“Debido a que los patrones de acumulación de riqueza no son naturales, sino que son habilitados por las reglas e instituciones existentes, se hace necesario estudiar nuestros regímenes políticos como experimentos que han permitido desigualdad extrema y corrupción sistémica, así como también cuestionar la base filosófica-política que sustenta estos marcos jurídicos que han validado y reproducido estos resultados”.
por Camila Vergara I 1 Diciembre 2021
Dado que una democracia es un régimen político en el que gobierna una mayoría electoral, un “buen” gobierno democrático es el que beneficia (o al menos no perjudica) los intereses de la mayoría. Pero lo contrario sucede en la mayor parte de las democracias: las tasas de desigualdad y corrupción van en aumento o siguen siendo obstinadamente altas. Históricamente, los regímenes que benefician de manera sistemática a los más poderosos en desmedro de la mayoría son llamados oligarquías. La corrupción sistémica de las democracias representativas es el resultado de la progresiva y desenfrenada oligarquización del poder dentro del estado de derecho.
El poder político es hoy de facto oligárquico. Las personas que deciden sobre leyes, políticas públicas y el grado de protección de los derechos individuales forman parte del 10% más rico y, por lo tanto, tienden a tener los mismos intereses y cosmovisión de los poderosos que más se benefician del status quo. Además, el financiamiento de campañas electorales y el lobby han permitido que el dinero influya en la elaboración de estructuras legales y materiales que tienden a beneficiar a la minoría que ya concentra el poder económico y político. Debido a que los patrones de acumulación de riqueza no son naturales, sino que son habilitados por las reglas e instituciones existentes, se hace necesario estudiar nuestros regímenes políticos como experimentos que han permitido desigualdad extrema y corrupción sistémica, así como también cuestionar la base filosófica-política que sustenta estos marcos jurídicos que han validado y reproducido estos resultados.
El constitucionalismo liberal ve la estructura básica como un conjunto de “meta-restricciones”, con derechos individuales que limitan la acción estatal y un sistema de separación de poderes que produce un estado de derecho “imparcial”, capaz de brindar igual libertad para todos. Sin embargo, los fundamentos filosóficos de nuestros órdenes liberales provienen de una larga tradición de pensadores que justifican sociedades gobernadas por élites —por aquellas personas que se distinguen de la gente común, ya sea por nacimiento, riqueza, conocimiento o popularidad— y la conservación de las jerarquías socioeconómicas existentes. El liberalismo constitucional contemporáneo, al centrarse en los procedimientos y la igualdad de derechos meramente formales, ha sido incapaz de “ver” las evidentes opresiones estructurales de género, etnia y clase que cohabitan junto a protecciones legales que deben garantizar la igualdad de derechos.
Parte del problema es que la teoría política liberal se origina en una fantasía: un estado de naturaleza en el que reina la igualdad, la libertad y la paz, y donde todos son igualmente libres de preservarse a sí mismos, adquiriendo propiedades a través de su trabajo. Para John Locke, para hacer uso de la naturaleza, “para el mejor provecho de la vida” y asegurar así la sobrevivencia, primero hay que tener un “dominio privado” sobre ella. De esta forma, el derecho a la propiedad, a la protección de “la vida, la libertad y las posesiones”, es para Locke un derecho individual comprehensivo y fundamental: la propiedad es una premisa necesaria para todos los otros derechos, además del marco a través del cual los derechos en sí mismos son entendidos, como una forma de propiedad individual. Y dado que el estado de derecho debe seguir la ley natural, entonces el “principal propósito” del Estado liberal no es el bienestar del pueblo, sino la protección del derecho individual a la propiedad privada. Y dado que el estado de derecho es concebido como la expresión jurídica de la libertad natural, el único uso justificado de la fuerza es para defender el marco legal en contra de la tiranía; la violación de las “leyes para la preservación de la propiedad, la paz y la unidad” es la única causa legítima de rebelión.
Contrastando con el idealismo igualitario de Locke, la Inglaterra de su tiempo era extremadamente desigual y opresiva. Unas décadas antes de la publicación del Segundo tratado (1689), se produjeron levantamientos populares en contra de los cercamientos de tierras comunes (enclosures), así como también manifiestos plebeyos que proclamaban el “derecho a los comunes”, al uso de la tierra común que “nos pertenece a nosotros, que somos los pobres oprimidos”. La teoría de Locke no solo no concibió el derecho colectivo a los comunes, sino que tampoco reconoció la desigualdad material y sus efectos en el goce efectivo de los derechos individuales. Aunque para la naciente teoría liberal los individuos eran iguales y libres, en la realidad solo unos pocos poseían la mayor parte de la tierra y redactaban leyes para oprimir y expropiar aún más al pueblo plebeyo.
Al idealismo y formalismo de Locke, el barón de Montesquieu añadió el procedimentalismo. En El espíritu de las leyes (1748) definió la libertad, en un sentido negativo y legalista, como una “tranquilidad de espíritu” individual basada en la ausencia de miedo, y un sentimiento de seguridad fundamentado en “el derecho a hacer todo lo que la ley permite”. Al argumentar que procedimientos, controles y contrapesos institucionales son medidas suficientes para asegurar buenas leyes, Montesquieu equipara la libertad con el vivir bajo el estado de derecho, cerrando así la posibilidad de cuestionar legítimamente la ley por fuera de las instituciones políticas formales controladas por la élite.
Siguiendo a Cicerón, Montesquieu sostiene que, si bien todos tienen una capacidad natural para percibir el mérito y elegir a los mejores, los plebeyos no son lo suficientemente competentes para ser elegidos. Aunque defendió la extensión del sufragio a todos los ciudadanos varones, para él el derecho del pueblo a legislar debe ser ejercido únicamente de forma indirecta, a través de representantes seleccionados entre las élites. De esta forma, la elección de representantes aparece no como una forma de permitir que el pueblo gobierne, sino como un mecanismo para mantener al pueblo efectivamente alejado de la toma de decisiones.
La primera república representativa en Estados Unidos constitucionalizó el Estado “lockeano”, protector de la propiedad, a través del sistema de separación de poderes y representación propuesto por Montesquieu. La Constitución fue redactada en 1878, luego de una rebelión plebeya en contra de las deudas y la pérdida de tierras, la que prendió fuego a los juzgados y desató una insurrección armada. En reacción a este levantamiento popular, James Madison diseñó la estructura básica del nuevo orden en contra de la “tiranía de la mayoría” y las presiones de redistribución de la riqueza que inevitablemente vendrían “desde abajo”, porque “de acuerdo con las leyes de igualdad de sufragio, el poder se deslizará hacia las manos de los [pobres]”. Uno de los principales objetivos del orden constitucional era, por tanto, bloquear la redistribución democrática de la propiedad a través de mecanismos para “filtrar” la voluntad popular, capaces de proteger el orden socioeconómico establecido en contra de la “rabia (…) por la abolición de las deudas, por una división equitativa de la propiedad, o para cualquier otro proyecto impropio o perverso”.
El liberalismo político contemporáneo, desarrollado desde la teoría de la estructura básica de John Rawls, en la cual se piensa el orden constitucional desde una “posición original” en la que un “velo de ignorancia” permite la abstracción de las desigualdades socioeconómicas, ha sido, predeciblemente, incapaz de otorgar herramientas adecuadas para reconocer y remediar las formas estructurales de dominación que se reproducen al alero de la ley. Para desarrollar nuevos métodos de análisis debemos, primero, cuestionar la fantasía igualitaria y las abstracciones en las que se basa el modelo liberal, y pensar la sociedad futura desde las desigualdades materiales imperantes. Asimismo, se hace necesario analizar críticamente los enfoques formales y procedimentales que tienden tanto a ocultar las desigualdades materiales en el análisis jurídico-político, como también a bloquear el cambio social. Finalmente, debemos repensar tanto la concepción de la propiedad privada como un derecho fundamental, como también la concepción de los derechos como una forma de propiedad, para así integrar otras relaciones con la naturaleza que nos permitan trascender la lógica extractivista imperante.
Imagen: caricatura de lobby en la Cámara de los Comunes del Reino Unido a finales del siglo XIX.