El filósofo italiano, alumno de Heidegger y estudioso del humanismo renacentista, vivió en años complicados, que lo pusieron en medio del fuego cruzado entre fascismo y nazismo. Pero también cumplió una labor fundamental en la renovación, en la década del 50, de los estudios filosóficos en Chile. Un libro sobre su amplio itinerario teórico permite volver sobre su vida y obra.
por Patricio Tapia I 24 Septiembre 2020
En enero de 1928, un joven Ernesto Grassi sirve como mensajero de una carta de Karl Jaspers para Martin Heidegger. En el mundo cultural alemán de entonces, el psiquiatra y filósofo Jaspers era una figura consagrada, Heidegger ya despuntaba como la estrella del pensamiento germano (hacía unos meses que había publicado Ser y tiempo), mientras que Grassi era un estudiante italiano de paso por el país que quería conocer a ciertos filósofos en persona. Un mes después, cuando Heidegger le contesta a Jaspers, le dice que Grassi lo impresionó con su intensidad y sensibilidad, pero tiene dudas de que no se trate sino de una “naturaleza periodística”; y en su respuesta Jaspers lo define, de manera también algo desdeñosa, como un brillante entrevistador, pero ciertamente no un filósofo.
En esos años turbulentos de comienzos del segundo cuarto del siglo XX en que Grassi intentaba hacerse un lugar en el olimpo de los “pensadores” más prestigiosos de la época, los juicios sobre él no fueron demasiado favorables. Avanzando hacia la mitad del siglo, a las insinuaciones de un oportunismo intelectual, se sumarían otras de tipo político, por vinculaciones con el fascismo italiano. No sin cierta malicia, en determinados círculos, se negaba este último reproche porque en realidad Grassi había abandonado la Italia de Mussolini… para marchar a la Alemania de Hitler.
Como todas las simplificaciones, esta es algo injusta. Porque durante su vida, que casi coincide con los límites de la centuria, Grassi (1902–1991) jugaría un papel valioso aunque no vistoso en la historia intelectual europea, trascendiendo las barreras nacionales, académicas y lingüísticas, para defender la importancia filosófica del Humanismo del Renacimiento italiano. Fue, por cierto, un alumno destacado de Heidegger, pero a diferencia de su mentor, pensaba que la tradición humanista podría sentar las bases de una nueva forma de pensamiento (en contra del “anti-humanismo” heideggeriano, expresado fundamentalmente en su Carta sobre el humanismo, cuya primera publicación estuvo a cargo del propio Grassi en 1947).
Más tarde, en los años 80, en una etapa tardía de su carrera, Grassi se hizo un nombre en la academia estadounidense por sus aportaciones a la teoría de la retórica y los estudios sobre Giambattista Vico. En Alemania, por su parte, es recordado por su extensa labor en la Universidad de Munich, por el centro que fundó y dirigió sobre estudios humanísticos, y por su fecunda labor editorial en una serie de proyectos y colecciones para la editorial Rowohlt, entre los años 50 y los 70, publicando libros de bolsillo científicos destinados al consumo masivo.
En medio de todas estas labores intelectuales, resulta que en la primera mitad de la década de los 50, Grassi fue también un influyente profesor en Chile, donde pasó varias temporadas. Si es discutible que el país marcó su obra o su vida, no lo es que él dejó una huella en la filosofía chilena en cuanto disciplina, pues fue una figura determinante en su “profesionalización” por medio de un sistema riguroso de enseñanza, dejando por esta parte del mundo estudiantes (algunos molestos) y discípulos, así como formas de estudio, focos de interés temático, publicaciones y unas cuantas polémicas.
En el libro La prospettiva filosofica di Ernesto Grassi tra antropologia, logica e ontología, Anna Di Somma, analiza el desarrollo del pensamiento de Grassi, siguiendo como hilo conductor la categoría de la “onto-antropo-logía” como una clave de lectura, para aproximarse a la mezcla de autores, perspectivas, temas y a las numerosas áreas que abordó Grassi: lo mítico y lo metafórico, la antropología filosófica, la historia de las ideas o de la cultura. La autora señala que es en Sudamérica donde Grassi toma conciencia de “los límites y posibilidades de la filosofía occidental”, ve la disolución de las categorías históricas, permitiéndole “reflexionar sobre la condición humana”.
Como puede verse, la obra de Grassi es un jardín de senderos que se multiplican y entrecruzan: el influjo de Heidegger, la reivindicación del humanismo renacentista, fascismo y antifascismo, la valoración de la retórica, la ahistoricidad sudamericana, la enseñanza filosófica en Chile.
Después de sus estudios en Italia, Grassi se benefició del contacto con filósofos de primera línea, primero en Francia y luego en Alemania. Allí se convierte a fines de los años 20 en discípulo de Heidegger, quien es el eje en torno al cual gravita su atención filosófica. En la década de 1930, sin embargo, comenzó su búsqueda de un “verdadero humanismo”, intentando recuperar el sentido de las humanidades a través de la experiencia filosófica griega y latina. En esos años sienta las bases de los temas que recorren las décadas siguientes: la revalorización del humanismo y la latinidad como formas de reflexión; la centralidad del lenguaje poético, la importancia de la retórica. Grassi había identificado un humanismo que hacía partir la reflexión filosófica no desde los “entes” sino desde el lenguaje: un humanismo retórico que se remonta a la antigua Roma, se transmite subterráneamente en la Edad Media y rebrota en los humanistas no platonizantes del Renacimiento italiano y autores posteriores como Vico, interesados en la fantasía, el ingenio y la metáfora.
Según Anna Di Somma, lo central en toda la obra de Grassi es el concepto heideggeriano de “claro” o Lichtung, el cual permite comprender la dirección metafórica de su pensamiento o el paso desde la ontología hasta la “metaforología”: así, va explorando un conocimiento arcaico, del mito, el pensamiento tópico o la fantasía. La reflexión retórica se convierte en teoría de signos y la cuestión lingüística se entrelaza con la antropológica del origen del mundo humano como reacción a la agorafobia del “claro” o Lichtung.
En este tránsito está la compleja caracterización de logos y pathos en Grassi. Di Somma niega un giro retórico o pático de un “segundo Grassi”, en comparación con un “primer Grassi”, dominado por el problema del logos. Él distinguiría un doble significado para ambos conceptos: uno auténtico y otro no auténtico. Hay un logos no auténtico, el de la lógica abstracta y el racionalismo deductivo, y un pathos no auténtico, reducido a fenómeno psicológico privado; también hay un logos auténtico, el del pensamiento concreto y un pathos auténtico, como la angustia ante una ausencia. Sobre este fondo teórico denso y complejo, la autora inscribe la revalorización del humanismo. Para Grassi, la cuestión del humanismo no se limita a la “formación” y la revalorización de la dignidad humana, sino que tiene un alcance mayor, además de una demostración de que la razón puede tener muchas manifestaciones.
Si a la convicción de que existen múltiples significados de la razón llega a mediados de la década de 1930, esos años son también cruciales para la historia de Europa y para los asuntos personales de Grassi. Él se inscribe en mayo de 1933 en el partido fascista, más por razones de “ventajas” académicas que por convicción, en medio de un clima de expansión general de las ideologías fascistas. En este contexto, se plantea la tarea de una revalorización de la filosofía italiana en el continente y, en especial, en Alemania. En 1938 se trasladó a Berlín con la esperanza de obtener una cátedra y se convierte en el representante intelectual casi oficial de la Italia fascista en la Alemania nazi. La fundación del instituto Studia Humanitatis en 1942 marcó el punto más alto en la cooperación cultural entre los dos países. Grassi y su colega, Enrico Castelli, concibieron el proyecto como una forma de garantizar la autonomía de la cultura italiana en Alemania. Pero el costo fue un compromiso con los ministros de cultura —Giuseppe Bottai (fascista) y Bernhard Rust (nazi)— y, como consecuencia, con la ideología y la propaganda de ambos regímenes. Pero el Instituto no iba a durar: la guerra lo hizo inviable. Grassi deja Alemania en 1943, vive en Italia y luego Suiza, para volver a Munich en 1948.
En Ernesto Grassi (2009), biografía intelectual que considera hasta 1948 y cuyo asunto es justamente “el humanismo entre fascismo y nacionalsocialismo”, Wilhelm Büttemeyer pintó el retrato de un filósofo muy activo, que con frecuencia se sumía en la contradicción; un buen organizador y un mejor promotor de sí mismo, que siempre encontraba la manera de obtener ventajas. El interés del autor se centra en la mediación de Grassi entre Alemania e Italia en los años 30 y 40, que comenzó en términos estrictamente teóricos, pero las circunstancias históricas, las lealtades políticas de sus maestros y, particularmente, el ascenso de Grassi como agregado cultural no oficial, pronto lo pondrían en el fuego cruzado entre fascismo y nazismo. Víctor Farías ya lo había cuestionado en su Heidegger y el nazismo (1987), a quien Grassi respondió en vida: en su defensa señaló la falta de referencia al “fascismo” en su amplia producción académica y garantizó su alejamiento gradual de Heidegger después del maltrato de este, por motivos raciales, a Wilhelm Szilasi. Esto no le basta a Büttemeyer, quien se propone desenmascararlo como un verdadero “maestro del disfraz”.
Lo cierto es que después de su regreso a Alemania en 1948, la situación de Grassi no era del todo cómoda. Al sentirse crecientemente descontento con su posición, así como con el abandono por la academia italiana de sus logros, aceptó el desafío de llevar los estudios humanistas tan lejos como Chile.
Para entender algunas de las categorías elaboradas por Grassi, Di Somma destaca su episodio sudamericano, convencida de que constituye una experiencia fundamental en la elaboración de ciertos conceptos en su trayectoria “onto-antropo-lógica”. Ella lo entiende como una densa red de paisajes, situaciones emocionales, relaciones, presencias y ausencias que el viaje despierta en Grassi y aparecen en ensayos como Apocalipsis e historia (1954), Mito y arte (1956) o Ausencia del mundo (1959). Particularmente en Viajar sin llegar (1955, Anthropos, 2008), que presenta una perspectiva de interpretación de una nueva realidad hecha de ruinas antiguas, bosques interminables, indígenas y animales que son algo así como alegorías de lo que escapa a la comprensión filosófica, además de la oportunidad de conocer algo totalmente distinto.
Por un semestre al año, entre 1951 y 1954, provisto de abrigo, monóculo y un cigarrillo, Grassi dictaba sus clases en un idioma sorpresivo, que incluía neologismos involuntarios. Así lo recordaba uno de sus más destacados discípulos chilenos, Joaquín Barceló, impartiendo sus cursos regulares o bien seminarios extracurriculares. Grassi introdujo un método que, por una parte, hacía de la clase una forma de lectura intensiva, aislando las obras en pequeñas unidades y, por otra, trabajando directamente sobre los textos de grandes filósofos en sus lenguas originales (que incluían el griego y el alemán).
Había llegado a Santiago contratado por el rector de la Universidad de Chile, Juan Gómez Millas, con la expresa tarea de renovar los estudios de filosofía en el país, haciéndose cargo de la cátedra de metafísica. Dada su formación, contribuyó enormemente a los estudios heideggerianos nacionales. Donó una importante biblioteca, creó un Centro de Estudios Humanísticos y publicó la colección “Tradición y Tarea”, replicando lo que había hecho en Europa con obras de Rinuccini, Von Uexküll, Valla, Vico, Heidegger.
Uno de sus alumnos enojados, Juan Rivano, señaló que “todo un grupo de jóvenes dotados” se constituyó por entonces en torno a él. Algunos serán parte de los más destacados filósofos chilenos posteriores: Héctor Carvallo, Joaquín Barceló, Carla Cordua, Roberto Torretti, el propio Rivano, entre otros.
Durante esos años en Chile, Grassi le escribía cartas a su amigo Castelli y algunas de ellas fueron publicadas en 1959 en una revista. En esas cartas el viaje sudamericano se configura como un movimiento hacia lo desconocido, donde encuentra la oposición entre la naturaleza y la historia; en otras palabras, entre América del Sur y Europa. Pero esa idea de Sudamérica como una naturaleza no histórica fue criticada de manera particularmente cáustica por Rivano, en un artículo de 1964. Para él, Grassi estaría hipnotizado por la naturaleza, porque en estos lugares no habría ni “historia” ni “mundo”: como demostración de exotismo, Grassi exagera la altura de las montañas, la recurrencia de temblores, la fiesta del “angelito”, las lluvias torrenciales, la presencia de pumas, zorros o águilas, y también de “rotos” desesperados recitando evangelios apocalípticos y tribus araucanas con decenas de hijos; todo está hecho “a la medida de la más fantástica y estúpida representación” de los pueblos latinoamericanos, dice Rivano. Años después, Humberto Giannini le reprochó colonialismo y tradicionalismo, lo que generó un debate con Barceló. Este último insistiría en que se malentendía a Grassi, quien también deslizaba la posibilidad de crear una historia propia, original, sin categorías ajenas.
Tras su paso por Chile, en el período de posguerra, Grassi seguía en una situación algo inestable en Alemania. Pero ocurrió un encuentro inesperado y accidental con el famoso editor Ernst Rowohlt durante una noche tormentosa en una autopista. El auto de Rowohlt se había estropeado y Grassi le ofreció ayuda. Durante la tormenta, los dos discutieron la rehabilitación espiritual de la cultura alemana y Rowohlt se convenció de que había encontrado un editor digno para una serie de proyectos, que abarcaron de 1955 a 1978, que pretendían no solo ofrecer una visión general del estado del arte en todos los campos de las ciencias y las humanidades, sino también reconciliar esas “dos” culturas. Después de dejar su larga vinculación con la Universidad de Munich, en 1973, Grassi lanzó el experimento de las “Conversaciones de Zurich”, un ciclo de discusiones internacionales sobre la división entre humanidades y ciencia. Hacia los años 80 empezó a enseñar en Estados Unidos, donde enriqueció los estudios sobre retórica.
En La filosofía del Humanismo (1986; Anthropos, 1993), Grassi revisó varias etapas interpretativas rechazadas por su mala comprensión del humanismo italiano e intentó salir del callejón sin salida que dejaba la acumulación de esas interpretaciones erradas (Mommsen, Curtius, Cassirer, Kristeller, Apel y Jaeger), al identificar el núcleo alrededor del cual se hace posible la reconstrucción del sentido auténtico de ese movimiento cultural. Para Grassi comienza con Dante, Boccaccio y Petrarca (en contra del discurso “platónico” de Ficino), y continúa en la obra de Salutati, Valla, Pico della Mirandola, Vico, Erasmo, Vives, Gracián y Leopardi. Todos sus autores favoritos muestran una crítica de los esquemas abstractos y una apertura a la jurisprudencia, la retórica, la religión de los mitos y la política. Para él, la dimensión retórica no es un adorno del discurso sino una creación que se basa en las múltiples formas de lo real. Grassi, que en el siglo XX había sido pionero en defender la importancia de la retórica y de la tradición especulativa “latina”, pudo asistir a la rehabilitación de esa tradición durante los últimos 40 años del siglo XX.
La prospettiva filosofica di Ernesto Grassi tra antropologia, logica e ontologia, Anna Di Somma, Editorial La scuola di Pitagora, 2018, 358 páginas, €25.