibió cierta protección gracias a los altos impuestos a la caza implementados por las iglesias escandinavas. Las Guerras Napoleónicas terminaron con ese dominio eclesiástico, lo que no hizo más que acelerar su desaparición.

Es posible que ya no tengamos ninguna relación con los animales ni con los extintos ni con los que todavía sobreviven. En ciudades como Santiago o Valparaíso todavía podemos acercarnos a un perro, acariciarlo, mirarlo a los ojos. Esa posibilidad se reduce drásticamente en otras metrópolis del mundo, y de todos modos, el perro es una especie ya modificada, domesticada. Si bien la situación mejora en las zonas rurales, poco queda de un contacto salvaje.

Su rareza lo volvió codiciado, ya no para la alimentación sino para el confort. Como escribe Michael Blencowe: “Sus suaves y sedosas plumas eran el último grito de la moda en lo que a rellenos de cubrecamas, colchones y almohadas se refiere. Los hombres se trasladaban ahora cada verano a las islas Funk, donde instalaban campamentos para poder cazarlos a escala industrial”. Su inminente extinción lo puso en la mira de coleccionistas de todo el mundo, que queriendo hacerse de un ejemplar disecado, no hicieron más que aumentar su precio: “El alca era ahora buscado no por su carne o sus plumas, sino como objeto de museo”, sentencia Blencowe. El último par de alcas gigantes de las que tenemos noticia fue cazado en 1844: se comentaba que en Dinamarca ofrecían 100 coronas por su piel y un pescador estuvo dispuesto a un último esfuerzo por cobrarlas. En 1852, al parecer, se avistó un solitario alca en Terranova, tal vez el último.

El alca gigante es apenas un ejemplo. Desde el 1900, el número de especies desaparecidas se ha multiplicado por 100, algo no registrado desde la extinción de los dinosaurios. Algunas estimaciones hablan de la completa extinción de la mitad de las especies hoy conocidas hacia el 2100; otras calculan que un 41% de los anfibios, un 26% de los pájaros y un 60% de los corales podrían desaparecer de aquí al 2050. Si no se hace algo pronto, solo el 25% de las especies hoy conocidas seguiría habitando el planeta el 2200. Estos números son preocupantes, pero siguen siendo abstractos. Cada especie tiene historias, modos de vida e interacción particular. Lo que desaparece es la singularidad de un canto, un modo de nadar, de volar, organizarse, desplegar colores e incluso de mirar. Nombrarlas, hacer su historia, es una manera de devolverles su singularidad, de no dejar que se diluyan en una estadística.

Esa tarea se dio Michael Blencowe en Gone. Stories of Extinction, libro que repasa la historia de la desaparición de 11 especies, desde el alca gigante a la anémona de mar de Ivell, pasando por el dodo, la huia y la xerces azul, primera mariposa norteamericana en extinguirse debido a la pérdida de su hábitat. Son historias tristes, pero Blencowe se las arregla para hacer aparecer la ternura y hasta el humor. La pregunta que, tal vez sin quererlo, atraviesa todo su libro es cómo nos relacionamos con esas especies que ya no están. Lo que se dibuja es una historia personal, la de sus obsesiones, sus sueños, sus cariños particulares por tal o cual animal que nunca pudo conocer. En la primera historia, relata: “Los sábados de mi infancia los pasé con los binoculares colgados al cuello, buscando aves en los parajes salvajes de Devon. Tachaba con aire triunfal cada nuevo descubrimiento de la ‘Lista de las aves de Devon’, colgada en la pared de mi pieza junto al póster de La guerra de las galaxias. En esa lista, entre charranes y palomas, había un grupo de aves marinas aerodinámicas: los alcas. Y entre ellos, en esa lista de aves de Devon, había dos palabras que me dejaron boquiabierto: gran alca. No aparecía en mis guías de aves de Gran Bretaña, Europa o ningún otro lugar. Residía en mis libros sobre animales extintos: el último pájaro británico en extinguirse a escala global”.

¿Qué significa ese paso de las guías de campo a este otro libro, cada vez más voluminoso, de los animales extintos? Ciertamente una tragedia, pero también el fin de una posibilidad de contacto, de interacción con ellos. En el capítulo dedicado al cormorán brillante, escribe: “De pronto me doy cuenta de que estoy tocando por primera vez en mi vida a un animal extinto”. Y es que Blencowe no solo repasa la historia de la desaparición de esos 11 animales, también relata sus visitas a museos, colecciones y reservas, su búsqueda de un imposible contacto.

Pero que se agreguen páginas al gran libro de los animales extintos encierra algo más. Lo que Cuvier describió son las grandes extinciones masivas ligadas a catástrofes o, en su vocabulario, a las “revoluciones de la Tierra”. La primera de la que se tiene registro es la del Cretácico-Paleógeno, ocurrida hace 66 millones de años. Se calcula que en solo 66 días desapareció el 76% de las especies. La última fue la del Ordovícico-Silúrico, en la que en aproximadamente mil millones de años desapareció el 85% de las especies. En ambos casos, las causas, aunque discutidas, son “naturales”: meteoritos, erupciones, glaciaciones, supernovas.

Ilustración del siglo XVIII del antílope azul.

Lo que Blencowe describe, en cambio, son extinciones “de fondo”, que se caracterizan por ser progresivas. Eso es lo que permite que cada extinción sea única y tenga una historia particular. A diferencia de las cinco extinciones masivas anteriores, esta vez podemos hacer algo para evitarlo. Ese algo ha sido, en la mayor parte de los casos, la implementación de programas de conservación.

Esto encierra otra tragedia: esa pérdida de contacto que cruza el libro de Blencowe no la vivimos hoy solo con los animales extintos. La necesidad de proteger a las especies se ha vuelto, como en el caso del alca gigante o la huia, una sutil manera de hacerlos desaparecer. En El animal como pensamiento, reflexionando sobre las reservas y la desaparición de la vida salvaje, Jean-Christophe Bailly escribe: “Evocar un mundo como ese es evocar lo que fue durante milenios una regla no escrita, un reglamento espontáneo. Es evocar una forma que solo ha tambaleado hace algunos siglos en Europa y hace algunos decenios en el resto del mundo. Pero el movimiento parece irreversible, al punto de que al atravesar las reservas se tiene forzosamente la impresión de estar confrontado a los vestigios de un mundo que pronto desaparecerá. La posibilidad de que ya no haya animales salvajes, o de que solo existan subyugados o en parques, la vemos dibujarse día a día”.

Es posible que ya no tengamos ninguna relación con los animales ni con los extintos ni con los que todavía sobreviven. En ciudades como Santiago o Valparaíso todavía podemos acercarnos a un perro, acariciarlo, mirarlo a los ojos. Esa posibilidad se reduce drásticamente en otras metrópolis del mundo, y de todos modos, el perro es una especie ya modificada, domesticada. Si bien la situación mejora en las zonas rurales, poco queda de un contacto salvaje. Como un arca de Noé sin diluvio, o un caldero si se toma en cuenta el aumento de las temperaturas, solo sobrevivirá lo que se decida preservar, o sea, aislar. Con la muerte de cada especie, o con su confinamiento en reservas o parques, lo que se pierde es una singularidad, es decir, una red de interacciones posibles que da pie a nuevos mundos, todavía no imaginados, con ellos y entre ellos.

Tal vez no sea casual que Cuvier haya sido, al mismo tiempo, el precursor de la idea misma de extinción y quien clasificó el reino animal en especies. Algo fundamental de nuestra relación con ellos se juega allí, en la manera que aún tenemos de verlos como algo fijo, como un objeto susceptible de ser descrito de una vez y para siempre, engrosando una cuidadosa lista o una enorme estadística.

Pero lo cierto es que si, como lo hizo Blencowe, se emprende la crónica de una extinción, lo que vemos desplegarse no es la trágica historia de una especie aislada, sino la red de interacciones que la llevaron a desaparecer. Lo mismo puede decirse de las especies que aún pueblan la Tierra: su historia es la historia de sus interacciones. Y eso es lo que la hace singular, pues la singularidad no es un atributo que se posea, es al mismo tiempo, el fruto de interacciones pasadas y la posibilidad de crear maneras nuevas de ser, formas inéditas de habitar y relacionarse con el mundo. Así, nada ni nadie es por sí mismo singular, lo que hay son procesos de singularización que dependen de la interacción con el medio, con otros individuos y otras especies. Lo que está en juego en la extinción no es entonces solo el destino de una especie en particular, sino la posibilidad misma del mundo, entendido como el horizonte de posibilidades abiertas por la interacción, posibilidades siempre inéditas, imposibles de anticipar. Jean-Christophe Bailly, en El animal como pensamiento, lo dice así: “Todo animal es un comienzo, una puesta en marcha, un punto de animación y de intensidad, una resistencia. Toda política que no tome en cuenta esto (es decir, la casi totalidad de las políticas) es una política criminal”.

 

Imagen de portada: Ilustración del siglo XIX de dos alcas gigantes.

 


Discours sur les révolutions de la surface du globe, Georges Cuvier, Christian Bourgois, 1985, 335 páginas, €10,67.


Gone. Stories of Extinction, Michael Blencowe, Aurum Press, 2022, 208 páginas, US$15.


El animal como pensamiento, Jean-Christophe Bailly, Metales Pesados, 2014, 100 páginas, $16.300.

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