“Cuando era niño, ansiaba tener un par de ojos extra en la parte de atrás de mi cabeza. ¿Qué era ese anhelo sino una impaciencia ante la limitación humana, una aversión a no verlo todo, un rechazo, en fin, a no ser Dios?”, escribe el autor de este ensayo, quien recorre la literatura y su propia pasión por lo diminuto y lo preciso, para descubrir que allí existe una promesa de revelación total. Incluso más: la miniatura cumple el sueño de duplicar el universo.
por Steven Millhauser I 31 Octubre 2019
El reino de la miniatura espera a su apasionado y docto explorador. Es un reino ricamente provisto de creaciones que penetran de manera honda en la imaginación, creaciones como piezas de ajedrez intrincadamente talladas, circos y teatros de papel, monos de cuescos de durazno, pasteles en forma de catedrales, el pequeño carruaje mecánico descrito por Poe al principio de “El jugador de ajedrez de Maelzel”, cuentas de rosario de boj del tamaño de ciruelas que se abren para revelar escenas minuciosamente esculpidas de la vida de Cristo, el encantador praxinoscopio-teatro inventado por Émile Reynaud en 1879, los diminutos utensilios de cocina de estaño y cobre fabricados por los fundidores de cobre de la ciudad medieval de Núremberg para satisfacer las necesidades de las muñecas. Un grueso y suntuosamente ilustrado volumen anhela ser escrito acerca de la historia de los objetos en miniatura, sus tipos y clases, sus usos, su significado cultural, su condición de obras de arte, y un segundo volumen, no menos grueso, bien podría considerar su descendencia imaginativa en obras de literatura. Lo que quiero hacer aquí, sin embargo, es solo considerar la naturaleza de la miniatura misma, y preguntar qué es lo que cautiva la imaginación en presencia de este segundo mundo.
¿En dónde descansa la fascinación de la miniatura? La sola pequeñez no fuerza a maravilla necesaria alguna. Un grano de arena, una hormiga, una gota de lluvia, una tapa de botella, pueden interesar o sorprender a la vista, pero no capturan la atención con esa peculiar intensidad que provoca la miniatura. No lanzan un hechizo. La miniatura, entonces, no debe confundirse con lo solamente diminuto, pues, la miniatura no existe aislada: es por naturaleza una versión más pequeña de otra cosa. Es decir, la miniatura implica una relación, una discrepancia. Un objeto tan grande como una casa de muñecas puede ejercer la fascinación de la miniatura de manera tan completa como la más diminuta taza de té en el armario más pequeño de la muñeca.
Pero, ¿por qué la discrepancia debería tener un interés? Creo que la respuesta es esta, que la discrepancia de tamaño es una forma de distorsión y todas las formas de distorsión sobresaltan nuestra atención: el ojo desatento y cansado, al pasar a través de un mundo sin interés, percibe sin poder hacer nada ante algo que en el austero panorama no es como debería ser. El ojo se impacienta en la atención. Se ve obligado a realizar un acto de reconocimiento. Quizá por primera vez desde la infancia, ve. Pero lo que he dicho es cierto respecto de todas las formas de discrepancia y no solo de la particular discrepancia que es la miniatura. Alguna comprensión del hechizo lanzado por esta discrepancia específica se puede obtener al considerar, primero, la naturaleza de la particular discrepancia que es lo gigantesco.
Lo gigantesco atrapa mi atención con una fuerza igual a la de la miniatura, pero no me afecta de la misma manera. Impresiona, no hechiza. Lo gigantesco produce en el espectador una sensación de incomodidad, de peligro. Una pulga magnificada es la materia de las pesadillas. Obliga a una atención horrorizada. Las abejas de Brobdingnag son más terribles que la artillería de Lilliput. Considere un objeto tan inocente como un salero, imagínelo de 80 pies de altura, aunque pueda sonreír, su sonrisa será intranquila, no escapará a la sensación de temor inherente a la inmensidad. El gigantesco tallo de frijol es tan aterrador como el Gigante. Tal vez lo gigantesco le recuerda a uno el mundo distorsionado de la primera infancia, un mundo de inmensas habitaciones con paredes encumbradas, de las que colgaban altos cuadros y provistas de ventanas que empezaban demasiado arriba del piso, habitaciones llenas de enormes objetos peligrosos que llegaban más arriba de la cabeza de uno, como la aterradora mesa de cristal de Alicia con la pequeña llave encima.
Lo gigantesco amenaza continuamente con eludirnos, con hacerse demasiado grande para poseerlo con la vista. Hay algo exuberante, profuso, imparable en la idea misma de lo gigantesco. Contemplamos a los brobdingnagnenses y sus cabezas se desvanecen en las nubes; el gigantesco saltamontes del Museo de la Ciencia de Boston se descompone en una multiplicidad de partes; e incluso la magnificación óptica de una pulga amenaza con escapar de la posesión visual por ser excesivamente precisa.
Pero permítasenos indagar más de cerca en la relación entre el objeto gigantesco y el objeto del cual surge. La magnificación, o gigantificación, parece producir dos cambios importantes: crea detalles que nunca antes se habían visto y cambia la forma del detalle original. El objeto ha dejado de ser él mismo al llegar a ser más él mismo. Gulliver, expuesto a un pecho brobdingnagnense, ve imperfecciones y decoloraciones que le hacen reflexionar sobre las hermosas pieles de las señoras inglesas; y cuando más tarde ve a las desnudas damas de honor brobdingnagnenses, observa que sus lunares son del tamaño de bandejas, y los pelos en los lunares más gruesos que hilos de sisal. O, para tomar un ejemplo diferente y más familiar: en cualquier libro de insectos uno puede ver los ojos de una hormiga. En libros más especializados se pueden ver los pelos en las patas de la hormiga y las garras al final de las patas. Vemos el detalle nunca antes visto, y la forma y estructura de las patas cambia con cada aumento de tamaño. Estas imágenes son tan comunes que puede perderse la sensación de asombro y se debe volver a la literatura de horror popular –los insectos monstruosos representados en macabros libros de cómics, por ejemplo– para sentir por un momento la fuerza original del pavor.
A diferencia de lo gigantesco, la miniatura carece de pavor. Aquí reside parte de su secreto encanto.
Nos permitimos rendirnos por completo, despreocupados del peligro. Nos mantenemos alejados de lo gigantesco, fascinados pero horrorizados; nos sometemos a la miniatura en una capitulación sensual. Pero la miniatura no solo carece de pavor, sino que también invita a la posesión. Y aquí yace un secreto más profundo. Porque el mundo es elusivo, no lo poseemos. Los objetos grandes, especialmente, se nos escapan. No podemos poseer una casa de la manera en que podemos poseer una silla, no podemos poseer una silla de la manera en que podemos poseer una taza, no podemos ver las cosas en su verdadera integridad. Podemos conocer una casa habitación por habitación, desde el interior, pero no podemos asimilar todas las habitaciones en una planta. Una casa de muñecas nos permite poseer una casa de esta manera, verla más completamente. La fascinación de la miniatura es en parte la fascinación de la perspectiva de la montaña. Estar arriba, mirar hacia abajo, con mirada anhelante captar más de un solo vistazo: aquí estamos en el umbral mismo del embeleso de la miniatura.
Cuando era niño, ansiaba tener un par de ojos extra en la parte de atrás de mi cabeza. ¿Qué era ese anhelo sino una impaciencia ante la limitación humana, una aversión a no verlo todo, un rechazo, en fin, a no ser Dios?
He dicho que lo gigantesco aumenta el detalle y puede parecer evidente que la miniatura por su misma naturaleza debe disminuir o suprimir el detalle. Pero esto no es de ninguna manera el caso. La miniatura, más estrechamente considerada, tiene una relación especial y más bien compleja con el detalle. El propio hecho de la pequeñez exige de nosotros una atención acentuada; la cara es acercada al objeto, y en muchos casos el tamaño de la cara y hasta de los ojos se ha vuelto gigantesco en relación al objeto. El ojo, ardiendo en un acto de feroz atención, experimenta un hambre del detalle. Este es un punto de suma importancia, porque el ojo atrapado por la miniatura se cansará rápidamente si no percibe la intensidad de la ejecución, la riqueza del detalle. Cuando niño, fui amargamente decepcionado por los pequeños árboles verdes de mi granja en miniatura. No era porque estuvieran hechos de plástico, aunque me preocupaba la diferencia entre la apariencia de las hojas y la del plástico; sino más bien porque fueran tan carentes de detalles. Eran planos, no tupidos, con una mera sugerencia de follaje; los troncos ni siquiera eran marrones, sino verdes. Lo que anhelaba no era una aproximación más cercana, sino un árbol preciso en miniatura, con hojas individuales en las que diminutas venas fueran visibles, un árbol con tallos y ramas, y en esas ramas un nido en miniatura tejido de ramitas en miniatura y pedazos de cuerda en miniatura. Mis pequeños árboles eran aburridos, me engañaron y no los perdoné, como nunca se perdona una obra de arte que es general y vaga. Solo podía jugar con ellos al no mirarlos de cerca, al imaginar su perfección. Mucho más satisfactorio fue el modelo de barco de madera de balsa que observé a mi padre construir. Había una pequeña cabina con una ventana, un cabrestante de bronce en miniatura y una rueda en miniatura, botes salvavidas en miniatura con asientos en miniatura suspendidos de pescantes en miniatura, y un intrincado sistema de aparejos que usaban hilo negro. Incluso mi granja de cartón con establos separados y una escalera que llegaba al pajar no podía competir en precisión.
Así, la miniatura capta la atención por el hecho de la discrepancia y la sostiene por la calidad de la precisión. La miniatura se esmera hacia el ideal de la imitación total. Cuanto más preciso, más sorprendente. Por esta razón, la miniatura nunca debe ser tan pequeña como para difuminar los detalles. Un buque de una pulgada de largo puede impulsar a la maravilla y al embrujo, pero cansará al ojo antes que un elaborado y preciso modelo de dos pies, a menos que por algún milagro de construcción, ese barco de una pulgada reprodujera fielmente todos los detalles capturados por el modelo. La relación entre la pequeñez y la cantidad de detalles precisos es la medida de nuestra maravilla.
Un problema parecería surgir: si la versión gigantesca de un objeto diminuto es más pequeña que la versión en miniatura de un objeto grande, ¿no ejercerá sobre nosotros el pequeño objeto gigantesco la particular fascinación asociada con la miniatura? ¿No nos encantará más la hormiga de dos pulgadas que el barco de dos pies? El problema se resuelve recordando que lo gigante y la miniatura son discrepantes, y dependen para su efecto únicamente de la relación con sus originales.
Algo de la maravillosa precisión alcanzada por los practicantes del arte de la miniatura es sugerido por un ejemplar particularmente cautivador descrito también de manera muy breve por D’Israeli en sus Curiosidades de la literatura. “En el año 1675, el duque de Maine recibió un gabinete dorado, del tamaño de una mesa moderada. En la puerta estaba escrito, El departamento del ingenio. El interior exhibía una alcoba y una larga galería. En un sillón estaba sentada la figura, hecha de cera, del propio duque, el parecido más perfecto imaginable. De un lado estaba de pie el duque de La Rochefoucauld, a quien él le presentaba un papel con versos para su examen. El señor de Marcillac y Bossuet, obispo de Meaux, estaban parados junto al sillón. En la alcoba, madame de Thianges y madame de la Fayette estaban sentadas, retiradas, leyendo un libro. Boileau, el satirista, de pie en la puerta de la galería, impidiendo la entrada de siete u ocho malos poetas. Cerca de Boileau estaba Racine, que parecía llamar a La Fontaine para que avanzara”. Uno desearía que él hubiera descrito estas miniaturas de cera con más detalle. ¿Se les habrán puesto uñas, por ejemplo, y se podrían ver las medias lunas de las uñas? ¿Cuál era el libro que madame de Thianges y madame de la Fayette estaban leyendo tan afanosamente? ¿Podría uno leer los versos presentados por el duque a La Rochefoucauld? Pero el ejemplo basta para sugerir un grado de precisión que hubiera deleitado mi infancia, si hubiera sido aplicado a cualquiera de mis juguetes.
Hay un especial desarrollo del arte de la miniatura que requiere un comentario separado, pues tiene una relación única con lo gigantesco. Me refiero al arte oriental de producir una miniatura tan diminuta que el detalle no es perceptible a simple vista. Aquí, por una espléndida paradoja, la experiencia de la miniatura solo se hace posible mediante un lente de aumento: la gigantificación misma nos introduce en el reino encantado de la miniatura. Pero una importante distinción se debe trazar entre la magnificación de un objeto pequeño que no es una miniatura y la magnificación de una pequeña miniatura. En ambos casos, se revela repentinamente el detalle no visto antes. Pero la miniatura microscópica puede no tener en ella, como parte de su adecuado y deseado efecto, ningún detalle más que el que el artista le puso. En este sentido es agotable. Desea revelarse completamente. Pero la ampliación de un objeto que no es una miniatura no debe cesar en ningún punto. De hecho, la propia naturaleza de la magnificación normal implica siempre la posibilidad de nuevos detalles por revelarse. Así, como en todos los casos de genuina gigantificación, estamos permanentemente amenazados por lo no visto. Pues si ahora vemos más de lo que vimos antes, ¿no debería estar aún más escondido de la vista? En el caso especial de la miniatura magnificada, sin embargo, experimentamos la tranquilizadora sensación de que estamos viendo todo lo que realmente está allí. Lo gigantesco amenaza revelación incesante, la miniatura ofrece la promesa de total revelación.
Un caso curioso y altamente inusual de miniatura es el de la luna. Consideremos la luna llena solamente e ignoremos, en aras de la claridad, la complicación de las fases. Nosotros experimentamos la luna como un objeto redondo, plano, del tamaño de una moneda, brillando en el cielo. No la experimentamos directamente como algo distinto de lo que parece ser. Pero somos educados para pensar en la luna como un gigantesco objeto tipo globo, cubierto de montañas y cráteres; y como evidencia de esta notable afirmación incluso se nos ofrecen fotografías de la superficie. Por lo tanto, cuando miramos hacia la luna, nuestra experiencia directa es contradicha por nuestra educación, de modo que en vez de experimentar la luna como un pequeño disco blanco, la experimentamos como una versión en miniatura de sí misma, aunque carente de detalles. Cuando observamos la luna a través de un telescopio, nuestra experiencia es aún más extraña. La luna es magnificada, se ven nuevos detalles, pero la gigantificación sigue siendo una miniaturización de lo que creemos que es la luna real. De hecho, el proceso de magnificación hace que la luna se acerque al ideal de la miniatura, pues sigue siendo una miniatura en relación a la luna real, pero se ha enriquecido en los detalles. En este punto ella difiere de una verdadera miniatura solo en virtud del hecho de que es un objeto natural antes que artificial.
Pero volvamos a la cuestión de la precisión, la que he dicho que es parte de la fascinación de la miniatura. Ahora, si esto es así, puedo preguntar: ¿por qué debería ansiar la precisión, por qué debería rechazar la insinuación? Aquí siento que estamos a punto de cruzar el límite hasta la oscuridad del misterio de la miniatura. Esa ansia de absoluta precisión, ¿no es un anhelo por la duplicación del mundo mismo, por su réplica en miniatura? Mi modelo de barco, mi granja, mi árbol pequeño, ¿no implican un pequeño universo? Lo gigantesco revela el terror de la naturaleza, desnuda nuestro pavor secreto. La hormiga gigantesca es un monstruo; pero repentinamente sé que la hormiga original no es menos monstruosa. Una gota de agua es terrible. Un grano de arena es terrible. No hay diferencia entre un grano de arena y una galaxia. Vivimos en un universo tan completamente extraño que mirar fijamente ese resplandor de oscuridad colapsaría los ojos de la mente. Lo gigantesco nos revela el monstruoso terror en el corazón de las cosas. El universo es demasiado grande para nosotros. La muerte es demasiado grande para nosotros. La muerte murmura en cada piedra. Las grandes paredes se elevan, las ventanas son demasiado altas. Pero de repente las paredes descienden, las ventanas son pequeños espacios en los que nos arrodillamos para mirar a través suyo. El sistema solar se contrae a un planetario. Estoy bajo el hechizo de la miniatura. Las galaxias y las supernovas giran al final de mi caleidoscopio. Cumplo con mi deseo secreto: me convierto en un gigante. Saco al leviatán con un gancho, juego con él como con un pájaro. Extiendo el norte sobre el lugar vacío y cuelgo la tierra sobre nada. He rodeado el agua con límites, hasta que el día y la noche lleguen a su fin.
La miniatura, entonces, es un intento de reproducir el universo en una forma aprehensible. Representa un deseo de poseer el mundo más completamente, de desterrar lo desconocido y lo invisible. Somos arrebatados del mundo del terror y la muerte, y bajo el encantamiento de la miniatura se nos invita a convertirnos en Dios.
Sin embargo, después de todo, permanece una turbulencia de duda. Porque la verdad es que todavía no estoy satisfecho. ¿Acaso no es suficiente ser Dios? Pienso en Alicia y la pequeña puerta. Quiero ser pequeño, quiero pasar por la puerta al jardín encantado. Y aquí es lo más lejos que puedo mirar en el misterio de la miniatura: su separación de mí mismo, su destierro de mí. De ahí la tristeza, la secreta punzada, de las casas de muñecas, los modelos de barcos balleneros, los animales de cristal, los pequeños autómatas. No, no es suficiente ser Dios, deseo ser mi propia criatura. ¿Y es posible que la fascinación más profunda de la miniatura descanse aquí, en el anhelo insatisfecho de ser parte de ese mundo? Porque estamos en desarmonía con el mundo, no encajamos en ninguna parte. Somos expulsados para siempre del jardín al otro lado de la puerta. Bajo el dominio de la miniatura contemplo mi aislamiento, y mi contemplación está limpia, no corrompida por la impureza del terror.
Traducción: Patricio Tapia