La pierna de Luis XIV

Contra la idea de que el poder es un imán irresistible y de que cualquiera de nosotros nos volveríamos despiadados y controladores si nos dieran las herramientas para ello, el autor de este ensayo realiza un repaso que va desde el cristianismo hasta Susan Neiman, pasando por Montaigne o Michel Foucault, para pensar en la desorientación de la izquierda que niega valores como el progreso, la universalidad o los derechos humanos. El poder puede ser aburrido, torpe y enajenante, recuerda Gumucio, y se suele ser más libre cuando se lo rechaza que cuando se lo abraza.

por Rafael Gumucio I 30 Octubre 2024

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El poder es una bestia magnífica”, dijo alguna vez Michel Foucault, cuyo análisis de la omnipresencia de ese poder es una de las contribuciones mayores a la filosofía contemporánea. La política, más aún la política revolucionaria, fue sin embargo una invitada de última hora en la vida y obra del intelectual francés. Su escasa experiencia como militante —lo hizo apenas un par de años en el Partido Comunista en la década del 50— explica quizás su visión del poder como una bestia que todos quieren acariciar.

Cualquier reunión de comité administrativo o junta de vecinos refleja que son más los que luchan por no detentar el poder, que aquellos que sueñan con dominarlo. Es que el poder no solo fascina o repugna; también hastía, aburre, se delega… y quizás, más allá del control y la dominación, el mayor de todos los poderes sea el de no tener poder alguno. No en vano, el propio Foucault prefirió la seguridad de la vida académica, sin nunca disputarle a nadie algún tipo de jefatura.

Quizás Étienne de La Boétie, en el siglo XVI, entendió mejor el fenómeno al inventar el término “servidumbre voluntaria”, es decir, la idea de que bastaba con dejar de querer servir para acabar con el poder. Más sensato, su amigo Montaigne hizo de la renuncia al poder —una renuncia calmada pero continua— el centro de su búsqueda intelectual. Consejero de los grandes de este mundo, alcalde de Burdeos, se retiró a una torre para examinarse a sí mismo y escribir sobre esta experiencia. Uno de los ensayos centrales del libro es el que le consagra a su amistad con De La Boétie, una suerte de servidumbre voluntaria compartida por ambos, puesto que los dos renunciaban a cualquier tipo de dominación sobre el otro para ganar ese vínculo que les permitió permanecer unidos en el tiempo.

Pienso en esto leyendo Izquierda no es woke, de Susan Neiman. En este gentil y lúcido libro, la filósofa estadounidense se sorprende por el uso y el abuso que la nueva izquierda hace de Michel Foucault o Carl Schmitt, del rechazo de ambos a ideas como progreso, universalidad o a la propia concepción de derechos humanos. A Neiman le cuesta comprender que la izquierda adopte no solo las ideas de filósofos que niegan los fundamentos morales de cualquier izquierda posible, sino que se plantee para esto estrategias y tácticas que solo pueden tener como resultado el fracaso seguro.

Usando el entusiasmo de Mayo del 68 como excusa, Foucault reanuda el romance, ya señalado por Julien Benda en los años 20, entre la intelectualidad francesa y el decadentismo antimoderno a lo Maurice arres. En Foucault rebelarse contra el orden es confirmarlo, al ser los que se rebelan —sin saberlo— cómplices del poder que subvierten. Conforme a la tradición reaccionaria de donde vienen sus lecturas, Foucault evita abiertamente la posibilidad de que exista alguien que desee tener menos poder del que puede conseguir. Pero esa es, justamente, la base misma del pensamiento de izquierda, heredada del cristianismo, que lo heredó a su vez del judaísmo.

Tanto el cristiano como el judío le dan todo el poder a un solo Dios, pero en el caso de los judíos es crecientemente invisible. Es un dios que se hace ley, es decir, es un código ante el cual el mismo Dios abdica de su omnipotencia, teniendo que dar cuenta de sus actos ante esa ley dictada por él mismo. No sorprende entonces que la estatua de sí mismo que Pompeyo quiso dejar en el templo de Jerusalén, fuera el comienzo de una serie de rebeliones que terminaron con la expulsión de los judíos de esa ciudad.

El cristianismo, en apariencia de manera menos radical, le deja al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero se opone a la pena de muerte, a la guerra o a la especulación financiera, los cimientos del poder del César. Se opone, pero puede o debe soportarlo. Puede el cristiano, después de cuatro siglos de negociación con la pureza inicial de su doctrina, ser centurión, cobrador de impuestos y hasta emperador, pero debe saber que todas esas tareas son impuras, pesadas cargas que tiene que redimir.

Visto así, el poder es algo que se aguanta, que se prueba, pero de lo que de algún modo hay que hacerse perdonar. La impotencia de Dios Padre, la de no poder salvar a su Hijo, y la de Dios Hijo, de no salvarse a sí mismo, es el dogma central de todas las formas de cristianismo. Esa impotencia es la que le permite vencer al único y definitivo poder: el de la muerte. Vencerlo no a través del desafío, sino del desprecio. (Algo que comparte con el budismo, el taoísmo y el pensamiento estoico).

La igualdad —y esto el cristianismo lo descubrió muy temprano— no se puede imponer por decreto, como lo creía el comunismo (o socialismo real). Para corregir la desigualdad de las fortunas y los talentos, se necesita que los poderosos renuncien a parte de su poder y que los impotentes consigan parte de ese poder. Ese delta que se consigue no es fruto solo de la coerción, de la vigilancia o del castigo, sino del goce y hasta del alivio.

Es lo que, por lo demás, les reprochará Nietzsche a los cristianos: su relación hipócrita con el poder, que fue la que permitió que la unión de los débiles acabara con la singularidad de los fuertes. No podía dejar de ver en ella, sin embargo, una genial estrategia de poder. Al negarse a tomar todo el poder, pero sin negarse radicalmente a asumir sus costos y responsabilidades, el cristianismo consiguió vencer al Imperio romano por dentro. Lo logró porque entendió que una gran mayoría silenciosa prefería vivir a vencer, prefería permanecer a prevalecer, porque hay algo íntimamente necesario, incluso natural, en renunciar al poder y quedarse con el justo para tener una vida digna.

La izquierda, en toda su diversidad y complejidad, puede tener muchos padres distintos, pero sabe que tiene una sola madre: el cristianismo (religión que desactiva el poder al negar que su atractivo sea inevitable).

La igualdad —y esto el cristianismo lo descubrió muy temprano— no se puede imponer por decreto, como lo creía el comunismo (o socialismo real). Para corregir la desigualdad de las fortunas y los talentos, se necesita que los poderosos renuncien a parte de su poder y que los impotentes consigan parte de ese poder. Ese delta que se consigue no es fruto solo de la coerción, de la vigilancia o del castigo, sino del goce y hasta del alivio. En la vieja teología, el avaro, el lujurioso y el orgulloso no son solo pecadores que hay que reprimir, sino seres que hay que compadecer. En castellano, a los avaros se los llama “miserables”.

Que la utopía de la justicia social o la del reino de Dios nunca se hayan cumplido del todo, no nos autoriza a pensar lo opuesto: que la injusticia como sistema y el atropello como regla, sean el único destino posible para los seres humanos. La historia puede leerse desde los excesos que llevan a la humanidad siempre al borde de su extinción, o desde la cordura que ha permitido las nada despreciables mejoras materiales y espirituales. Por cierto, no faltan ejemplos de personas y personalidades a quienes ningún poder ni riqueza sacian. La Revolución francesa creó a Napoleón y la rusa, a Stalin. La perversión del pensamiento posmoderno, que busca apoyo tanto en una versión adelgazada y exagerada de Foucault como en el más vulgar darwinismo social, como nos recuerda Susan Neiman, está en la idea de que estas excepciones son la regla, es decir, que todos seríamos Trump si nos dieran espacio para serlo. El poder hace que la pornografía, la exhibición excesiva de los órganos genitales, sea el único erotismo posible.

Ante la idea de que el poder es inevitablemente atractivo, a la nueva izquierda no le quedaría otra que socializar la orgía. El terrorista que mata sin piedad a los turistas en la terraza de un café, el que irrumpe en un festival de música electrónica, tiene, por un minuto o dos, todo el poder. Como también lo tiene el que quema el Metro o destroza una estatua o se toma la plaza central de una ciudad. Vive el poder, pero al mismo tiempo lo pierde, porque, carente de cualquier estrategia a corto o mediano plazo, su destino no puede ser otro que el de ser abatido, reprimido, neutralizado por la policía. El poder establecido, el poder económico o político, vive por un minuto el vértigo de ser desafiado, pero a la postre logra fácilmente, gracias a esos gestos performáticos, identificar las células de descontento y destrozar, con sorprendente facilidad, sin excusa moral, eso que Foucault llamó, de modo también equívoco, la resistencia.

La potencia de esta retórica del poder es tal que, cuando alguien se opone a su fuerza, esta se ve renovada, redoblada, confirmada. El antipoder adora el poder, como el antifascismo adora el fascismo. Sin embargo, sigue habiendo otra manera más radical y al mismo tiempo tranquila de oponerse al poder: recordarle lo viejo, aburrido y torpe que es. Y lo tremendamente banal que resulta mandar, y lo agotador que resulta dominar, y lo cómodo que puede resultar que un imbécil quiera hacerse cargo del paseo de fin de año, las cuentas del comité paritario, los horarios del regimiento. La mejor manera de rebelarse contra los grandes del mundo es recordarles que solo por piedad ante su pequeñez les concedemos algo de grandeza. Pero que esta grandeza sigue siendo una ilusión, como otra cualquiera. Luis XIV murió porque sus doctores no se atrevieron a cortarle su pierna gangrenada. En su cama de moribundo rogó que le quitaran el miembro podrido, pero no le hicieron caso. Es difícil imaginar menos poder.

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