por Patricio Tapia
por Patricio Tapia I 4 Mayo 2017
En enero de 1936, poco antes de que se desencadenara la Guerra Civil Española, el joven filósofo catalán José Ferrater Mora, quien trabajaba en la traducción y adaptación del Diccionario de filosofía de Heinrich Schmidt (ignoraba Ferrater que después su nombre se vincularía, de manera ineludible, a su propio diccionario), le envía al ultraconsagrado filósofo José Ortega y Gasset el borrador de la entrada que ha escrito sobre él, para ese libro, a efectos de que señalara su conformidad o sus indicaciones.
Una década más tarde, acabada la Guerra Civil y también la Segunda Guerra Mundial, Ortega pronuncia en 1946 una conferencia en el Ateneo de Madrid, la que causó consternación en la intelectualidad española en el exilio. Era, para algunos, la prueba, junto a su silencio durante el conflicto, de su legitimación del régimen de Franco. Ferrater Mora, en tanto, ese mismo 1946, era uno de esos intelectuales exiliados. Estaba refugiado en Chile, junto a un grupo de otros escritores catalanes: Francesc Trabal, Cèsar August Jordana (quien marchó a Buenos Aires en 1945), Domènec Guansé, Xavier Benguerel, Joan Oliver (el gran poeta que firmaba como Pere Quart). Es muy probable que algunos de ellos recelaran de Ortega.
Es curioso: Ortega se ve desprestigiado porque “vuelve” a medias en 1946. Pero Oliver regresa en 1948 y Benguerel en 1954 (Ferrater deja Chile en 1949 y marcha a Estados Unidos, y más tarde hará visitas temporales a España). Es porque el ambiente está tenso. También la cultura y la intelectualidad se vieron golpeadas por la Guerra Civil y el triunfo de Franco, como se vieron afectadas todas las otras dimensiones de la vida española, alcanzando tanto a los vencedores como a los vencidos. Quedarse en España o verse obligado a salir. De mantenerse dentro del país: ser obsecuente o crítico (hasta dónde se podía), o ser obsecuente y después crítico; seguir escribiendo o entrar en el mutismo. De ir al exilio: volver a España o permanecer fuera. Por último, entre unos y otros, interior y exilio, qué tipo de relaciones intelectuales mantener.
Es en este ámbito, el de la vida cultural española bajo el franquismo, que Jordi Gracia (1964), catedrático de la Universidad de Barcelona, se ha convertido en uno de sus más destacados estudiosos (sin dejar de incursionar en otras épocas, como el Siglo de Oro, mediante su biografía Miguel de Cervantes), con libros como La resistencia silenciosa, Estado y cultura, y sus trabajos dedicados a Ridruejo, en particular su biografía La vida rescatada de Dionisio Ridruejo.
Sus obras más recientes han profundizado o ampliado esta indagación. En A la intemperie aborda las relaciones intelectuales del interior con el exilio español, que fueron más fluidas de lo que suele suponerse, a través de un intercambio constante, ya sea de correspondencia como de publicaciones, tanto de dentro hacia fuera como al revés. Es un asunto central también en Burgueses imperfectos, su aproximación a las formas de disidencia en las letras catalanas del siglo XX. En ambos libros figura de manera destacada Ferrater Mora (junto a Josep Pla, Joan Ferraté, Josep Maria Castellet o Pere Gimferrer, más los exiliados en Chile mencionados antes), quien tuvo del exilio una perspectiva sin dramatismo ni tragedia.
Un libro mayor es su biografía Ortega y Gasset, donde trata al filósofo como uno de los grandes escritores del siglo XX, civilizador de las élites intelectuales de su país, factor clave en su modernización intelectual, así como en la creación de redes culturales europeas y americanas con España. Ha tenido acceso, por ejemplo, a todo el epistolario de Ortega (la correspondencia hacia y desde él).
Lejos de la presentación hagiográfica, el libro va desde los logros de Ortega a sus debilidades (la soberbia intelectual, la ocasional sobrecarga al escribir que Gracia llama “cirrosis del estilo”), desde sus enfermedades a sus amores. Están presentes su vitalismo (a veces tocado por el desánimo) y sus contradicciones: tratando de conciliar el elitismo anti-masas y el liberalismo conservador. Fue tan capaz de compromiso político (primero contra los Partidos Conservador y Liberal, luego por la necesidad de ir a una II República y de luchar contra la dictadura de Primo de Rivera y la monarquía) como de tomar la decisión de mantener silencio en otros momentos. Si para algunos aparece como alguien ambiguo y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra un silencio cobarde, Gracia aclara que nunca fue propiamente franquista, siendo a la vez repudiado, temido y admirado por los jerarcas del régimen.
La renovación biológica de la sociedad española es la más honda causa, porque no estuvo nunca olvidado este período, pero ahora se enfoca de otro modo: las preguntas y la misma realidad contemporánea es otra.
El fundamento ético e intelectual del presente no está en la monolítica, premoderna, rancia y dogmática cultura franquista, sino en las continuidades fecundas, soterradas y difíciles que bajo ella y contra ella lograron encauzar de nuevo las letras y la mentalidad media hacia horizontes europeos y europeístas. Lo mejor del presente no nació del franquismo sino contra el franquismo.
Lo haría porque su capacidad subversiva no fue nunca orientada a reventar a la propia clase sino a mejorarla, a activarla y a convertirla en el fermento corrosivo de las peores costumbres de un país con poca y a menudo mala educación. De ahí que encaje en el perfil de un heterodoxo intraburgués, contra lo peor de su propia clase (aunque no siempre cumpliese con ello).
Creo que sí fue un azar, o mejor, la necesidad de decisiones improvisadas, de emergencia y salvación urgente, que fue la pauta de todos, catalanes o no catalanes. De hecho, yo creo que no sabían demasiado bien ni siquiera a qué aguas miraba Chile, pero había que salir como fuera.
Fue desolador entre otras cosas porque la información era mala y muchos creyeron que Ortega volvía para instalarse en la España de Franco y eso no fue nunca verdad, aunque habitase largas temporadas. Pero no perdió la residencia portuguesa, en Lisboa, ni se integró de modo alguno en las redes culturales franquistas, cuando obviamente hubiese podido hacerlo. Cuando habló críticamente sobre el franquismo, nadie pudo saberlo porque la censura hizo su trabajo.
Porque su formación intelectual y su natural capacidad de análisis le ofrecieron los recursos para buscar otro modo de vivir en sociedad, con otros valores y otras aspiraciones, y eso pudo saberlo de primera mano y desde el núcleo del poder político y mediático. Su formación filosófica alemana y la potencia de su propia inteligencia favorecieron una actitud analítica que denostó a rajatabla a la España de la Restauración, y soñó y peleó por otra: ganó él.
No perdió nunca esa enemistad, pero muy pocas veces la exhibió en público: procuró difundir un pensamiento vigilante con los juicios y los prejuicios, donde Dios no formaba parte de plan alguno, y esa misma ausencia era una rareza total. Dios no existe para Ortega ni en Ortega, pero pactó con su mujer un espacio de privacidad confesional que afectó, sobre todo, a la socialización y escolarización de sus hijos. Alguno de ellos se lo reprochó años más tarde.
Fueron dos los impulsos aliados del joven Ortega: el del capitán y el del pensador, y el uno tenía que ir con el otro. Un nuevo pensamiento pedía una nueva acción, y por eso lideró revistas y grupos de presión política que fuesen capaces de implantar y difundir entre las élites burguesas y liberales un impulso de reforma radical que necesitaba, a la fuerza, del poder político (aunque después, con la Segunda República, el desengaño cundiese amargamente en el ánimo de Ortega, pero esta vez se equivocaba él, inmerso en una especie de anacrónico despotismo ilustrado).
Franquista no lo fue nunca, pero sí socializó privadamente con políticos, escritores y empresarios franquistas en las temporadas en que vivió en España desde 1945. Sus dos hijos, además, eran falangistas de carnet y convicciones.
No hay documento alguno que pruebe que recibiese ese salario y lo que sí tenemos son los rastros del régimen para que se incorporase a la universidad sin lograrlo, y creo yo que sin remunerarlo.
Fue la llave de acceso y a menudo de paso hacia la alta cultura occidental desde que se funda, en 1923: no hubo especialidad académica moderna que no tuviese una cobertura significativa desde la revista o desde el plan de ediciones, en la medida que Ortega concebía la renovación intelectual de España desde la renovación de sus élites sociales.
La incontinencia intelectual, por un lado, y la adicción a los plazos periodísticos por otro, pueden estar detrás de esa evidente alergia al libro planificado y minuciosamente escrito: en el fondo, ni siquiera lo es Meditaciones del Quijote. Cuando creyó que lo haría, a partir de sus 50 años, los dos “mamotretos” (uno más filosófico, otro más sociológico) crecieron y avanzaron, pero no se remataron hasta su muerte en 1955. Ahí pudo actuar alguna forma de cautela preventiva porque el libro filosófico contenía una impugnación radical de la tradición idealista, además de alguna áspera virulencia con el pensamiento de Heidegger.
Eso sucedió en la guerra, cuando Ortega se quedó sin sueldo universitario y sin otra fuente de ingresos que la venta de sus libros y apenas unos pocos artículos: no me extraña que persiguiera la piratería. También tuvo que hacerlo Cervantes con los piratas que en Portugal imprimieron sin autorización su Galatea.
A Ortega le fue creciendo dentro el rencor de ser invisible para la comunidad filosófica internacional, porque sentía que algunas de las nuevas ideas las había adelantado él… en sus artículos de prensa. Pero no lo hizo nunca en el formato del pensamiento filosófico. Dejó de ser consecuente consigo mismo y empezó a evocar con insistencia enfermiza la ignorada precocidad de ideas que más tarde habían expuesto otros. Ni lo uno ni lo otro: Ortega compartió un cierto polen de ideas, pero careció de la voluntad y la sistematicidad de los profesionales del saber universitario. Por eso fue antes que nada un espléndido ensayista.
No lo es en absoluto: Ortega sigue siendo el principal escritor de ideas de la España del siglo XX, no porque no haya otros sino porque él enderezó muchas más de las rutas centrales del futuro y algunas de sus exigencias éticas, intelectuales y culturales. Su mundo le habla al nuestro, aunque no tenga nada de infalible, pero es un moderno real. Y en su estilo mejor, no el cursi y relamido, es entonces imbatible en jugosidad, en rapidez, en imaginación y en acierto expresivo.
(Imagen de portada: Isabel Soler)