Para comprender mejor la manera en que los Estados deben incorporar otras tradiciones culturales y continuar regulando la vida ciudadana de acuerdo con los principios liberales, el norteamericano Paul W. Kahn echa mano al Antiguo testamento y a otras lecturas hoy bastante olvidadas. El Estado, en su análisis, es una “familia extendida”, una comunidad en la que el amor y el sacrificio deberían ser tan relevantes como el interés privado y las lógicas contractuales.
por Cristóbal Carrasco I 2 Octubre 2019
El abogado y académico de la universidad de Yale Paul W. Kahn tardó más de lo que esperaba en finalizar su libro El liberalismo en su lugar. Mientras lo escribía, se desencadenaron los sucesos del 11 de septiembre de 2001. Los atentados –así como la posterior intervención norteamericana en Afganistán e Irak– implicaron modificar el foco de su obra. Si antes se había centrado en las limitaciones del liberalismo ante el multiculturalismo, ahora debía enfocarse en comprender por qué un Estado liberal como el norteamericano había vuelto a recurrir a la tortura y al intervencionismo. Por otro lado, ya no se trataba solamente de comprender el desafío de la diversidad cultural, sino de explicar cómo debían comportarse los sistemas políticos ante Estados que, derechamente, actuaban como enemigos del liberalismo.
Para ello, Kahn ha intentado desarrollar una comprensión de los sistemas jurídicos y políticos a través del análisis cultural del Derecho. Este análisis implica, como ha dicho el propio autor, que debemos partir “de la premisa de que vivimos en un mundo de significados que heredamos y construimos, y que no hay acceso a la comprensión de lo humano antes o fuera de este trabajo de la imaginación. El único mundo que tenemos es el que aparece en nuestras narrativas de quiénes somos, qué estamos haciendo, qué hemos experimentado y qué podemos esperar”.
Las narrativas, en ese sentido, operan como un fundamento mítico de nuestras prácticas políticas, pero los mitos no deberían ser desdeñados ni tildados de meramente falsos o ilusorios. El académico Northrop Frye, por ejemplo, a la hora de explicar la noción de mito, asume que existen dos concepciones de la palabra que se oponen: por un lado, se relacionan con narrativas que no son “necesariamente reales”, pero que, a la vez, se encuentran cargadas de una seriedad e importancia que otras historias no poseen.
Los sistemas políticos liberales, explica Kahn, han estado anclados desde el siglo XVII en las nociones de voluntad e interés privados, por un lado, y de razón pública, por el otro. Ellas son el eje del tráfico económico, de la sacralización de la propiedad privada y, en gran medida, de los derechos civiles amparados en la mayoría de las constituciones modernas. Son, al mismo tiempo, la base de la deliberación pública: las decisiones que se toman en las comunidades políticas deben asumir la importancia de la voluntad –generalmente expresada a través de la lógica contractual– y, a la vez, que dichas decisiones se basen en la razón.
Sin embargo, el liberalismo pensado en esos términos resulta insuficiente, explica Kahn, puesto que “el desplazamiento del liberalismo hacia la lógica del contrato desalojó una idea más antigua según la cual los orígenes del Estado se encuentran en la familia y el Estado mismo es una especie de familia extendida”. De ser así, no resulta tan extraño unir a la práctica política la noción de amor, tan presente en las concepciones de familia. En las familias, podemos notarlo día a día, hacemos cosas por amor, y las hacemos porque al ejecutarlas “creamos un mundo con sentido”. Ese “mundo con sentido” es el que también intentamos desarrollar cuando creamos una comunidad política, y que no se explica a través de la lógica contractual, el interés privado y la razón en la deliberación pública.
Para desarrollar esta convergencia, Kahn recurre a las narrativas que unen las concepciones de familia y política. Una de ellas, quizás la más importante, es la de Abraham e Isaac en el Antiguo testamento. Pocos mitos nos resultan tan ajenos hoy como aquel. En el capítulo 12 del Génesis, Dios y Abraham crean un pacto en que Dios se compromete a dar a Abraham una gran descendencia. Abraham confía en la palabra de Dios y su mujer, Sara, que era estéril, tiene un hijo, Isaac. Sin embargo, Dios le pide a Abraham que lo sacrifique. Parece, como en muchas otras ocasiones del Génesis, una muestra de la arbitrariedad de Dios: quien había instado por el pacto, ahora le quita a Abraham lo único que quería. Aun así, Abraham obedece a Dios y se encamina a sacrificar a Isaac en el monte Moriah. Como sabemos, justo antes de sacrificarlo, Dios lo detiene y así confirma la fe de Abraham hacia Dios. Isaac, durante todo ese tiempo, espera casi siempre en silencio, y luego de esa escena –de esa prueba–, Dios se vuelve a comprometer con Abraham a otorgarle una descendencia privilegiada frente a los otros pueblos.
Que un mito nos resulte ajeno no significa, sin embargo, que no perviva entre nosotros. En la historia de Dios, Abraham, Sara e Isaac subyace una concepción muy arraigada de lo que entendemos como familia, en cuyo centro está la sumisión, el sacrificio y la oferta de un futuro prometedor. Sin embargo, resultaría muy difícil que, hoy en día, una familia esté dispuesta a sacrificar a su hijo porque un tercero –Dios, en este caso– así lo diga. Podríamos desatender esa voz divina que nos llama y nos pide sacrificar a alguien, pero eso no significa que la voz haya dejado de existir.
Generalmente, nuestras sociedades han intentado limitar la exposición a la muerte en razón de un bien mayor. El Estado, así como lo entendía Hobbes, pide para sí el monopolio de la fuerza con el fin mayor de que ninguno de los miembros de la comunidad política sea aniquilado por los demás. A la vez –argumenta Kahn–, la experiencia ha confirmado que es el mismo Estado quien ha reclamado para sí el sacrificio de los integrantes de la comunidad en pos del bienestar de esa comunidad. Es lo que sucede, generalmente, en tiempos de guerra: ellas se convierten en el espacio donde los hijos son sacrificados en razón de esa voz. En los conflictos bélicos circulan justificaciones que pretenden ser racionales, que invocan necesidades reales y concretas, pero que, en definitiva, hacen lo mismo que Dios con Isaac: reclaman para sí algo que no se encontraba inicialmente en las condiciones del pacto.
No obstante –sigue Kahn–, el sacrificio político “descansa en una suerte de amor, pero habitualmente no tiene la espontaneidad de otras expresiones amorosas. Es a menudo organizado antes del hecho y, como tal, queda sujeto a las demandas de la justicia: no debe aparecer como arbitrario dentro de la comunidad”. De manera análoga, muchas veces el Estado reclama de nosotros ciertos comportamientos que limitan nuestra propia realización. Ese es, por cierto, el debate que subyace al multiculturalismo: de qué manera los Estados modernos pueden, por una parte, regular racionalmente nuestra vida y, a la vez, no sobrepasar las tradiciones culturales que se oponen a los principios liberales.
Ese conflicto no puede entenderse en la lógica liberal sin asumir que la vida política tiene un fundamento vinculado al amor y al sacrificio, que, como ya dijimos, permean constantemente el mito de Abraham e Isaac. Si no asumimos que las comunidades políticas liberales han exigido de sus miembros una determinada “conscripción del cuerpo” –en palabras de Kahn–, y que ella se produce como consecuencia de esta “suerte de amor” político, poco podremos entender de los conflictos que siguen atormentando a los Estados liberales.
El problema, subraya Kahn, es que mucho ha cambiado desde el nacimiento de los Estados liberales, y no solo en términos estrictamente políticos: “El ideal contemporáneo de familia se ha convertido en la imagen de un grupo social autóctono (…) es un mundo en sí mismo”. Así, la diferencia de la familia simbolizada por Abraham e Isaac, los hijos se han convertido en el centro de la familia y no representan nada fuera de la familia misma. No son, como Isaac, una expresión del pacto con Dios –es decir, una expresión del contrato social–, sino la representación de este órgano atomizado y diferenciado del Estado.
Algo similar sucede con la vida económica: internet ha permitido que el tráfico mercantil y la vida política carezcan de un cuerpo respecto del cual se hacen exigencias o se planteen derechos. Kahn dice que en los Estados liberales, el problema de internet radica en “si acaso la construcción de la persona a través de la participación en la red afectará las condiciones de la identidad política pues (…) en el ciberespacio, la carne está despojada de cualquier idea. Sin el cuerpo, no tendríamos política tal como la hemos conocido”.
Kahn explica que los Estados liberales –particularmente los europeos– han asumido esta nueva fórmula de interacción, una en que el elemento sacrificial sobre el cuerpo y sobre la familia ya no resulta tan intuitivo ni fácil de aceptar. Sin embargo –subraya Kahn–, resulta evidente que esta fórmula “pospolítica” se ha convertido, a su vez, en una nueva forma de política, que tenderá a observar como enemigos a quienes superen esos límites. Así, “la nueva división política será entre quienes participan en la política del multiculturalismo y quienes son percibidos como sus enemigos”.
Mucho no ha cambiado, realmente, salvo los valores latentes de esas comunidades y la forma en que exigimos a los miembros de estas que se sacrifiquen por ellas. En ese sentido, la tarea de la política del multiculturalismo no solo responde a observar a los “enemigos externos” del Estado, sino comprender que el elemento sacrificial también se juega internamente: en un ejemplo crucial, Kahn apunta a que el multiculturalismo no solo puede expresarse a través de la “comida y la vestimenta”, sino que debe abrazar una postura que involucre algo más que eso. Sin ese sacrificio, cualquier Estado multicultural será insuficiente.
El liberalismo en su lugar, Paul W. Kahn, Ediciones UDP, 2018, 404 páginas, $26.000.